Vestida de demencia
memorias de un
cuidador
A los cuidadores de familiares con demencia y otras enfermedades
Acróstico
Desnudas de recuerdos a quien se te antoje aferrarte.
Entretejes cadenetas ilusorias y
Memorias fantasiosas desdibujando realidades.
Exterminas la cordura, las huellas y deconstruyes la vida.
Niegas. Contradices. Aniquilas.
Carcomes remembranzas hasta llegar a la nada.
Irrealizas el todo y
Anquilosas a los seres hasta el no ser.
Llegará un día que nuestros recuerdos serán nuestra riqueza.
Paul Géraldy (1885-1983) Poeta y dramaturgo francés.
Prólogo
―Ya
Toñita no puede vivir sola ―me dijo la vecina—. El otro día perdió el balance
bajando del colmado y se cayó.
Ese
día fue me sacaron el piso de debajo de los pies. Ella no puede vivir sola ya.
Había que hacer algo. Llegó el momento que temía. Hacer lo que no quería.
Llevármela a vivir conmigo. Toda su vida adulta fue independiente. Hizo lo que
quiso. Una mujer de carácter fuerte, muy fuerte.
―Cuando
tu papá se muera, te vienes a vivir conmigo, ¿verdad? ―me dijo una vez.
―No
―le contesté―. Tú no me respetas.
Pero
ahora solo había una opción: llevármela conmigo. Porque ella no podía vivir
sola ya. Se le olvidaban las cosas. Era
riesgoso que viviera sola ya. Podía ocurrir un accidente. Tenía que llevármela
conmigo. No le di vueltas a la noria. Eso hice.
Ya
en casa, entré en el cuarto convertido en oficina. Saqué todo y lo acomodé lo
mejor que pude en la sala y, en aquel cuarto, instalé una cama y un televisor
pequeño. Ya. Listo su cuarto. Faltaba ella.
El
día de la mudanza, lloró. Lloró del alma. Lloró como nunca la había visto. Me
culpé por hacerla sufrir. Subí a su cuarto y tiré lo que pude sobre la cama. Busqué
bolsos y maletas y empaqué lo que ella me dejó. Porque evitó con todas sus
fuerzas que le sacara la ropa del clóset. Me maldijo. Lloró más fuerte.
―Estas
cosas se hacen cuando uno se muere ―me dijo entre llanto e insultos.
Terminé
como pude. Agarré las píldoras y las apretujé en otro bolso. Ella seguía con su
llanto.
―Vas
para casa, no vas para un asilo ―le aseguré por si pensaba que tales eran mis
intenciones.
Al
llegar a casa, se sentó en una butaca, como si padeciese de catatonia. No dije
nada. Al rato, la llevé al cuarto y le aseguré que, de ahora en adelante, ella
estaría conmigo. Iría conmigo adonde yo fuera. Que yo la cuidaría.
Lidiar
con la demencia ha sido el reto mayor que he tenido en la vida, más que lo
estudios universitarios. Sin embargo, fue tanto el conocimiento que adquirí.
Aprendía que, con la demencia, debía olvidar lo que me molestaba de ella y su
condición. Mi mamá olvidaba lo que había pasado a los tres segundos. Yo trataba
de hacer lo mismo. Desarrollé un código de comunicación que solo lo conocíamos
ambos. Debía ser constante. Si lo cambiaba, nos enredábamos los dos porque no
nos entendíamos.
Si
me molestaba algo que hiciera o me dijera, lo echaba al olvido como si
padeciera yo la misma condición. Practicaba algo que aprendí de ella: lo que te
moleste escríbelo en una barra de hielo, me dijo siempre. ¿Por qué? Porque se
desharía tan pronto como se derritiera el hielo.
Trataba
de levantarme antes que ella. Cuando lo lograba, me sentaba frente a la
computadora a hacer un inventario del día anterior. Escribía los acontecimientos pasados; cómo me
sentía y cómo lidiaría con la enfermedad el resto del día. (Del día, no del
resto de mis días). Muchas veces, compartía lo que escribía, pero hubo
ocasiones en que guardé lo escrito porque eran eventos de los que no se
hablaban o no quería compartir. Respiraba para relajarme, para llenarme de
energía y vitalidad. Meditaba luego de leer alguna lectura positiva, ya fuese
La palabra diaria, Reflexiones o el libro de 24 horas de Alcohólicos
Anónimos. Me concentraba en cualquier
palabra positiva que me llamara la atención y la utilizaba como el mantra del
día.
Intenté
vivir de día a día porque era la única manera de manejar la situación. La
oración de la serenidad fue clave en mi vida.
Recurrí a ella cuando algún suceso me desestabilizaba:
«Dios,
concédeme la serenidad
para aceptar
las cosas que no puedo cambiar;
valor para
cambiar las que puedo y
sabiduría para
reconocer la diferencia».
Reconocer
la diferencia de lo que podía o no podía cambiar o no estaba bajo mi
control. «Aceptación» fue y es la
palabra clave, no paciencia. Hace años que aprendí que clamar por paciencia no
me ayudaba en nada. Era como sentirme víctima de la situación. Sin embargo,
aceptar lo que me presentaba la vida me daba el control; el control de aceptar
o no las circunstancias que me presentaba la vida o la enfermedad.
Aprendí
que, cuando le hablaba bajito, ella funcionaba mejor y, en mi caso, evitaba que
me enojara. A veces, no era necesario ni hablarle. Con gesticularle, respondía
mejor que decirle las cosas.
Lidiar
con la demencia no fue fácil, pero tampoco imposible. Me le enfrenté con una actitud positiva todos
los días; a veces de hora a hora; en otras, de minuto a minuto.
Me
repetí que el ayer era un cheque cancelado que no me servía para nada al tratar
con la demencia. No podía controlar el
progreso de la enfermedad, pero sí era posible controlar cómo me afectaba y la
actitud mía al lidiar con su estado anímico. Hice lo mejor que pude con lo que
tenía. Estuve claro de que el día que entendiera que no podía con la enfermedad
o que ya no estaba bien atendida, actuaría de acuerdo con los actos que la
beneficiaran más a ella que a mí.
Mientras,
le bailaba para que riera, la escoltaba para que no se cayera, la alimentaba
para que tuviera energía, la paseaba para que viviera. Todos los días, ella
revivía y yo también.
Las
memorias a continuación las publico con un propósito dual: a manera de tributo
a su recuerdo y con el fin de que sirvan de referencia a otros que enfrenten la
dura misión de cuidar a un ser querido con demencia.
El comienzo
Comenzó
cuando a ella, rondando los ochenta, la sometieron a la colectomía. Digo
sometieron porque el médico, primero mantuvo a una paciente diabética todo el
día en espera hasta operarla a las cuatro de la tarde. Por supuesto, se
descompensó. Posterior a la operación, se presentó a verla una sola vez. Ni
siquiera apareció la noche que las enfermeras lo llamaron porque su paciente
tuvo una reacción alérgica al Demerol que le recetó. Tampoco fue él quien firmó
el alta, sino el médico de guardia.
La
Toñita que entró al hospital fue una y otra fue la que salió luego de tal
operación. Según he leído, el efecto de la anestesia puede acelerar la demencia
en personas mayores de setenta años. Estoy convencido de que tal fue su caso. Irónico,
su lema siempre fue: yo no me quedo en la casa porque me vuelvo loca.
Ya
ella no está para vivir sola, ¿y cómo vas a hacer?, me martillaba el temor en
la cabeza.
Luego
de la colectomía, la visitaba a diario y le hacía compañía. Me aseguraba de que
se hubiese desayunado, le daba sus pastillas (para que no se las tomara todas
de una vez) y le dejaba almuerzo listo o esperaba a que almorzara para regresarme
a casa.
El
desayuno lo preparaba ella. Calentaba la leche, le echaba el café instantáneo y
azúcar y se lo tomaba.
—Cuidado
con que no deje la estufa prendida y haya un fuego —me decían.
No
me preocupó que la dejara encendida porque siempre fue muy compulsiva
apagándolo todo. Me iba al mediodía para yo descansar.
—Vamos
a dar una vueltita por ahí y almorzamos en algún sitio. Yo pago —me decía al
principio.
Y
esa fue la rutina al poco tiempo. Todos los días llegaba a buscarla y darle «la
vueltita». Algunas veces, la paseaba por la costa; otras, por el campo.
—Puerto
Rico es tan lindo —me repetía.
Al
principio fue difícil, pero llegué a acostumbrarme. Lo bueno, que estaba ya jubilado y fue como
regresar a trabajar, pero sin un horario fijo, sin entrada ni salida. Había que vivirlo de día a día, no había de
otra.
Entonces
llegó la pandemia.
Mujer decidida
Mi
madre fue una mujer independiente toda su vida. Se casó con un hombre que le
llevaba dieciocho años y encima viudo, según la novela. Luego me enteré de que
no era viudo, sino divorciado. Mi padre afirmó siempre que mi mamá fue
la única mujer que amó.
Estos
dos seres, uno con segundo grado de escolaridad y la otra con un tercero compartieron
cuarenta y tres años y levantaron una familita de un solo retoño. Él era
billetero y ella costurera.
Después
de casados, él no quiso que mi mamá regresara a trabajar fuera del hogar,
aunque eran tiempos de pobreza. Para ayudar con los gastos, mi mamá trabajó con
varios sastres desde la casa, empresarismo innato. Ellos traían a la casa las
piezas cortadas de los pantalones y mi mamá, en su máquina de coser, las
montaba y las cosía. Ya, más tarde, entré yo en el negocio a llevarles los
pantalones terminados a los sastres.
A
mis catorce años, mi madre compró un bazar en la calle San Agustín de Puerta de
Tierra. La milagrosa se llamaba. Al principio, esta mujer valiente viajaba en
transporte público a Bayamón a comprar los trajecitos de nenas que revendía en
su negocio. Compraba lo que necesitaba y luego regresaba atestada de paquetes.
El
bazar era un local con dos puertas. Tan pronto alguien entraba a la tienda, se
encontraba con dos vitrinas atestadas de todo: cremalleras, botones, hilos,
cintas de todos colores y tamaños. De las paredes laterales y en el fondo, colgaban
los trajecitos repletos de encajes que había comprado. Todavía, en el barrio, hay
quienes recuerdan que su mamá le compró a la mía un trajecito para alguna
ocasión especial.
Mi
papá trabajó como vendedor de billetes de una agencia registrada a nombre de su
hermana. Al morir mi tía, la agencia pasó a su nombre y fue mi mamá la que
vendió los billetes en el bazar. De ahí surgió el apodo de Toñita la billetera.
Desde ese momento, su mundo fue la venta de billetes y su Puerta de Tierra. Así
fue por años hasta que un fuego malintencionado dejó el local arropado de
cenizas. Posterior al incendio, mi mamá continuó con la venta de billetes sentada
en una silla plegable hasta la operación de remoción del tumor canceroso en el
colon.
Convivencia con la demencia
Desde
marzo del año en que comenzó la pandemia, nos mudamos a Morovis. A una casita
que ella había comprado con sus ahorros en el centro de la isla. Desde
entonces, ya no hubo descansos. La faena fue de veinticuatro horas; desde que
se levantaba hasta que se acostara.
La
demencia es errática. No hay un patrón de conducta. Tampoco hay un manual de
procedimiento. Cada caso es diferente porque hay vivencias pretéritas características.
Y todo ese pasado surge de súbito en episodios continuos de enajenación.
En
mi caso, decía que tenía suerte porque ella no se tornó agresiva.
—Hasta
ahora —alguien me dijo—. La cosa va a empeorar.
—Espero
que no —contesté, aunque, para mis adentros me repetía: ya lidiaré con todo
cuando llegue el momento.
Poco
a poco, establecimos una rutina. Ella
era la primera que se desayunaba en la casa.
Se tomaba las pastillas y yo la sentaba a ver televisión. Tan pronto le
decía que se fuese a bañar, se iba convencida de que habría una vuelta en el
carro.
Al
principio, ella misma escogía la ropa que se pondría. Luego, fui yo el que le
escogía las piezas de ropa. Ella se pintaba su piquito y se pasaba algo del
lápiz labial en los cachetes para verse ruborosa. Entonces, la llevaba hasta el
carro y la montaba en la parte de atrás para la vuelta rutinaria. Al regreso, hubo veces que llegó desorientada.
—No,
aquí no fue que me quedé anoche. Mi ropa está en otra casa. Llévame a casa.
Entonces,
con gran calma, la bajaba del carro, la llevaba al cuarto y le abría el clóset:
—Mira,
¿ves? Aquí está toda tu ropa. Y, mira, en esta gaveta están todo el maquillaje
y tus prendas.
—Ay,
virgen —me repetía sorprendida.
Igual
que una persona con fibromialgia alega con vehemencia que nadie que no padezca
la enfermedad podrá comprender por lo que pasa, asimismo ocurre con quien tiene
que lidiar día a día con la demencia.
En
una ocasión, la dejé sola en lo que lavaba la ropa en la planta baja de la casa.
Al poco rato, bajó las escaleras vestida y lista para la calle. Hubo discusión.
Hubo maldición. Me subió el tono y le contesté enérgico. Luego la dejé que
hiciera lo que quisiera, pero el candado estaba pasado en el portón.
Se
acercó a la guagua para montarse. Otro altercado más. Me sentí culpable por haberla dejado y no
haberla mandado a bañar antes de bajar.
En un momento me sentí impotente. ¿A quién llamo para que le den un
sedante? Y si no la puedo controlar más. Por un momento le temí a su mirada.
Me
retiré echando mis emociones a un lado. La observé a distancia cuando peleaba
con el candado porque quería irse.
—Esta
no es mi casa. Llévame a mi casa.
Aprendí
a verla como una niña vieja o, mejor dicho, una vieja niña. Y como una niña
volví a tratarla. La dejé que manifestara su coraje y sus rabietas. Estaba en
su derecho.
Cuando
se cansaba de halar el candado, entraba. Escondía la cartera otra vez en el
clóset y se sentaba a ver televisión. Estaba seguro de que ya se le había
olvidado todo. Era volver a
empezar. Todo estaba normal.
Anticipando
consecuencias, visité varios hogares, pero convencido de que sería la última
opción. Mientras ella me reconociera, se quedaría conmigo.
El primero tenía cuartos comunales para sus
viejos y había, para mí, poca privacidad entre los viejos y las viejas. También
sentí un tufo a orín que me disgustó. Mi
preferencia siempre fue que mi mamá tuviese un espacio privado, pero lo que
encontré no me satisfizo. En el último
que visité, me informaron que, si ella no estaba de acuerdo, no la aceptarían.
Ahí desistí porque yo no la iba a forzar a nada.
Yo soy Toñita
Hola.
Yo soy Toñita. La mamá de Marcial. Sí. Mi nombre es Antonia, pero me dicen
Toñita. Yo coso. Soy costurera. Coso ropa de hombre. Yo trabajé en el Corte
Inglés. Eso era… ¿dónde es que era?, dile, Junior. En San Juan, ajá. Era en San
Juan. Eso hace muchos años ya. Mi mamá me llevó allí para que me enseñaran a
coser. Yo era jovencita. Y yo, chinchín, aprendí. Yo cosía pantalones de
hombre. El sastre me los daba cortados y yo los cosía bien chévere. Porque allí
se hacía ropa a la medida, ¿tú sabes? Y tengo mis máquinas de coser en casa. Y
hago ruedos.
Yo
tenía un bazar en Puerta de Tierra y allí vendía muchos trajecitos de nenas. De
bordados. ¿Dónde era que yo los compraba?, dile Junior. Ajá, en Bayamón. Sí, a
una señora que yo conocía. Y vendía muchos. Porque yo viví muchos años en
Puerta de Tierra. ¡Ah!, y también vendía billetes de la lotería. Mucha gente
que se pegó conmigo con la grande. Yo
soy bien legal. Pero el bazar se quemó. ¿Cómo tú dices? Sí, ajá, me lo
quemaron. Y pues, entonces dejé de vender billetes porque ya la gente me decía
que la calle estaba dura y podían darme un «tumbe». Porque era mucho dinero y,
tú sabes, ya una no se siente tan segura como antes. Y lo dejé. Ya no vendo
billetes.
Yo
soy de Jayuya. A mí me pregonaron por el pueblo. Mi mamá. Y mi mamá, la que me
crio, me recogió en su casa. Ella me crio. Ella se llamaba Felícita. Le decían
Fela. Yo no sé si se murió ya porque hace tiempo. Y tengo un hermano que vive
en Chicago. Y tenía uno que se llamaba Bindo que vivía en… ¿Dónde era?, dile,
Junior. Ajá, en Cataño. Murió de cáncer. Era bien bueno conmigo. Bueno, todos
mis hermanos son bien buenos conmigo. El de Chicago me dice La nena. Había otro
que me decía la rubia porque como ellos eran trigueños y yo soy tan blanca… Yo
tengo los ojos verdes. Mira. ¡Ay, tú tienes los ojos como los míos, verdes!
¿Que no? Sí, sí. ¿Verdad que sí, Junior?
Él
es mi hijo. El único que tengo. Es bien bueno conmigo. Yo soy viuda y vivo allá
en… dile, Junior. Ajá, en Villa Palmeras. Vivo sola. Tengo una casa grandísima
que tiene dos pisos. Tiene su marquesina, ¿tú sabe? Yo tengo mi carro y guío
todavía. Allí tengo mi casa. Tiene dos baños. Uno arriba y otro abajo. Y tengo
mis cositas. Yo cocino. ¿En dónde es que es? Dile, Junior. Ajá, en Villa
Palmeras. Arriba tengo los cuartos porque tiene tres cuartos. Yo duermo en uno
así bien chévere. Tengo mi juego de cuarto para mí solita. Porque yo soy viuda.
En el otro está la cama del que era marido mío que se murió. El cuarto mío
tiene un balcón, ¿tú sabes? Y yo allí me siento en el balcón, solita, y me
siento de lo mas bien. Nadie se mete
conmigo. Yo no tengo problema con ningún vecino. Ellos me quieren mucho. El
otro día fue una a que le diera una taza de azúcar. Se la di. ¡Ave María!, iba
encantada. Que qué linda era yo.
A
mí me gustan muchos las matas. Arriba en el balcón de casa tengo así en un
«pretil» mis orquídeas. Yo les echo agua para que no se me mueran. Y así frente
a la casa, pegada a la reja tengo una bien grande. Preciosa. Colorá. Ajá,
trinitaria, preciosa. Tengo un patio atrás que tengo mis matitas y un palo de
naranja. ¡Agrias! El hijo mío se las lleva para cocinar. Ajá, adobar carne. Y
tengo un palo de limón.
Yo
tengo… Dile, Junior, cuántos años yo tango. Ajá, noventa y tres. Yo nací en el…
¿En qué año? Ajá, en el 28. Pero no los parezco, ¿verdad? Yo no fumo, ni bebo
ni bailo. Soy viuda. Y este es mi hijo. Nosotros nos llevamos bien, ¿verdad,
Junior? Mentira, que nos llevamos bien. Yo me siento lo más bien. No bebo, ni
fumo ni bailo.
Mira,
vámonos ya que se hace tarde. Y me llevas a casa que no puedo dejar la casa
sola mucho tiempo. Mi mamá no sabe dónde yo estoy. Nos vemos. Que Dios y la
Virgen los favorezca y los acompañe.
Uno de esos días
Se
levanta de la butaca.
―¿Para
dónde vas? ―no contesta―. ¿Que para
dónde vas? ―sigue silenciosa con paso accidentado.
Me
levanto y me acerco. Le agarro el brazo e intento dirigirla. Me apunta hacia el
baño. La ayudo a entrar y le subo la bata.
―No,
no.
―Sí,
sí.
―No,
no.
―Déjame
bajarte el pañal.
―No,
no.
Ignoro
su petición y le bajo el objeto desechable hasta las rodillas; sujetándola por
los hombros, la llevo a sentarse en el inodoro portátil. Espero, mientras mira hacia
el piso. No escucho nada.
―¿Terminaste?
Me
dice que no con la cabeza. Espero. Amaga con volverse a poner el pañal.
―Espérate,
déjame ayudarte.
Permanece
encorvada y le subo la parte trasera del pañal asegurándome de que la parte
acolchonada quede centrada con la ranura de las nalgas. Intenta salir del baño, pero, con mi cuerpo, le
bloqueo la salida.
―Lávate
las manos primero ―le dijo.
―No,
no.
―Sí,
sí ―mantengo la muralla hasta que termina de lavarse las manos.
Es la
misma rutina desde que vive conmigo o nos mudamos juntos: los resabios y
malacrianzas, los olvidos, la realidad distorsionada. Pero sé que ya no es quien era. Me contradice cuando le digo que soy su hijo.
Lo peor es su risa irritante, como la de la vieja santera que aparece en la
película «Midnight in the Garden of Good and Evil», cuando ocurren los
frecuentes accidentes estomacales. Tengo que luchar para no interpretarla como
una burla hacia mí, tener claro que no lo hace a propósito; sino que no tiene
control ni de los músculos intestinales ni de sus reflejos. Todos me aconsejan que la ingrese en un
hogar. Pero todavía puedo, aún me reconoce. Cuando ya no sepa quién soy yo, me
repito.
Su
pasatiempo favorito es la calle. Le gusta estar en movimiento. Nunca le ha
gustado la casa desde enviudó. Quedarme
en la casa es volverme loca, repetía como repite todo ahora.
Desde
pequeño la he escuchado cantar. Le pongo música para que active su memoria y no
olvidé más de lo que ha olvidado. Pero la enfermedad sigue galopante,
implacable. Ya casi no canta canciones completas, solo los terminales de las
últimas palabras en cada estrofa.
No
quiere quedarse conmigo en la casa porque su marido, que murió hace más de
treinta años, está solo y no sabe dónde está ella. Le miento:
―Mami,
hable con él y me dijo que no te preocupes por él, que no hay problemas con que
te quedes conmigo.
Pero
me canso del mismo sonsonete vespertino.
De que quiera irse ese «para allá» que nadie sabe dónde es porque
siquiera sabe ya dónde queda su casa. No reconoce la residencia que mandó a
construir a su gusto y que compartió con su esposo hasta el final de sus
días. No ha sido fácil. No es
fácil. No será fácil. Ya se me acaban las
excusas para que no se vaya. Lo bueno es que no duran mucho en su mente, por lo
que las reciclo.
La
opción última es el hogar de ancianos, me sigue torturando la mente. Hace poco encontré uno cerca de la casa. Entrevisté al dueño y me pareció
confiable. Estaba todo casi arreglado
para ingresarla porque había cupo.
Aquella
noche sentí los nervios en el estómago. Escuché que alguien me dijo:
―No
es lo mismo llamar al diablo que verlo venir.
Como
si ella sospechara mi próxima movida, se comportó de manera idílica. No hubo contradicciones, ni resabios, ni
terquedades. Me martilló la cabeza el
cargo de conciencia de sentirme mal hijo.
Y si espero un poco más…
Solo
me detuvieron los aspectos legales previos a que ella se fundiera. El encargado del hogar accedió a que no la
ingresara hasta terminar un papeleo legal.
Y
aquí está. Saliendo del baño. Más encorvada que ayer. Más ida que ayer… La llevo a su silla. Tiene
la mirada perdida. Del televisor sale música instrumental, más bien música para
meditar. Es para mantenerme sereno y que
no me absorba su locura. Ella se hipnotiza con lo que ve y escucha. Golpea los
descansabrazos con las manos. Aplaude lo que escucha, creando un ritmo
desarmonizado. Vuelve a reírse de no sé qué porque nadie sabe de qué.
Soy tu memoria
―Mira,
bájame esto. Oye, ven acá, por favor —me dice desde la cama.
He
comprado una cámara que monitoreo desde el celular, para ver lo que hace en el
cuarto. Reviso en el celular y la veo dirigirse a alguien que no existe y que
ve en el cuarto, aunque no hay nadie. Estoy acostado todavía decidiendo si me
levanto o no. Salto de la cama y entro a su habitación.
―¿Te
vas a levantar?
―Sí.
―¿Tú
eras el que estaba aquí ahora?
―No
―le contesto.
Enseguida
abro las ventanas y observo la capa algodonada de la neblina a lo lejos. Le
quito las barandas a la cama.
―¿Vas
a quitar eso?
―Sí.
―Ay,
qué bueno.
―Vamos
echa los pies para el borde de la cama; así.
Veo
cómo estira el brazo para auparse.
―No,
saca los pies de la cama; eso; vamos, dame el brazo.
Se
agarra de mi brazo y se aúpa. Mientras se levanta, echo una ojeada al colchón;
se ve seco.
―Vamos,
para el baño.
―¿Para
el baño?
―Sí.
Como
es la rutina, la llevo al baño. Le levanto la bata y reviso los pañales. (Me
recomendaron que usara dos pañales por la noche). El externo está seco. El
segundo, ni lo reviso. Le quito el exterior mientras la voy sentando en el
inodoro. En eso escucho el camión de la
basura.
―Mami,
quédate aquí; no te muevas; vengo enseguida.
Corro
a la cocina y arranco la bolsa de basura y salgo despavorido por la
puerta. Llegó hasta el camión y tiro el
bolso lleno de pañales usados en el camión.
Regreso deprisa a la casa, pero, de paso, reviso la cisterna para
asegurarme de que esté llena de agua, ya que donde estoy cortan el servicio sin
aviso previo. Como pensé, no hay servicio y la cisterna está medio vacía. No
puedo preocuparme por ello ahora.
Entro
al baño y está todavía sentada.
―¿Terminaste?
No
contesta. Me enguanto la mano y agarro
la toallita. Le añado jabón en espuma para asearla.
―¡Eh!,
todavía no has terminado.
―¿No
he terminado?
―No.
Espero
a que termine.
―Levántate,
mami.
Se
pone de pie.
―No
te agarres del toallero que se cae y te caes ―le digo como todos los días―. Agárrate
de la puerta.
Me
hace caso.
―Vamos,
súbete el pañal.
En
lo que se baja la bata, agarro el cepillo y la pasta.
―Vente,
para que te cepilles los dientes.
Agarra
el cepillo. Le abro el grifo y velo que no lo deje abierto como suele
hacer.
―No,
no, mami; cierra. Enjuágate ―le digo, al verla terminar de cepillarse.
Vuelve
a abrir el grifo. Se acomoda las pulseras en el brazo y entonces mete las manos
debajo del chorro.
―Enjuágate,
enjuágate.
Con
la mano, lleva un puñado de agua a la boca. Se enjuaga y bota. Vuelve a enjuagarse
las manos. Cierra el grifo. Reviso que no
se quede gotereando.
―Sécate
―le digo―. Las dos manos, las dos manos; eso; vamos para que te desayunes.
La
vuelvo a escoltar a su butaca. Más tarde, le llevo el desayuno.
―Mira,
toma; un sándwich, un guineo y café ―le recuerdo como siempre.
(El
sándwich con el jamón y el queso doblado con sumo cuidado para que no
sobresalga nada del pan. Me alejo y la velo que se coma todo. Al terminar, le llevo las pastillas. Las mira
y me mira.
―Vamos,
tómatelas ― digo esperanzado de que no se resista como hace en ocasiones. Espero a que termine y me aseguro de que se
las haya tomado todas. Respiro.
Monólogo de la demencia
No;
no. Y que las 4:30 de la mañana, embuste. ¡Ah! Deja eso, deja; eso está limpio;
no me lo quites; ¡ave María! Mira para allá. Y ahora no tengo qué ponerme. ¿De
dónde tú lo sacaste? No, no, yo me la
quito; es mi bata; deja, deja. Yo lo hago. Dame acá, sangrigordo. ¡Ah!
***
Eso
no me gusta. Embuste. No me gusta. No, no me lo voy a comer. Está muy caliente;
está muy frio. No lo quiero. No, no. Que no quiero. ¿Y qué es esto? ¿Todas esas
pastillas? No tengo agua… ah, está bien. Ya. Toma.
***
¿Tú
te vas conmigo? Vamos, avanza. Abre la puerta del carro; cierra; vamos. Sigue
por ahí. No, no, que no es por ahí. Cámbiate al otro «desto» [carril]. Aquel
avanza más. Mira, lo que dice allí. Sí, las vacas; qué muchas. Llévame allá.
Allá. Tú sabes. ¿Para dónde vamos? ¿A almorzar? No quiero eso. Embuste eso yo
no me lo como. Está muy caliente; está muy frío. No lo quiero. Cómetelos tú.
Sí, pero tú coges uno también. Son buenos, ¿verdad? Están buenos. No quiero
más, cómetelos.
***
Me
voy. Para mí casa. Me voy por ahí. Embuste, yo no vivo aquí. Yo vivo allá abajo. Embuste. Ábreme el
candado. Bendito, no seas así conmigo. Esta no es mi casa. No, la ropa mía está
allá. Allá donde yo vivo. Ese cuarto no es el mío. En ese clóset no. ¡Ah, sí!,
mira qué bonitos, ¿viste? Embuste, esos los compré yo. ¡Ah!, qué sangrigordo tú
eres.
***
Ya
yo comí. Comida comí. Estoy llena. No, no quiero. ¿Y tú cocinaste? ¡Ah!, ¿un
sándwich?; sí. Está bien. Ya no quiero
más. No me gusta. No lo quiero. Cómetelo tú. No, no quiero. ¿Y qué es esto? Ave
María, que muchas pastillas. Embuste, ¿y cuándo vino la doctora? No tengo agua.
Ah, sí. Toma, ya.
***
Bueno,
yo me voy a acostar ahí. Y tú ¿dónde te vas a acostar? Ah, ahí. ¿Y cuál es tu
cuarto? Ah, bueno. ¿Y yo dónde me voy a acostar? Ah, en ese cuarto. ¿Y yo dormí anoche aquí?; ah, ¿sí? ¿Y tú
dónde vas a dormir? Ah, en ese cuarto.
Pues yo me voy a acostar ahí. Voy al baño. Deja, deja; eso está limpio;
no me lo quites; ¡ave María! Mira para allá. Y ahora no tengo qué ponerme. ¿De
dónde tú lo sacaste? ¿Y tienes más? Ah, qué bueno.
Bueno,
yo me voy a acostar ahí. ¿Y dónde está mi bata? ¡Ah! Mira qué bueno. No, no, deja eso. Embuste, yo me baño todos
los días. ¡Ay, deja eso! No me pases eso. No me fastidies. Qué malo tú eres
conmigo. ¡Ah! Qué mucho tu fastidias. Deja. Que no me voy a parar. Me voy a
acostar. Dame eso para arroparme. Mira, apágame la luz.
Bitácora de la demencia
2
de enero
9:00
am
Le
he dejado el televisor encendido en lo que bajo a lavar ropa a la planta baja.
Mientras saco la ropa del clóset, escucho cómo sube el volumen del aparato.
―¿Para
dónde vas? ―me dice al verme con el bulto de ropa sucia.
―Estoy
abajo lavando ropa.
Abro
la puerta del cuarto para velar por la ventana si a ella le dan ganas de bajar.
Al cabo de un rato escucho abrirse el portón de arriba y veo los zapatos color
marrón bajar con sumo cuidado por las escaleras.
―Mira,
mira. Vente a ver lo que están dando en la televisión.
―Voy
ya mismo, cuando termine de lavar ―le digo―. Sube, ya voy ―le digo y espero a
que suba.
Al
cabo de los diez minutos, el portón vuelve a abrirse y la veo bajar.
―Mira,
mira, vente para que veas eso, qué bonito es.
―Te
dije que, tan pronto termine, subo.
―Pero
vente.
―Voy
cuando termine ―digo pendiente de que no se caiga al subir las escaleras―.
Cuidado con el último escalón que es más alto.
Regreso
a tender la primera tanda de ropa, mientras se lava la segunda. Por tercera vez,
escucho el portón y veo los zapatos bajar por las escaleras.
―¿Qué
tú haces?
―Estoy
lavando la ropa. Vente a ver lo que están dando en la televisión.
―Mami, subo cuando termine ―repito―. Si
quieres, bajas, te sientas y esperas a que termine de lavar.
―No,
me voy.
Vuelve
a subir las escaleras. Al terminar, cierro abajo y subo a sentarme a su lado.
7:00
pm
Hemos
estado todo el día en la casa. La he mantenido entretenida con las películas.
El único problema fue que hubo que verlas con subtítulos porque comenta todo y
no deja escuchar los diálogos. Pero entonces, se lee lo que aparece en la
pantalla. Todo lo pregunta y le contesto. Todo lo repregunta y se lo
recontesto. Todo lo requetepregunta y se lo requetecontesto.
10:30
pm
Luego
de haberse acostado a las siete de la noche y yo estar en la cama, la escucho
salir del cuarto, pero no la veo. Sé que no está en su habitación, pero tampoco
está en el baño. No pienso más en ello y sigo viendo la serie de televisión. Al
cabo de un rato, noto que está escondida detrás en el pedacito de pared entre
el baño y mi cuarto. Al darse cuenta de que la he visto, entra riéndose y se
sienta a ver la televisión conmigo y con el Jimmy, mi compañero de vida. Allí
termina de ver el capítulo y de súbito dice:
―Me
voy a acostar.
Se
levanta con dificultad y regresa a su cuarto. Escucho cómo juega con la
cerradura de la puerta tratando de ponerle el seguro. Ya ni le recuerdo que la
cerradura no sirve.
***
3
de enero
4:30
am
Me
despierta el ruido que hace la cerradura cuando intenta ponerle el seguro. Me
viro en la cama en dirección a la puerta y veo los destellos de la luz del
cuarto que salen por los bordes de la puerta. Me duele el hombro. Doy vuelta hacia el otro lado y no hago caso.
5:00
am
Me
despierto dando vueltas en la cama y la falta de aire me deja saber que algo me
estrangula. Me siento en el borde del colchón y noto que el abrigo con que
duermo se ha torcido y me presiona la garganta. Me enderezo la pieza de ropa y
vuelvo a acostarme, pero ya no tengo sueño. El hombro me ha dolido toda la
noche, lo que también ha hecho que me despierte cada vez que me muevo en la
cama estrecha. Leo un poco, pero los ojos se me cierran cada dos líneas. Apago
el lector electrónico e intento conciliar el sueño.
6:00
am
Todavía
la mañana está oscura y silenciosa. A lo lejos se oye el sonido de un carro que
baja por la jalda de cemento. Me viro y trato de dormirme.
7:00
am
Vuelvo
a sentir la falta de aire porque algo me ahoga. Me siento otra vez en la cama y
enderezo el abrigo. Recojo la almohada que está en el piso, regreso a la cama y
trato de dormir.
7:50
am
Salto
de la cama al notar que la puerta de su cuarto está abierta. Voy a la sala y la
veo sentada en la butaca mirando la nada. Agarro el control remoto y escojo
música para que me ayude a ordenarme la mañana. La señora ni se mueve. Es como
si no supiera que estoy allí parado a su lado. Solo mira el control remoto
cuando lo devuelvo a sofá.
Corro
a la cocina. Abro la nevera, saco un huevo y le preparo una tortilla; abro el
congelador y saco la harina de café que pondré en la cafetera exprés; agarro el
sartén del gabinete y enciendo la estufa; bato el huevo en un pequeño cuenco y
lo dejo caer sobre la sartén caliente; saco de la nevera el queso y el jamón
que acompañarán la tortilla; busco el pan y lo coloco en la tostadora; ya la
leche del café está en el microondas; suena le micro; suena la tostadora; acomodo
el queso y el jamón en la tortilla y la doblo en dos; vuelvo a doblarla para
que no la vea tan grande y se la coma sin chistar; la acomodo en el plato, agarro
el pan y lo coloco también el plato; termino con el café y, echándome aire con
las manos, la llamo.
Se
levanta con toda su calma y camina para el baño como siempre. La llamo y no me
hace caso. Vuelvo a llamarla. Llego hasta la puerta.
―Mira,
vente que se te enfría el café.
Me
hace un gesto como de qué mucho la molesto mientas continúa acomodándose las
greñas con la mano. Luego de un rato, sale silenciosa. Hala la silla y se
sienta a desayunar. Me mira y hago una mueca en la que me pongo bizco y se ríe.
Hoy será otro día bueno.
Rutinas
Son
las 6:30. Escucho las chancletas rozar contra la loseta (chas, chas, chas,
chas) y el cantazo de la puerta de metal del baño cuando la cierra. Regresa el silencio una vez más. A la
distancia, escucho el sonido del agua y el olor a pasta dental que se cuela por
las rendijas de la puerta cerrada. Otra vez rompe el silencio la perilla de la
puerta del baño al dar contra la loseta y el calzo de metal caer sobre la losa.
Por
el paso interrumpido, sé que se ha detenido a mirar si estoy despierto o
no. Entreabro los ojos y allí está,
mirándome. Se rasca la cabeza y sigue
para la sala.
Me
levanto. Por tener la colcha pillada entre la pared y el colchón, es cuestión
de halarla y ya está hecha la cama. Acomodo las almohadas y salgo de la
habitación.
Como
siempre, está sentada en la sala como estatua catatónica. Me fijo en el labio inferior de la boca que
me pronostica cómo será el día. Hoy la boca no se ve deforme. Nadie habla.
Llego hasta el sofá, agarro el control remoto y prendo el televisor para que se
entretenga con las noticias en lo que preparo el desayuno.
Recurro
al mismo procedimiento diario. Es como
si bailara el vals del desayuno, de izquierda a derecha y de derecha a
izquierda. Preparo la tortilla, tiro
sobre el sartén el jamón para que bote el frío porque, si no, no se lo come; acomodo
con gran cuidado la lasca de queso y doblo la tortilla dos veces para que no la
vea tan grande; velo que el queso no se derrita porque, de derretirse, protesta;
busco su tazón; vierto la leche y la llevo al microondas; en lo que la leche se
calienta, preparo la cafetera para que cuele el café. Ya está.
Le
llevo todo al mostrador. Entonces es que se rompe el silencio para decir:
―Vente,
mami.
Parsimoniosa,
repta hasta donde está su silla y se acomoda. Luego, preparo mi desayuno. Me siento a acompañarla. Al intentar morder
la tostada, ella se sopla la nariz. Otra
vez, mi estómago se contrae. Una vez más, mantengo silencio y espero a que
termine. Una vez más, no digo nada para
que no se sienta mal.
Terminamos
de desayunar. Nos tomamos las drogas legalizadas y entonces se va a su butaca a
ver la televisión. Me quedo en la cocina a fregar los trastes bailando mi vals.
Una estatua vestida con demencia
Se
levantó a las seis de la madrugada y fue a visitarme, tal vez a despertarme,
pero ya estaba despierto. Traía en el hombro la bata que le puse ayer luego de
bañarla.
―Acuéstate
―le dije esperanzado de que penetrara en su conciencia y me hiciese caso.
Dio
una vuelta y se metió en el baño. Me apresuré y llegué a tiempo para cambiarle
el pañal. Se mantuvo sentada, silente, cabizbaja. Se levantó con mi ayuda.
―Lávate
las manos ―le dije al mismo tiempo que le acercaba el cepillo dental para que
se cepillara los dientes. (He descubierto que, si aprovecho el momento, no hay
resistencia y hace todo de buena gana). Terminó y le di la toalla para que se
secara.
―Acuéstate
―volví a decirle, pero siguió para la sala.
La
seguí y le sintonicé las noticias. Volví al cuarto y traté de dormir un poco
más. No pude.
Regresé
a la sala. Allí permanecía donde la ayudé a sentar; una estatua esculpida por
la demencia, con la mirada penetrada en el televisor. Le hice desayuno y se lo puse sobre la
mesita. Un sándwich y el café. Seguía perdida en la televisión. Agarré una porción del sándwich y se lo puse
en las manos. Lo apretó, pero no hizo ningún movimiento. Regresé y le quité el
pedazo de pan y se lo llevé a la boca.
―Come,
mami.
Abrió
y le dio un mordisco. Lo devolví al plato y la dejé que comiera a su ritmo.
―Mira,
cómete el resto del sándwich ―le dije.
―Me
lo como ahorita ―fue lo primero que le escuché hoy.
―¿Te
lo guardo para después?
Asintió
con la cabeza. Luego, siguió en su silla mirando la televisión. Como la mujer
de Lot. Con las manos cruzadas sobre el abdomen. Tal vez esperando… esperando a que me sentara
a su lado… o en espera de que le dijera; «Vamos a llevarte a tu casa». O esperando
a que le diera la vuelta consuetudinaria.
No sé porque no sabía lo que pasaba por su cabeza o qué quedaba en ella. Allí vegetaba mientras escribía estas líneas
que, como su escribiente, mi madre dejaría como legado.
Yo vivo sola
―Yo
vivo sola. Y soy viuda.
Fue
el estribillo de mi madre por décadas. Su orgullo siempre fue vivir sola
porque, sin que fuera consciente, la definía como una mujer capaz e
independiente. Estaba a cargo de todo siempre.
Desde
la muerte de mi papá en el 1993, vivió en la casa que mandó a construir a su
gusto en un terreno que consiguió en Villa Palmeras y compró con el dinero
ahorrado. Cuando me llevó a verlo la primera vez, le dije que no me gustaba
nada ni siquiera la ubicación. De mi papá, tampoco recibió respaldo, pero su
tenacidad la llevó a seguir con sus planes.
Contrató
a un arquitecto de Puerta de Tierra, quien se encargó de todo. Le preparó los
planos de una casa que aprovechó al máximo la limitación de espacio; incluso,
hasta dejó espacio para una marquesina. Fue él quien supervisó la construcción
hasta su terminación.
―Yo
tengo una casa bien buena. Tiene tres cuartos.
La
vivienda consta de dos plantas. Abajo está la sala, el comedor, la cocina y una
pequeña terraza que mandó a techar con aluminio para mayor seguridad. Arriba
están los famosos tres cuartos que siempre anunció con tanto orgullo. Su
habitación es la más grande y la que tiene un balcón que da hacia la calle.
Pero
dejó de vivir sola, aunque siguió cantaleteando que sí. Su cuerpo dejó de estar
en condiciones ni para subir ni bajar escaleras. En una ocasión, llegó a
Morovis engafada. No era su costumbre usar gafas y menos en interior. Al quitárselas, vi el moretón en el ojo
derecho. Al revisarla, sin querer subí la manga de la blusa y descubrí parte
del brazo despellejado, embadurnado en crema.
Me escandalicé.
―¿Qué
te pasó?
―Nada.
Que me caí.
―¿Te
caíste? ¿Pero dónde?
―Por
las escaleras de casa.
―¿Estás
segura de que te caíste o te asaltaron?
―No,
subía con un vaso de agua y se me cayó y se rompió.
No
hubo certeza de saber qué ocurrió. Enseguida le dije que la llevaría al
dispensario, pero se opuso. Todo el fin de semana estuve tratando el brazo y el
ojo con sábila. Fue lo que me recomendaron en la farmacia, aparte de una crema
antibiótica que aseguraron haría lo mismo que la sábila.
Esta
caída fue el factor determinante para mudarla conmigo. Poco a poco, fui
descubriendo cuán avanzada estaba la enfermedad de la demencia. Ya el neurólogo
me lo había advertido.
―Antonia,
¿qué edad tú tienes?
―Dile,
tú.
―No,
no le digas a tu hijo que me la digas. Dímela tú. Tiene demencia senil y está
en sus comienzos, pero con el tiempo el deterioro irá en aumento.
―Mi
mamá vive en Jayuya ―repetía a cada rato.
Que
hablara de su mamá en tiempo presente era de los comentarios más agobiantes.
―Tengo
que ir a Jayuya a verla porque hace tiempo que no sabe de mí y se
preocupa.
Ante
esta situación, una amiga muy sabia me recomendó que agarrara el teléfono y le
hiciera creer que hablaba con mi abuela y que le informaba que mami estaba
conmigo para que no se preocupara si no llegaba a la casa. La puse en práctica
y funcionó.
Para
mantenerla ejercitando su memoria, le traje de la casa algunas fotos de las que
guardaba en el clóset. Con frecuencia se perdía y la encontraba en el cuarto
revisando los retratos.
―Mira,
mira. Este es mi hermano.
―Ese
es tu hermano. (Era aquí donde aprovechaba para dejarle saber que su mamá había
muerto). Está enterrado al lado de mamá en Jayuya.
―Ah,
¿sí? Tiene que haberse muerto hace tiempo.
―Mamá
(como todos le decíamos) murió en el 1956.
―Mi
mamá. Mira, y ¿esta quién es?
Le repetía
cómo se llama.
―¿Ah
sí?
―Sí.
Mi
madre y su hermana consanguínea fueron pregonadas por todo el pueblo por su
madre. La mujer huía de un hombre maltratante y no podía tener a las dos niñas.
A mi mamá, la crio otra familia que la quiso como una más de los hijos que ya
tenían. Uno de sus hermanos la llamaba La nena por ser la más pequeña.
―Mira,
este es mi otro hermano. ¿Cómo es que se llama?
Le mencionaba
el nombre y añadía:
―Ese
fue el que encontró a tu verdadera mamá.
―¿Y
esta quién es?
―Esa
es Ana, tu verdadera mamá.
―Qué
bonita, ¿verdad?
Así
seguíamos hasta que le quitaba las fotos y se las guardaba en la gaveta con la
excusa de que no se fueran a perder. Hasta la próxima vez que las encontrara. Y
volviéramos al mismo diálogo.
Y
otro día, nos encontraríamos en algún lugar, tal vez un restaurante, y allí ella
le diría a la mesera o quien se nos acercara.
―Yo
soy viuda. Yo vivo sola.
Yo era una flor
Allá en la pradera
Hay flores que esperan…
Sylvia Rexach
En
su procesión diaria, sale de la habitación hasta llegar al baño que está a
pocos pasos de su habitación. Cierra la
puerta con seguro porque no confía. No escucho lo que hace, pero estoy
pendiente. Al cabo de un rato, metida en su mundo sordo, sale. La mirada está perdida en el recuerdo en
busca de algo que la haga consciente de dónde está.
Hoy
no me mira como si no me conociera, pero parece no ser consciente de que estoy
en el mismo espacio que habita. La llamo y no escucha ¿o se hará la sorda
porque no quiere escucharme? Mueve su
butaca para sentarse. La llamo otra vez:
―Ven
para que te desayunes.
Suelta
la butaca y camina mustia hasta el mostrador donde está servido lo que le he
preparado hoy. Mientras desayuna, mira el horizonte que se ve desde donde está
sentada.
Me
pregunto qué pensará. ¿En quién, en qué? ¿Sabrá que aún vive? Ya no es
consciente de lo que habla. «Yo soy viuda y vivo sola» es su letanía. «Mi casa
tiene tres cuartos en el segundo piso. Yo la mandé a hacer».
Recuerdo
cuán flor era. De ojos despiertos y mirada coqueta; no, pícara.
―Yo
tengo los ojos verdes.
Cuando
no dependía de nadie. Cuando buscaba ayuda y pagaba lo que fuese. No la
amilanaba nada. Con el dinero que le dio mi papá, compró un negocio en Puerta
de Tierra. Vendió trajecitos de niñas llenos de encajes que compraba en Bayamón
y los traía en la guagua de la ruta de Comerío, como ya he recordado. Puerta de Tierra le compraba sus trajecitos.
Las nenas del barrio vestían los trajes en ocasiones especiales porque eran
hechos a mano.
Puerta
de Tierra la quiere, Puerta de Tierra la recuerda, el barrio la extraña.
Billetera honesta.
―Vete
adonde Toñita a que te confronte el billete porque esa sí no te hace trampa.
Le
gustaron las plantas desde que tengo uso de razón, las rosas. Regalarle una
flor era alegrarle vida.
―Mira
que lindas. Mira mis orquídeas qué muchas tiene la mata.
Ya
no es billetera. Tampoco la gran caminante, pero Puerta de Tierra la sigue
extrañando porque sembró bien y ese recuerdo grato es su gran cosecha. Ya no atiende las flores, pero no se da
cuenta o no las piensa suyas. Encorvada sigue paseándose entre recuerdos. Ya no
hay rosas en su huerto, pero ella sigue siendo flor en el ocaso de la vida.
Coquetería a prueba de locura
Se
levanta y camina hacia el baño. Antes de llegar hasta la bacineta se mira en el
espejo. Abre la gaveta del gabinete debajo del lavamanos y saca el cepillo. Con
el brazo menos hábil como consecuencia de resistirse a un asaltante que intentó
quitarle la catera (suceso que nos ocultó hasta la muerte), se pasa las cerdas
sobre los mechones platinados en la raíz. Suelta el cepillo y se acomoda los
mechones con la palma de la mano del brazo desencajado.
Luego
de desayunar, llega hasta su cuarto y abre la gaveta del tocador. Busca, pero
allí no está lo que quiere. Levanta la tapa de un figurín y escarba, pero
tampoco encuentra lo que busca. Camina
hasta el clóset. Abre la puerta y saca la cartera. Se sienta sobre la cama y
extrae un polvo compacto y un lápiz labial.
Abre el compacto para verse en el espejillo redondo que sostiene con la
mano derecha. Con la izquierda ha aprendido a delinearse los labios con el
lápiz labial. Se lo pasa por el labio
superior y luego por el inferior. Luego los prensa y se pasa el dedo meñique
por ambos labios como para uniformar el color. Se pone un poco del crayón en la
punta del dedo índice y lo pasa por los cachetes para darse rubor. Llega hasta el
tocador y saca de la gaveta otro cepillo y se lo vuelve a pasar por el pelo. Se
estruja los dedos del corazón por las cejas varias veces para peinarlas.
Nota
que lleva la bata de dormir puesta y regresa al clóset. Busca y rebusca hasta
que encuentra una bata floreteada y la tira sobre el colchón. Vuelve a sentarse sobre la cama y con
dificultad la veo tratar de quitarse la bata.
―Vamos,
yo te ayudo ―le digo.
Levanta
los brazos y le saco por la cabeza la bata de dormir. Agarra la bata floreteada
y busca el hueco que se tira por la cabeza. La ayudo a que entre la mano
derecha primero para que le duela menos. Se pone de pie y se acomoda la pieza
de vestir. Vuelve al tocador y se pasa
una vez más el cepillo por el pelo y los dedos del corazón por las cejas.
Agarra
la cartera y sale por la puerta del cuarto. Me mira y la miro. Espero, espero
las palabras diarias. Se ríe hasta que dice:
―Bueno,
vámonos.
Yo no me voy a bajar
Llegamos
del largo viaje a Boquerón alrededor de las siete y treinta de la noche. Ya el
camino estaba oscuro. Ella estaba sentada en el asiento trasero y, según
oscurecía, se entretuvo con las vacas, los letreros de neón y con Venus que se dejó
ver en el cielo. Pero llegando a la casa, su presencia se hizo invisible.
Entramos
la guagua y abrí la puerta para que saliera. Seguía amarrada con el cinturón y
agarrándolo como quien no quiere caerse por un precipicio.
―Vamos,
vente.
―No.
―¿Cómo
que no?
―Yo
no me voy a bajar.
―Tienes
que bajarte.
―Pues
yo no me voy a bajar. Yo me voy a quedar aquí, yo me voy para casa.
Fue
la misma cantaleta del día anterior. Estaba cansado y no tenía ganas de
discutir con ella. Así que la dejé en la guagua con la puerta abierta y en la
oscuridad. Encendí la luz de la marquesina para que no estuviese tan oscuro y
no fuese a caerse si le daba por bajarse.
Me preparé un sándwich como cena, pero, entre bocado y bocado, salía a
ver si se había bajado. En un momento, me dio la impresión de que iba a
hacerlo, pero, al verme, desistió.
Terminé
de cenar y volví regresé.
―¿Te
vas a bajar?
―No,
a mí me van a llevar a mi casa.
―Esta
es tu casa.
―No.
―Bájate.
―No,
yo no me voy a quedar en esta casa.
―Pues
¿te traigo una almohada para que duermas aquí?, porque yo me voy a acostar ya.
―Yo
no voy a dormir aquí.
―Pues
sí, porque te quedarás sola.
―A
mí no me importa, yo me quedo aquí.
Entré
a la casa y seguí con la rutina previa a acostarme. Ella seguía en la guagua,
aunque ya tenía el cinturón de seguridad desabrochado.
―Mami,
bájate.
―No.
Entonces
se me ocurrió abrir la otra puerta, agarrar la cartera y llevármela.
―¡No,
no, dame! ¡No me lleves la cartera, sangrigordo! Dame eso.
No
le hice caso y seguí con el bolso y lo metí dentro del clóset. Al poco rato,
entró echando pestes por la boca. No le
hice caso. Ya estaba adentro. Se sentó
en su butaca.
―Mira,
dame la cartera que me voy.
―Después
de que te comas algo.
―No,
yo no voy a comer nada.
―No
comerás nada, pero tienes que tomarte las pastillas.
Busqué
las pastillas y se las eché en un vasito; también le llevé un vaso con
agua. Agarró el vasito y se lo empinó.
Luego se tomó un buche de agua.
―Toma
más agua que no has bebido agua hoy.
Esperé
y la vi tomarse otro sorbo de agua. Luego le llevé un guineo. También se lo
comió sin chistar. Le ofrecí galletas, pero no quiso. No insistí.
Me
senté a su lado a esperar que le dieran ganas de acostarse o le diera sueño; la
primera de las dos. Pero estaba empecinada con irse.
―Yo
no voy a dormir aquí. A mí me van a llevar a mi casa. ¿Dónde está el que me va
a llevar?
―No
sé porque yo no soy.
―El
otro.
―Aquí
somos tres nada más y ninguno va a salir a esta hora de la noche; esta es tu
casa y ese es tu cuarto ―le repetí.
―No.
Al
poco rato me dice:
―¿Y
dónde es que tú vas a dormir?
―Aquí
detrás de esta pared y tú duermes en el cuarto de allá ―le contesté convencido
de que era un indicio de que faltaba poco para acostarla.
Miró
en dirección al cuarto, pero la terquedad la hizo mantenerse en su butaca. Cansado de esperar, apagué la televisión.
―Me
voy a acostar ―le dije, pero se mantuvo en la butaca―. Vente que estás
cabeceando.
―No,
no. Yo no tengo sueño. Yo me voy; yo no voy a dormir ahí. ¿Y aquí no hay otra
mujer?
―No,
somos tres: tú, el Jimmy y yo.
―¿Y
dónde está el otro?
―En
la hamaca.
Logré
que se levantara. La escolté al baño y, a regañadientes, le cambié el pañal. Le
seguí hasta su cuarto.
―Deja,
qué mucho tu fastidias. No me pases eso ―protestó cuando le pasé la toallita
desechable con jabón por la espalda―. Qué malo tu eres conmigo ¿Por qué me
haces esto? Déjame; yo me pongo la bata. Deja, deja. Dame acá las pulseras. Sí,
ponlas ahí. Espérate, no me molestes más. Deja eso; deja eso; ay, Dios mío.
Terminé
mi faena. Le eché la sábana por encima y apagué la luz. Salí de la habitación
agotado. Había sido un día largo. Esperé un rato hasta asegurarme de que se
había dormido. Me duché y me metí en la cama con la esperanza de que no se
levantara durante la noche y de que se despertara después que yo lo
hiciera. Estás veinticuatro horas habían
terminado para mí. Mañana me preocuparía
por las próximas veinticuatro.
El pañal
Son
las cinco de la madrugada y ya ella está frente a la puerta del baño como casi
todos los días. Me salto de la cama y,
al levantarle la bata, me doy cuenta de que no tiene puesto el pañal. La dejo
allí sentada y corro a su cuarto. La sábana está empapada, pero no hay rastro
del pañal. Busco en el cesto de basura y no veo ninguno. Reviso todo el cuarto y el clóset y tampoco aparece
nada escondido allí. ¿Dónde lo habrá
metido?, me pregunto mientras olfateo a ver si el aroma me indica dónde ha
metido el pañal.
Regreso
al baño y reviso el cesto de basura. Allí encuentro un pañal blanco. ¿Pero y
el otro? De momento, caigo en cuenta de que le he puesto un pañal blanco la
noche anterior y no rosa. Aquel es el pañal que se había quitado. Respiro. Me relajo.
Saco de la bolsa otro nuevo y se lo ayudo a poner. La levanto y, como todavía está oscuro, le digo:
―Vete
y acuéstate.
Me hace
caso y regresa a la cama hasta las seis y treinta de la madrugada. Ya yo me
encuentro en la sala esperándola para servirle el desayuno.
¿Come esto o come de esto?
Son
dos frases similares, pero muy diferentes. Frases que me repite cuando le pongo
el plato de comida frente a ella.
«Come
de esto» es la más liviana. Es una frase
dulce que implica que se va a comer la comida, pero no toda. Que encuentra que
es mucho. Es una frase que ha usado conmigo toda la vida. Siempre ha compartido
conmigo lo que se ha ido a comer. Yo, en cambio, tengo mucho cuidado de no
mirarla cuando come porque propicia el que me ofrezca de lo que está en su
plato.
Muchas
veces, tengo en el mío una porción menor de lo que le he servido, de manera
que, al momento que me ofrezca, le muestro que ya tengo lo mismo. Ella se
tranquiliza y sigue comiendo. (Esta estrategia la uso también cuando come
sorullos; me ofrece uno, lo cojo y lo dejo para mostrárselo cuando me ofrece el
próximo; mientras sigue comiendo). «Come de esto» también me deja saber que, si
ya ha comido, está llena, que no quiere más.
A veces, insisto y logro que termine; en otras, las más, no lo deja.
«Cómete
esto» es una frase más dura, en infinidad de ocasiones dicha enojada y
acompañada de «yo no me voy a comer eso» (con énfasis en «eso», como si fuese
una porquería) y de «no quiero». Es la
frase que más me desbalancea. Me pone la
mente a funcionar a la velocidad de un rayo para conseguir una alternativa
rápida y sustituirle lo que no quiere.
Lo cierto es que, una vez dicha la frase, se tranca y no apetece comer
nada más. A menudo, la repite cuando
está con la manía de irse para su casa.
Raras veces, me funciona esperar un rato y volvérsela a poner frente a
ella.
―Pues
no comas nada ―termino diciendo cansado de intentarlo y retiro el plato al
mismo tiempo que busco las pastillas para que se las tome.
Lo
más fácil es comerme lo que deje para no botar comida, pero no lo hago. Hacerlo
es como decirme «que se jorobe todo» y mortificarme comiéndome lo que no me
debo de comer porque fracasé en mi gestión de alimentarla. Cuando le recojo el
plato lo dejo en la cocina lejos de mí. Lidio con la situación luego de haberme
sosegado. Tengo un plan de alimentación diferente al suyo. Seguirlo es
indicativo de que me cuido para poder cuidarla bien.
No
son muchas las opciones que tengo para que coma. Veo cómo espulga la comida
cuando le encuentra puntos oscuros. Ejemplo, caldos con rastros de yerbas. Ofrece
la menor resistencia a las frituras, tal vez porque las comió por años mientras
vendía billetes en Puerta de Tierra, pero tienen que estar enteras.
El
color de los alimentos también es importante para que coma. Le refresco la memoria, aunque muchas veces
ni recordándole lo que tiene de frente decida comerlo.
―Cómetelo
tú, no quiero ―me dice―. No me gusta ―me dice en otras, aunque el día anterior
se lo comiera con gran gusto.
Mientras,
sigo armando el rompecabeza de su alimentación.
Come, come
―¿Qué
es eso?
―Una
cremita de calabaza.
Mira
el plato con la taza de sopa y hace un gesto con la boca que interpreto como:
Ponla ahí; yo me la como ya mismo.
Espero
a que la estudie. Agarra la cuchara, la sumerge en la crema y se lleva a la
boca el contenido.
―¿Está
buena?
―Sí.
Hace
un mes, había problemas para que comiera. El proceso se convirtió en una
lotería. Hoy le gusta; mañana, no.
Entre
tanto, he identificado ciertos alimentos que son una línea: el sándwich de
jamón de pavo y queso, los guineos, cualquier fruta que pueda batirse y quede
como mantecado, los sorullos, chayotes, las papas fritas, los pastelillos y los
plátanos cocidos.
Ya
no come arroces solos ni con nada; tampoco, pescado. Muy raras veces come habichuelas como si
fuera sopa. Los trozos de carne y pollo también son una lotería. No come nada
que tenga rastros o adornado con hojitas aromáticas.
La
avena cae entre los platos inciertos. Hay veces que se la come. En otras me
contesta:
―No
me gusta eso.
―Pero
si te la comiste ayer.
―Mentira,
yo no como eso.
En tales
casos, espero varios días y vuelvo a la carga.
―Mira,
mami, esto es una avenita que te preparé.
Se
la pongo en su mesita de comer sin darle oportunidad a negarse.
―Está
caliente, cuidado ―le digo.
―Pero
está muy caliente.
―Te
lo acabo de decir. Empieza por los bordes.
La
dejo y no la miro hasta que, con el rabo del ojo, veo que ha terminado. En
ciertas ocasiones, se come la mitad y me dice:
―Mira,
¿tú tienes de esto?
―Sí,
mami, tengo un plato acá ―le miento―. Cómetela toda.
Veo
que empuja el plato.
―Mami,
pero te falta.
―No,
no quiero más.
Me
le acerco y me siento su lado.
―Toma
―le acerco la cucharada de avena.
―No,
no quiero.
Le
acerco más la cuchara. Ella abre la boca y le doy el bocado.
―No
me gusta ―dice con la boca llena.
Vuelvo
y hago lo mismo y así seguimos hasta que se la come toda.
Estos
días han sido buenos, ha hecho las tres comidas. Sigo experimentando con los
alimentos. Acepto que no todos los días son iguales, por ello trato de que el
desayuno sea lo más fuerte posible. Intento tener plátanos maduros en la casa
siempre. No falla. Cada vez que se tranca y no quiere comer, le cocino un
plátano. Se lo corto en porciones que pueda agarrar con los dedos y se lo
sirvo. No hay resistencia y se lo come todo.
He
descubierto que prefiere comer con los dedos, por lo que le sirvo en el plato
las porciones de un tamaño cómodo para que las agarre y se las coma.
No
todos los días son iguales. No todos los días son exitosos, pero en todos
intento hacer que coma, aunque a veces me diga:
―Yo
no voy a comer, mira para allá lo gorda que estoy.
Psicología invertida
Son
las tres y treinta de la tarde. Ambos estamos sentados uno al lado del otro,
como todos los días, viendo la televisión. El cielo afuera se nubla y comienza
a llover.
―Mira,
hay que meter el carro.
―Ahorita
se mete, mami; está lloviendo.
El
aguacero arrecia. Se oscurece más.
La
observo levantarse de la silla. Me imagino que va para el baño, pero, aun así,
le pregunto:
―¿Para
dónde vas?
―Me
voy a acostar.
―¿Que
te vas a acostar?, pero si no son ni las cuatro de la tarde.
―Ay,
sí; estoy cansada.
―Pues
no te puedes acostar porque ni siquiera has comido.
―Yo
no voy a comer ―contesta.
De súbito,
se me enciende el bombillo y le digo en tono de broma:
―Pues
acuéstate; quiero que te acuestes ahora, ahora mismo.
―Yo
no me voy a acostar ahora ―contesta muerta de la risa
―Que
te acuestes.
―Que
no.
Vuelve
a entretenerse con la televisión un rato más hasta que se levanta de la butaca
y camina hacia el cuarto.
―Hay
que cerrar la puerta del balcón porque se mete el agua.
―Mami,
la dirección de la lluvia está en dirección contraria; no hay que cerrar.
―Me
voy a acostar.
―No
te puedes acostar ahora porque luego estás caminando por la casa a las doce de
la noche.
―Embuste
―responde dándome un manotazo en el brazo.
―Sí,
te levantas y no dejas dormir a nadie más ―le contesto en tono de broma.
―No.
―Pues
acuéstate; quiero que te acuestes ahora.
―No.
―No,
¿qué?
―Que
no me voy a acostar ahora.
―Mira,
mira cómo llueve allá afuera ―se me ocurre decirle.
―¿Dónde?
―¿Pero
no ves la lluvia caer?
―Ah,
sí.
―Mira,
vente para que veas este «reality», es bien bueno; hoy eliminan a uno.
Veo
cómo retrocede y se sienta en la butaca. Se entretiene viendo el programa en la
televisión. Tal parece que se le ha
olvidado la idea de acostarse, me digo.
―Escampó,
voy a meter el carro.
Salgo
y lo estaciono en la marquesina.
―¿Y
tú te vas a acostar? ―dice tan pronto entro a la casa.
―Yo
no.
―¿A
qué hora tú te acuestas?
―A
la noche.
―Pues
yo me voy a acostar.
―Mira,
mira lo que está haciendo aquel en la televisión.
Vuelve
a sentarse y se entretiene una vez más.
―Mami,
te voy a hacer un sándwich para que te lo comas.
―No,
no; yo no voy a comer nada.
―Pues
te hago un plátano maduro.
―No,
no quiero.
―Pero
si no has comido nada.
―Sí,
yo comí.
―Comerte
unas galletas no es comida.
―No
importa, no quiero nada.
Desisto.
Me mantengo cambiándole la conversación hasta lograr que den las seis menos
cuarto. Busco las pastillas y se las doy.
―Vamos,
que tienes que ir al baño.
―¿A
qué?
―A
orinar.
La
llevo sosteniéndola por los hombros, la siento y le cambio el pañal. Aprovecho
para lavarle la espalda y la entrepierna con una toallita húmeda con espuma.
―Ay,
Dios mío; no me hagas eso.
―Sí,
hay que hacerlo porque te salen llagas.
―A
mí no me salen llagas.
―No
te salen llagas porque yo te mantengo limpiecita.
―¡Ah!,
embuste.
Salimos
del baño y, en el cuarto, la ayudo a quitarse la bata. Estira la mano y agarra
la de dormir.
―No,
no; espérate que te voy a pasar otra toallita por el cuerpo.
―Ave
maría ¿ya vienes con la toallita?, qué mucho tu fastidias.
Entre
las quejas y resistencia diaria, la aseo.
Le echo un poco de rociador en los pies para evitar que le salgan
hongos.
―Nos
vemos mañana ―le digo al mismo tiempo que apago la luz.
Entro
en el baño y me lavo las manos para prepararme algo de comer; luego bañarme y
acostarme. Tan pronto termino en el
baño, no tengo que apagar nada. El servicio eléctrico se va; por ende, nos
quedamos a oscuras y sin servicio de agua. Luego de comerme algo ligero, entré
en el cuarto de ella a buscar las toallitas húmedas para bañarme.
Los últimos aletazos del día
―Mami,
te voy a preparar un pastelillo para que te lo comas.
―¿Pastelillo?
―responde encogiéndose de hombros.
Saco
el pastelillo y lo aso en el horno de aire. Mientras, preparo lo que voy a
cenar. Tengo que aprovechar el momento en
que come para hacer lo mismo tranquilo.
De lo contrario, interrumpo mi desayuno, almuerzo o cena, cada vez que
se levanta de la silla.
Le llevo
el plato de comida e identifico lo que he servido en el plato. Me percato de
que observa que el pastelillo tiene los bordes partidos.
―Mami,
le faltan unos cantitos porque se partió mientras lo hacía ― adelanto a decirle
y aprovecho a cortarle un pedazo para llevárselo a la boca. La dejo que coma sola.
Sentado
con mi plato al frente, la escucho decir:
―Mira,
¿tú quieres de esto?
―No,
mami, yo tengo acá ―le miento.
Vuelve
a ponerlo en el plato.
―Mira,
cómete esto ―repite.
―No,
mami, tengo acá ―vuelvo a mentirle.
No
me da la oportunidad de mentirle por tercera vez. Coloca el pastelillo en el
plato y se cruza de brazos. Me levanto
de la mesa y me le acerco.
―Come,
mami.
―No.
―¿Por
qué?
―Porque
no me gusta eso.
(«Eso»,
cada vez que escucho «eso» me suben y me bajan).
―Claro
que te gusta.
―No,
no me gusta.
―Si
ayer te lo comiste.
―No,
no lo quiero.
―Mira,
al menos cómete este pedazo ―digo luego de partirle el pastelillo.
―No.
―Sí,
sí ―insisto llevándole el trozo a la boca.
Tuve
suerte de que lo sostuviera en la mano.
―Vamos,
cómetelo.
Veo
que se lo lleva a la boca y se lo come. Recojo lo que sobró y regreso a
terminar de comer. Tan pronto me siento,
se levanta.
―¿Para
dónde vas?
―Me
voy a acostar.
―Pero
si no son ni las cinco y media.
―No
me importa; estoy cansada.
―Pero
espérate a que termine de comer al menos.
―No,
me voy a acostar.
Dejo
de comer como me pasa casi a diario y me le acerco.
―Vamos
―digo.
―¿Para
dónde?
―Para
el baño.
―No,
me voy a acostar.
―No,
vamos para el baño.
―¿Para
qué?
―A cambiarte
el pañal.
―Yo
tengo el pañal limpio.
―No,
vamos.
Logro
llevarla al baño y le quito el pañal mientras ella hace lo imposible por
evitarlo. Con la mano enguantada,
aprovecho y la aseo.
―Ay,
deja eso; ave María.
―Lávate
las manos.
La
llevo a su habitación. La ayudo a que se quite la bata. Intenta agarrar la bata
de dormir al mismo tiempo que saco una toalla húmeda del paquete. Comienzo mi
proceso de limpieza y comienza con la protesta y el manoteo.
Respiro
profundo para reprimir las ganas de contestarle. (De nada vale ponerme pico a
pico con ella porque la sublevo más. Me relajaré cuando me bañe más tarde). Agarra
la bata de dormir y se la quito.
―No,
deja que termine ―digo.
―Ave
María, ave María; sangrigordo; qué mucho tu fastidias; deja eso.
Termino
con la espalda, la ayudo a ponerse la bata.
―Vamos,
párate para bajarte la bata.
Al
ponerse de pie, aprovecho para frotarle la parte trasera de los muslos.
―Deja,
no hagas eso. ―dice a la vez que me suelta una palabrota.
—Mientras
más protestes y te resistas más me tardo.
―¡Ah!
(Vuelve a soltarme otra palabrota).
―Vamos
acuéstate.
Se
deja caer en la cama y ahí aprovecho y le froto las piernas.
―Deja,
deja; no me molestes.
―No
trinques las piernas que me lastimo la espalda.
―¡Ah!,
sangrigordo.
―Y
tú… ―reprimo lo que voy a decir.
Termino
mi faena.
―Dame
acá eso ―ordena.
Le
echo la sábana por encima. Meto la toallita dentro del guante. Salgo
extenuado del cuarto y apago la luz. Regreso a la mesa, pero no tengo hambre.
Estoy drenado.
El
día ha sido bueno, pero el final ha sido duro. Tan pronto me duche, me acuesto
para amanecer despojado y recargado. Mañana volveremos a lo mismo de todos los
días: a escribir una página en blanco, sin recuerdos, ella vestida de demencia
hasta que termine el día.
Señor, ese es el baño
de damas
Luego
del duchazo y que la señora se emperifollara, salimos a darle el paseo del día.
En medio de la vuelta, dieron las doce del mediodía y nos apretó el
hambre. Nos dirigimos a un restaurante
cerca de donde nos encontrábamos, que queríamos conocer por las buenas
críticas.
Tan
pronto llegamos al local, nos pusimos las mascarillas como ha sido requisito
durante la pandemia. Como nos estacionamos tan cerca de la entrada, no le
bajamos a la señora el carrito de ruedas sino el andador. Esperamos que el mozo
nos diera acceso al interior y nos llevara a una mesa en la esquina del
local. Había pocos comensales.
―Ponme
la cartera allí ―dijo ella.
Acomodé
la cartera en la silla vacía frente a mí. Revisamos el menú y ordenamos unos
refrigerios. Ella se vira hacía a mí y dice:
―Quiero
ir al baño. ¿Dónde está el baño?
―Mami,
yo no sé, pero vamos a ver.
Me
levanté, eché una ojeada y vi una puerta angosta identificada como baño para
varones. Por lógica miré hacia el lado contrario y vi la puerta con el rótulo
que leía: baño para damas. Regresé a la mesa y le dije:
―Vente
que ya lo encontré.
La
ayudé a levantarse y la agarré por los hombros para escoltarla hasta el baño. Estiré la mano y abrí la puerta. Ella entró
al angosto recinto y yo detrás. Al entrar e intentar pasarle el seguro a la
puerta, el secador de mano se activó con mi hombro. Ella se sobresaltó.
Le
levanté la bata y la ayudé a bajarse la ropa interior desechable y ¡sorpresa!
―Ay,
Dios ―dijo muerta de la risa. El pañal estaba sucio.
―Ay,
Dios ―repetía―. Ay, Dios.
―Nada,
nada; no pasa nada. No te preocupes. Vamos, límpiate.
Agarró
el papel higiénico y comenzó en su proceso interminable. Mientras, yo pensaba
en qué hacer. ¿La dejo sola y salgo a buscar al Jimmy para que me traiga el
bolso de emergencia? Me sentí torpe. Me tumbé contra la pared y el maldito secador
de manos se activó otra vez. Me dio pena con ella que seguía en su letanía del
ay, Dios.
No
lo pensé más. Salí pendiente de que nadie fuese a abrirle la puerta del baño.
Le hice señas al Jimmy para que buscara el bolso. De regreso al baño, la empleada del local
notó que caminaba en dirección al baño equivocado y me gritó:
―Señor,
ese es el baño de damas.
―Es
que mi mamá está adentro ―le respondí.
―Ah,
okey.
Abrí
la puerta y entré. Al tratar de pasar el seguro de la puerta, sin querer mi
hombro pasó por debajo del secado y volvió a encenderse la porquería aquella.
―Ay,
Dios ―dije.
―Ay,
Dios ―repitió ella cuando me vio.
―No
te apures que ya resolvemos esto.
―Ay,
Dios.
―No
te preocupes.
Tocaron
a la puerta. Abrí y era el Jimmy. Con los ojos desorbitados le pregunté:
―¿Y
el bolso?
―No
hay bolso.
―¿Cómo
que no hay bolso?
―No
está en la guagua.
―¿Pero…?
―Toma.
―¿Y
qué es esto?
―Pues
la almohadilla que se pone en el asiento y una toalla.
―¿Una
toalla ¡de fregar!?
―No
hay nada más, lo siento.
Agarré
las dos cosas preguntándome qué diablos haría con aquello.
―Mami,
levántate.
―¿Qué
es eso?, ay, Dios.
―Voy
a ver cómo te… ay, Dios …pongo esto porque no hay pantis.
―Ay,
Dios.
―Levántate
para ver cómo lo hago.
La
ayudé a levantarse. Traté de empaquetarla con la almohadilla y no hubo
forma.
―Mami,
siéntate en lo que…
No
terminé de hablar cuando ya se había sentado encima de la almohadilla.
―Pero
espérate que tengo que sacar esta cosa.
Se
aupó y halé la cosa y… ¡Sorpresa!
―Ay,
¡Dios! ―dijo muerta de la risa otra vez.
La
cosa estaba sucia también porque se había defecado. Se la quité. La hice un bollo y la tiré en el
cesto de basura junto con el pañal. Se volvió a sentar y entonces fue que la
tripa hizo fiesta. Se reía más. Yo me
aturdía.
Me
movía de lado a lado en aquel lugar angosto, activando el maldito secador de
manos. ¿Qué podría hacer? No podía
salir así. Solo había una opción. Ni
modo, dije. Me puse de espaldas a ella. Me aflojé la correa y el maldito
secador de manos se activó. Me solté el cinturón y bajé la cremallera. Me quité los zapatos y el pantalón en medio
de las sopladas del secador de mano, cuyo efecto era que se riera más.
―Pero
mira, ¿qué vas a hacer?
―Ni
preguntes ―contesté.
Me
bajé el calzoncillo y me lo quité. Lo deje en un lado del lavabo. El secador de
manos seguía activándose mientras volvía a vestirme. Ella se moría de la risa
por haberme visto las nalgas y por mi lucha con el secador. Seguía enseñándome
el papel sanitario que, por momentos, se veía más limpio y, en otras, se
tornaba más oscuro. Me puse los pantalones y los zapatos.
―Vamos,
límpiate.
Se
limpió y la repasé lo mejor que pude.
―Siéntate.
―¿Para
qué?
―Para
ponerte el calzoncillo.
―Ave
María.
―Mami,
no hay nada más y no vas a salir por ahí sin pantis.
―Ay,
Dios.
―Quítate
los zapatos.
Me
doblé y le metí los pies por los huecos del calzoncillo.
―Levántate.
―¿Para
qué?
―Para
subirte el calzoncillo, vamos.
Se
levantó y le acomodé la pieza de ropa. Revisé
que no se le fuera a caer de regreso a la mesa.
―¿Estás
bien?
―Sí.
―Lávate
las manos.
Salimos
del baño y por última vez se activó el secador de manos. Era como si se
despidiera de mí. Ambos nos reíamos como cómplices de alguna fechoría. Ella iba
con mi calzoncillo y yo, como dicen los estadounidenses, comando. No sabía si irnos del lugar o arriesgarnos a
almorzar lo que ha habíamos pedido.
Almorzamos.
Nos disfrutamos la comida, pero yo rogaba al universo que no hubiese otro
accidente intestinal. Al terminar,
regresamos al carro. Ella como que se acordaba de nuestra fechoría y se moría
de la risa. Yo también. Ni modo.
Toallas húmedas, jabón en espuma
y lociones
Desde
que estamos bajo el mismo techo, he estado pendiente en extremo de que ella
tenga todo lo necesario para su aseo. El baño es algo, por lo que he leído y
escuchado, que los pacientes de demencia y Alzheimer tienden a rechazar como
los gatos el agua.
Agarro
la silla de baño y la acomodo en el medio de espacio para ducharse. Ve lo que
hago y dice:
―No,
¿para qué es eso?
―Para
bañarte.
―No,
yo no me voy a bañar nada.
—Hace
unos días que no te bañas.
―Embuste,
yo me baño.
―No
te bañas nada.
―¡Ah!
Ahí
queda el asunto y sigo con los baños de gato por no alterarla ni yo perder la
paz mental. Confieso que me irrita que
me contradiga y más cuando tengo la razón, pero es un asunto que trato de
superar a diario. En otras ocasiones, tengo que ser más enérgico para
convencerla de que hay que bañarse.
Lo
mismo ocurre con los pañales desechables. La guerra matutina y vespertina
cuando le rompo la costura para cambiárselos. (Mi espalda se lastima menos que
si los llevo hasta abajo y se los quito).
―Oye,
pero no me rompas eso.
―Mami,
no te apures que te voy a poner otro limpio.
―¡Ah!
―Ay,
tan linda, tan simpática que te levantaste.
―¡Ah!
―responde, pero se ríe.
Todas
las tardes, la convenzo de entrar en el baño para no perder la oportunidad,
cuando le cambio el panti desechable, de asearla con el jabón en espuma. A la
hora de acostarla, aprovecho con la toalla húmeda y se la paso por el resto del
cuerpo, mientras protesta por lo mucho que la mortifico. Al final, le paso la crema o el talco para
que no le salgan llaguitas en la espalda.
En
estos días, he descubierto que me responde mejor si le hablo en un tono bajo y
lo más sosegado posible para que no de pie a que se subleve.
Esta
mañana, se pasó de hora. Durmió hasta pasada las siete de la mañana. Al
sentirla, me asomé y me vio. Se rio. (Buen indicio).
―Oye,
hoy te cogió el día.
Vuelve
a reírse. La agarro por el brazo… y comienza mi día. Las toallas y cremas están listas en el baño.
No se
me hace fácil asearla siendo yo varón y ella mujer. El pudor juega un papel importante en todas
nuestras rutinas de aseo. Por mucho tiempo, me angustió enfrentarme a su
desnudez, algo que también era importante para ella.
Nunca
se dejó ver desnuda de mí y ahora, en las postrimerías de su vida, me torturaba
enfrentarme al momento en que ella no pudiera asearse por sí sola.
Comenzó
de manera indirecta cuando la toqué por la entrepierna. Aquel día me enguanté
la mano y pasé una toalla húmeda del frente hacía atrás. Noté su resistencia y
su incomodidad, pero hubo que hacerlo y, como a todo, ambos nos fuimos
acostumbrando.
Entre
toda esta actividad, la dejé de ver como mi madre. La vi como una anciana que
tenía a mi cargo y que cuidaba. Esta visión, me facilitó la faena, aunque nunca
dejó de ser difícil.
No pregunté
Esta
mañana salí de la cama primero. Me
cambié de ropa y me puse la faja por si se presentaba la oportunidad de
ducharla. Aproveché y medité en lo que se
despertaba, en lo que oía el ruido característico que hace al ponerse los
zapatos.
Tan
pronto lo escuché, llegué hasta su habitación y prendí la bombilla. Me miró extrañada. Me acerqué y abrí las
persianas en lo que se calzaba. La ayudé a llegar al baño. Se sentó en la
bacineta y le quité el pañal. La bata estaba mojada igual que la cama. No lo pensé dos veces. No pregunté para no
darle oportunidad a protestar, a negarse. Le levanté la bata y se la saqué por
la cabeza. Volví a su cuarto a buscar
otra bata limpia y regresé. Le quité el sostén y acomodé la silla de baño bajo
la ducha.
―Vente,
mami, camina hasta acá.
No
dijo nada. Agarrándose de mí, me hizo caso sin chistar.
―Agárrate
de la barra de metal; eso; ahora, siéntate en la silla.
Busqué
el champú y el suavizante y los puse cerca de mí. Abrí la ducha y me aseguré de
que el agua no estuviese ni muy fría ni muy caliente. Puse el chorro sobre su
cabeza. Se mantuvo quieta; tampoco chistó.
Cerré el grifo y le puse el champú. Aproveché, como me enseñó mi prima «beautician»,
a darle un masaje en el cuero cabelludo.
Enjuagué otra vez. Agarré el palo con la esponja de baño y exprimí la
loción de baño en la esponja. Se la froté por todo el cuerpo.
―Mami,
agárrate de aquí (la barra de metal) para enjabonarte la espalda.
Se
levantó y enjaboné la espalda y la parte posterior de las piernas.
―Siéntate,
en lo que te enjuago.
Abrí
la ducha otra vez y la pasé por todos los pliegues de aquel pequeño cuerpo
encorvado. Terminado el enjuagado, la sequé.
―Mami,
vente; camina para acá y siéntate aquí para terminar.
La
ventaja es que el baño en la casa donde estamos viviendo es pequeño. Todo está
a la mano.
―Vamos,
mete el pie por aquí ―dije a la vez que saqué un pañal del estante que está
detrás de ella.
―¿Hum?
―Que
metas el pie por el hueco ―me hizo caso―. Ahora el otro.
Le subí
el panti desechable hasta las rodillas. El resto lo hizo sola cuando se puso de
pie.
Estiré
el brazo y agarré el sostén limpio.
—Mami,
mete la mano por aquí; ahora, la otra ―dije mientras cerraba los broches―. Ya;
vamos, acomódatelas tú.
Se bajó
la copa del sostén y acomodó los senos. Agarré la bata y se la metí por la
cabeza.
―Ven,
entra la mano derecha por aquí; la derecha primero. Ahora, la izquierda; eso;
vamos, párate.
En
lo que se acomodaba la bata, saqué el cepillo de la gaveta y se lo pasé por la
cabeza. Luego agarré el cepillo dental, le puse el dentífrico y se lo di. De
manera mecánica, se cepilló los dientes.
Habíamos
terminado con la empresa de hoy. No pregunté nada; solo ejecuté sin pedir
permiso. Mi espalda no había sufrido porque estaba protegida con la faja. Me sentía bien por haber logrado una tarea
nada fácil: que se bañara. La llevé a su
butaca y le preparé el desayuno, esperanzado de que se lo comiera todo como había
hecho en los pasados días. Esa noche no habría lavado con toallitas. Esa noche
no escucharía los «deja eso, oye» ni los «qué mucho tú chavas» antes de
acostarse. Ya estaba bañada. La misión estaba cumplida.
La intranquilidad
Escucho
pasos. Miro el reloj. Son las 5:45 de la
madrugada. Salto de la cama y la entro
en el baño a cambiarle el pañal. La bata está seca, qué bueno. No habrá que lavar ropa hoy, me dije.
Aprovecho para que se cepille los dientes.
―Vete
y acuéstate que es temprano, no ha amanecido todavía ―le digo tan pronto
termina.
―Ave
María.
Antes
de salir del baño, abre la gaveta, saca el cepillo y se lo pasa por la cabeza
hasta verse peinada. Lo va a enganchar en el porta toallas, pero recuerda que
va en la gaveta.
―Vente,
acuéstate.
Llega
hasta la cama y se acuesta. Regreso a la mía, aunque sé que no dormiré
más. No pasan dos minutos cuando veo la
silueta que sale del cuarto. Camina hacia la sala. Me levanto otra vez a
supervisar lo que hará, no sea que agarre el celular o el control de la máquina
de masaje creyendo que es el control remoto en un intento de encender la
televisión. Se acerca a su butaca y se tira. Me mantengo inmóvil. Enseguida vuelve y se levanta. Se acerca a la pared, pero no ve que estoy al
lado del borde de la pared, observándola.
―¿Qué
haces? ―le pregunto.
Me
contesta una especie de jeringonza y regresa a la butaca como lo haría una
persona ciega.
Me
meto en la cama. No pasan dos minutos cuando la veo regresar y entrar en mi
cuarto. Se acerca a la cama. Tantea hasta encontrar mi pierna. Me da con
insistencia.
―Déjame
―digo sabiendo que no me hará caso.
Sigue
subiendo hasta encontrar el brazo.
―Déjame,
todavía no ha amanecido.
Sé
lo que quiere, que me levante, pero no quiero. Todavía no. No es hora. No son
las seis.
Se
aleja. La puerta del baño está cerrada porque el Jimmy está adentro. La observo
halar la puerta con insistencia. Él abre. Ella le da la queja de que estoy en
la cama.
―Déjalo
que descanse ―contesta el Jimmy y cierra la puerta.
Regresa
a su butaca. Me rindo. De todas maneras, ya han dado las seis. Me levanto y
salgo a prepararle el desayuno. Se levantará para ir al baño y yo la seguiré.
Protestará por mi presencia allí. Me enguantaré la mano todas las veces y
esperaré.
Saldrá
del baño. Volverá a sentarse en la butaca. Pasarán varios minutos y se
levantará infinidad de veces. Haré lo mismo y la seguiré. Entrará a su
habitación. Yo también. Se cambiará de ropa. La supervisaré. Volverá a su
butaca y se sentará. Yo regresaré a la mía. La intranquilidad seguirá presente
durante todo el día, como todos los días. Hasta que se canse y se acueste en la
tarde porque se habrá terminado su día.
La cosa empeora
Llegamos
de un gran paseo por Loíza cerca de la hora de cenar. El día había estado muy
tranquilo. Ella entró y salió de su mundo escuchando la música. Llevaba dos
comidas exitosas.
―Te
voy a preparar algo para que cenes ―dije.
No contestó
nada. Estaba embelesada con las noticias en la televisión.
―¿Qué
es eso? ―dijo cuando le puse el plato en su mesa.
―Panapén
hervido, a ti te gusta; mira, ese es de un palo que tú le trajiste al vecino
hace años.
Dejé
el plato con el panapén trozado y me alejé para que no tuviera excusa de dejar
la comida.
―¿Tú
comiste?
―Tengo
acá.
La
vi jugar con la comida, pero, al final, se la comió toda. Le llevé las
pastillas, pero esta vez le añadí un relajante que da mucho sueño. La noche
anterior se mantuvo levantándose cada dos horas y muy terca para regresar a la
cama. Yo perdí muchas horas de sueño y de paz.
Pasó
una hora y noto con el rabo del ojo que está dormida.
―Mami,
vente para que te acuestes; estás dormida.
―No,
yo estoy viendo la televisión.
No
dije nada. Esperé. Otra vez, la veo con
los ojos cerrados.
―Mami,
estás dormida.
―Que
no, que no estoy dormida.
―Vente
para que te acuestes.
―¡Yo
no voy a dormir aquí!
―Pues
yo me voy a acostar porque estoy cansado.
Me
levanté y le apagué la televisión dejándola a oscuras. Solo quedó la claridad
que entraba por las ventanas.
Ya
en el cuarto, la escuché levantarse y caminar hacia su habitación. Regreso y la
sostengo por los hombros para ayudarla.
―Vente,
vamos a cambiarte.
No
dijo nada. Tal parecía que la pastilla le aplacaba la contradicción
característica en ella. Se sentó en la
cama. Busqué la toallita húmeda y comencé el ritual de bañarla. Ahí fue que
explotó de coraje.
―Déjame,
no, no, no.
―Sí,
sí, sí; si no hago esto te salen llagas.
―A
mí no me salen llagas.
―Déjame
hacer mi trabajo ―insistí.
―Vete
para allá.
―Échate
para atrás ―le dije y la hice recostarse y así pasarle la toalla por la
barriga.
Entonces
se violentó como ha venido haciendo en las pasadas semanas. Me maldijo, me
pateó, trató de morderme, de arañarme con las uñas. Pero yo seguí con mi
trabajo hasta terminar. Me abofeteó. Y ahí fue que se me salió:
―¡No
me des en la cara!, ¿me oyes? No me des en la cara. Si sigues así terminas en
un asilo, ¿oíste?
Enmudeció
de momento.
―Sí,
sí, ah, sí ―respondió luego.
―Pues
sí.
―Hijo
de la…
Entremedio
de la discordia, le puse crema en una llaguita que le salió en una nalga. Le
eché la sábana por encima y salí extenuado de aquella caldera de discordia,
convencido de que la enfermedad ganó la batalla.
Me
metí en la cama y traté de dormir. Acepté que estaba furioso, no con ella, sino
con la enfermedad; debía tener cuidado de que su condición mental no me sacase
de las casillas. Mañana, con la cabeza fría, pensaría bien las cosas, me
dije. En medio del cavilar, el cansancio hizo lo suyo y me dormí.
Al
otro día, me levanté y le hice una mueca. Sonrió. Le abrí las ventanas y la
ayudé a calzarse. Fuimos al baño y le
cambié el pañal. No dijo nada. Se
cepilló los dientes y le preparé desayuno.
Todo
había comenzado bien. Estaba más tranquilo, convencido de que aún podía con
esta enfermedad que le robaba su esencia.
Al menos, yo seguía en pie de lucha.
Cambio de estrategia
Luego
de que se desayunara todo lo que le puse en el plato, busqué su programa de
Tenderete en Televisión Española. Estaba calmada. Llegué a pensar que podría
ser efecto del relajante que le di la noche anterior.
―Vente
a cambiarte ―dije con voz queda luego de pasadas unas horas.
―¿Para
qué?
―Para
dar una vuelta, vamos; te voy a buscar una bata para que te la pongas.
Abrí
el clóset y saqué una de las tres batas en tela de gingham, una verde con un
cuello redondo bordado.
―Mira,
te gusta.
―Sí.
La
ayudé a cambiarse y esperé a que, con su mano inhábil, se peinara. La acompañé
hasta el carro y partimos al colmado a hacer la compra y luego a dar la vuelta
de todos los días. Llegamos hasta Orocovis a ver el nacimiento que han montado
por décadas en la falda de una montaña en la época navideña.
―Mira, mami, mira qué bonito.
―Mira,
ese «desto» que está allí.
Lo
veo ―le contesté sin saber qué era el «desto».
Por
el camino, nos detuvimos a comprar la famosa longaniza de Orocovis y dos
pastelillos para ella. Estaba ensimismada con la música navideña: Pa’fuera,
pa’la calle; Navidad que vuelve, tradición del año, unos van alegres y otros
van llorando…
Ya
en la casa, se almorzó el pastelillo. No dejó nada. Luego, nos quedamos viendo la televisión
hasta que fuese el momento de cenar. Para por la tarde, me dijo que no comería
nada. Esperé un rato y regresé con un
plato con una taza de chayote y unos trozos de cerdo cocido en la freidora de
aire, todo en trozos pequeños para que se lo comiera con los dedos. Todo un
éxito. Busqué sus medicamentos vespertinos y el medicamento para que durmiera y
se lo di.
Más
tarde, la veo levantarse.
―¿Para
dónde vas?
―Me
voy a acostar.
―Pues
vamos a llevarte al baño.
―No,
yo no tengo que ir a orinar.
―Mami,
ven al baño.
―No,
yo oriné ya.
―Pero
es que te quiero cambiar el pañal.
―Yo
no me voy a cambiar nada.
No
insistí porque se lo había cambiado hacía poco y lo menos que quería era
alterarla. Así qué llegamos al cuarto y empezó a quitarse la bata. Yo me
enguanté la mano y saqué la toallita húmeda.
―Mira,
espérate. Déjame calentarte esta toallita para sacarte el sudor del día. No te
pongas la bata todavía ―le dije con voz queda.
Me
apresuré a la cocina y calenté el pedazo de tela. La señora me esperaba. Sin
levantar mucho la voz le repetí:
―Mira,
ya; esto es para sacarte el sudor.
Se
quedó callada. Con mucha delicadeza, pasé el paño por la espalda, por los
brazos.
―No,
no; ya, ya.
―No,
pero si estoy acabando ─repetí.
Seguí
con mi trabajo hasta que me dijo:
―Ya.
―Muy
bien, pues vamos a ayudarte con la bata.
Esperé
a que se acostara y entonces pasé el paño por las piernas combatiendo
algo de resistencia de su parte.
―Ya,
ya; dame eso.
―Sí
―le dije.
Agarré
la manta y se le acomodé por encima.
―Bueno,
terminé. Nos vemos mañana.
Salí
de la habitación complacido con mi logro y esperanzado en que durmiera la noche
completa. La mañana siguiente, volvería con la estrategia a ver si obtenía el
mismo resultado pacífico.
* * *
Segundo
día
Llegamos
a la casa a las cinco de la tarde, luego de haber pasado una tarde frente al
mar en la Pescadería Cibuco en Vega Baja. Todo el mundo le celebró las uñas
pintadas de rojo, las que enseñaba a quien se le acercara. Le preparé comida y se la comió toda.
Enseguida le di las pastillas.
Todo
iba bien hasta que me miró y me dijo:
―Bueno,
vámonos.
―¿Para
dónde?
―Para
casa, vente.
―No,
yo no voy para ningún lado.
―¿Por
qué?
―Porque
yo vivo aquí.
―Pues
yo me voy.
No
la contradije. Mantuve silencio. La vi levantarse y caminar hacia el portón de
entrada, con dos carteras en la mano. Yo
cambié el canal de la televisión y puse un programa de música de Navidad. Ella
regresó y dijo:
―Pues
yo me voy a acostar ahí en ese cuarto.
―Pues
vamos, vente, para que te acuestes; pero vamos al baño para cambiarte el pañal.
Me
hizo caso.
―Mami,
espérate para limpiarte la espalda con una toallita para que no te salgan
llagas.
Se
mantuvo tranquila hasta que terminé. La ayudé a levantarse y llegamos al
cuarto. Busqué la bata de dormir, pero antes:
―Mami,
déjame pasarte esta otra toallita por el cuerpo.
No
me dio tiempo a entibiarla un poco, pero se la pasé por el cuerpo con suma
delicadeza y sin ninguna prisa. Ella se mantuvo quieta. Se resistió un poco
cuando llegué a los brazos.
―Ya
estoy terminando, déjame acabar ―le dije bajito.
Se
puso la bata y se tumbó en la cama. Ahí aproveché y terminé de pasarle la
toallita por las piernas y los pies.
―Dame,
eso ―ordenó.
―Sí.
Agarré
la manta y se la eché por encima. Se
acostó tranquila; terminé tranquilo y muy satisfecho.
El ruido de la puerta
Estaba
acostado cuando escuché el ruido que hace la puerta al abrirla. Pensé que el
Jimmy se había levantado a apagar las luces navideñas, pero, al levantarme, veo
que está dormido. Eran las doce y media
de la madrugada. Afuera estaba oscuro porque había habido otro apagón. Es ella,
me dije. Salté de la cama iluminándome
solo con los rayos lunares que se colaban entre las celosías de las ventanas.
La
puerta estaba sin seguro, junta. Salí y vi a mi madre camino del portón con la
sábana debajo del brazo. Me le acerqué y
la sorprendí,
―¿Qué
haces?
―Uy,
qué susto.
―¿Para
dónde vas?
―Me
voy para allá a dormir.
―No,
tu duermes aquí ―le dije.
―Pero
yo me voy.
―Yo
te llevo mañana.
La
agarré por los hombros y la entré a la casa.
―Vente,
vamos, acuéstate que es de noche todavía y la calle está como boca de lobo.
―Pero
tú me llevas mañana.
―Sí,
yo te llevo mañana.
Logré
que se acostara. Estaba confundido porque le había dado un coctel de
medicamentos bastante fuerte para que durmiera toda la noche, como había pasado
en noches anteriores. Era la segunda vez que se levantaba. Volví a la cocina y busqué un refuerzo y se
lo di.
―¿Pero
tú me llevas mañana?
―Toma,
bébete esto.
―Sí,
sí; yo me lo bebo, pero ¿tú me llevas mañana?
―Sí,
yo te llevo; vamos, acuéstate.
Logré
que se acostara. Mientras, permanecí en un duermevela por varias horas,
pendiente de que no se levantara más. A la vez, agradecí no haber arreglado el
descuadre de la puerta de entrada que avisa cuando la abren. Entre
cavilaciones, preocupaciones y soluciones, me quedé dormido. La señora durmió
el resto de la noche.
Esta noche es nochebuena
Estaba
a punto de despertarme cuando el Jimmy me llamó, Despierta, tú mamá está en el
piso. Eran las cuatro y media de la madrigada cuando salí despavorido de la
cama y encendí la luz de su cuarto. Estaba tendida sobre la losa blanca y despertó
cuando encendí la luz:
―Adiós,
mira, que me caí.
De
debajo de la cabeza, salía el charco de sangre. Se había rajado la cabeza.
Traté de levantarla, pero fue inútil. Metió la mano por debajo de la cabeza y
la sacó llena de sangre.
―No
te toques ―le dije, pero no hizo caso―. Deja, quédate quieta.
El
Jimmy buscó una sábana que acomodamos debajo de ella y, entre los dos, la
levantamos hasta sentarla en la cama. Ella se ayudó con el borde y allí dejó
las huellas ensangrentadas sobre la sábana.
―¿Llamo
al 911? ―preguntó el Jimmy.
―Seguro,
llama.
—Mami,
quédate quieta, no te toques.
―Mira,
mira ―me mostró.
―Sí,
veo, veo.
Regresé
al cuarto y me cambié de ropa para cuando llegaran los paramédicos porque sabía
que terminaría o en un dispensario o en una sala de emergencia. Entré a su
cuarto y dije:
―Mami,
vente para cambiarte el panti.
―¿Qué?
―Para
cambiarte el panti.
―¿Por
qué?
―Porque
está todo orinado y viene gente.
―¿Por
qué?
―Porque
te caíste y hay que llevarte al hospital.
―Yo
no voy para ningún hospital.
―Vente,
vamos para el baño.
Con
dificultad, logré que llegara al baño.
―Te
voy a quitar la bata que está mojada y tiene sangre.
―¿Por
qué?
―Porque
hay que cambiarte.
Traje
la bata grande que no le gusta.
―Vente,
vamos a ponerte esta que te queda cómoda y es de las mejores que tienes.
Logré
vestirla y la regresé al cuarto.
―Llegaron,
los paramédicos. Mascarillas ―escuché al Jimmy.
Busqué
la de ella.
―Vente
a ponerte la mascarilla.
―¿Para
qué?
―Porque
debes tenerla puesta ―le dije según salía a mi habitación a ponerme la mía.
―Vamos
a sentarla en la sala, para revisar la herida ―dijo el paramédico.
Enseguida
entraron al cuarto. Con mi ayuda porque sé cómo levantarla y siguiendo las
instrucciones del paramédico, la sentamos en una silla del comedor.
―Antonia,
¿qué te pasó?
―Que
me caí, mire, mire.
Entre
vente que te voy a poner una gasa alrededor de la cabeza para detenerte el
sangrado expresado por el paramédico y las preguntas de rutina, terminó la
entrevista con ella enseñándole las uñas a la paramédica y diciéndole cómo se
las mantenía tan bonitas.
Acordamos
llevarla al dispensario del pueblo al considerar las posibilidades de que el
hospital en Manatí estuviese abarrotado de gente y ella estuviese más expuesta
al ómicron, aunque ya tiene todas las vacunas.
―Como
camina, llévala hasta la entrada para montarla en la camilla ―me indicó el
paramédico.
―Vente,
mami, vamos a dar un paseo.
―¿Para
dónde?
—Para
San Juan.
―¡Para
San Juan!
―Seguro,
vente, siéntate aquí en la camilla.
―¿Por
qué?
—Porque
te vamos a llevar al dispensario.
―¿Por
qué?
—Porque
te caíste.
―Yo
no me caí nada.
Llegamos
al dispensario alrededor de las cinco de la madrugada. Enseguida nos atendió
una enfermera y el médico de turno. El doctor rebuscó en la cabeza y determinó
coserle la herida. Luego, le sacaron una
placa y el resultado fue negativo.
No
había nada más que hacer. Así que nos llevaron a la entrada a esperar a que el
Jimmy viniera a recogernos. Estaba tranquila, parlanchina, como si no hubiese
pasado nada porque ya lo había olvidado.
Regresé a la casa con un mono sobre los hombros. Solo eran las siete de
la madrugada de una noche buena. Lo próximo, llegarme hasta la farmacia a
comprar los medicamentos y, ya en la casa, lidiar con la cisterna vacía otro
día más que Acueductos y Alcantarillados mantenía el grifo cerrado.
***
Al
día siguiente, desperté antes de las seis. De camino al baño, revisé que ella
estuviese todavía en la cama. Vi movimiento por lo que no me acosté más; me
quedé en la sala, atento a cualquier ruido que me indicara que se había
levantado. Salió de la cama a las siete. Ya yo tenía su desayuno preparado.
Cuando
entré a su cuarto, vi la sábana empapada. Toqué su bata y estaba peor. La llevé al baño y le cambié la ropa. Tiré el pañal en el cesto de basura y la bata
sobre la cama. Entonces le pasé una
toalla húmeda por la parte baja de la espalda para asegurarme de que nada le
pudiese crear llagas.
Terminé
y la senté en su silla. Desayunó. Yo desvestí la cama y bajé a lavar la ropa.
Había llegado el tiempo para mí.
Enseguida puse música para meditar y comencé con las faenas rutinarias.
Inhalando y exhalando de manera consciente.
Cuando
la máquina comenzó a lavar, me senté y leí una lectura inspiradora, algo que me
hiciera pensar en cosas y eventos positivos. Soy un sobreviviente, me
dije. He sobrevivido muchas guerras desde la adolescencia, rechazos,
condenaciones. Y ahora me enfrento al
monstruo de la demencia. Tengo fe de que
saldré airoso porque cuento con las herramientas. Me preparé, sin saberlo,
desde mis tiempos universitarios.
La
máquina terminó de lavar. Tendí la ropa y apagué el equipo de música. Subí y ya
caminaba hacia el baño. Me le fui detrás
y regresé a la rutina con ella. Me
sentía fortalecido, poderoso. La ayudé a
sentarse y le revisé la herida en la cabeza. Estaba seca y se veía muy
bien.
―No
te peines, mami, porque te lastimas.
―¿Por
qué?
―Porque
te caíste.
―Yo
no me caí.
Ahí
estaba la terquedad, la misma que atiendo desde hace unos años. La que todo lo pregunta, la protestante, como
le llamo a veces. La que se va olvidando de mí poco a poco. La que me llama
hijo delante de los demás y a solas me niega al preguntar por su hijo.
Salió
del baño y la volví a sentar frente a la televisión. El programa de Tenderete
comenzó. Tenía otra hora para mí. Me
senté en la computadora y escribí estas líneas. Mientras escribía inhalaba paz
y exhalaba tensiones y preocupaciones.
El
día estaba soleado. Daríamos una vuelta para celebrar la salud y la vida. Estábamos
en Navidad y yo me lo merecía también.
La factura
A
medida que avanzaba la enfermedad, el cansancio aumentó porque era yo quien
estaba a cargo de ella. Aparte del Jimmy, era yo en quien ella podía depender
de que la cuidara. Todos sus hermanos y hermanas habían fallecido y los
familiares más cercanos estaban enfermos o con problemas particulares.
Pero
no me dejé caer y, si me tambaleaba, me levantaba por ella. Medité. Leí.
Escribí. Escuché música para tranquilizar mi espíritu.
Cada
día que pasaba, el temperamento de la señora que se posesionó de mi mamá se
degeneraba más; se tornó más adversativa. Dolía que no me reconociera, pero
había que hacerse de la vista larga. Había que seguir como fuera.
Para
este entonces, ya no veía esta vivencia como una obligación o como un evento de
mala suerte. Había aceptado que era algo que tenía que vivir. Lo tomé como un
trabajo más; cuidaba a una anciana con demencia senil. La cuidé mientras pude,
mientras mi cuerpo lo aguantó, hasta que terminó encamada y no pude más. Fue
entonces que tuve que enfrentar la opción de buscar ayudas alternas.
Mi esposo me espera
Se
entretuvo casi toda la tarde con los vídeos. Cantó, aplaudió hasta que se fue
la imagen del televisor.
―Adiós,
¿lo apagaste?
―No,
Mami, se fue la luz.
―Préndelo.
―No
hay electricidad.
―Mira,
ya vino.
―Ah,
sí.
―¿Pero
por qué lo apagas?
―Mami,
se volvió a ir la luz.
―Préndelo.
―No
hay luz, Mami.
―Pero
usa el «deso».
―No
hay luz.
Me
metí en el cuarto y saqué la bocina inalámbrica. La conecté al teléfono y le puse música. Resolví en algo su intranquilidad.
―Te
voy a preparar comida.
―No,
yo no voy a comer.
―Tienes
que comer.
―Yo
me voy a acostar.
―Pero
si no son ni las cinco de la tarde.
Caminó
hasta el cuarto. No podía dejar que se acostara porque entonces no podría
cambiarle el pañal. Argumentamos y, a
regañadientes, entró en el baño. Le cambié el pañal y la regresé al cuarto.
―Me
voy a acostar aquí.
Terminé
toda la faena y me metí a bañar antes de que no hubiera presión de agua por
falta de electricidad y de que cayera la noche.
Mientras me bañaba, sentí un sonido raro en la puerta del baño, pero
pensé que era consecuencia del viento.
Al salir del baño, la encontré de frente.
―Yo
no voy a dormir en ese cuarto.
―¿Y
dónde vas a dormir?
―En
ese.
―No,
ese es el mío; vete a tu cuarto.
―No.
Se
fue a la sala y regresé a mi habitación. Ya apenas se veía nada. La
electricidad no había llegado aún.
―Me
voy.
―Pues
vete.
Abrió
la puerta de la sala y salió para la marquesina. No había manera de que se fuera porque los
dos portones estaban cerrados con candados. Regresé a mi habitación. Como
siempre ocurre cuando se cansa, regresó más tarde y negociamos que se acostara
en su cuarto.
A
las cinco y media de la madrugada ya iba camino del baño. Me levanté y le cambié el pañal y la dejé en
el baño. Regresó a su cama por un rato y yo a la mía. Al levantarme, ya estaba
sentada en su butaca con la bata de dormir aún.
Había perdido la oportunidad de que se cepillara los dientes. Al menos
desayunó bien.
Al cabo
de las once, comenzó el:
―Bueno,
yo me voy para mi casa.
―Pero
almuerza antes.
―No,
yo me voy.
―Pero
si no tienes nada en tu casa.
―Sí,
tengo.
―No
tienes nada.
―Embuste.
―Nadie
te espera.
―Mi
esposo está en la casa y no sabe dónde estoy.
―Yo
lo llamé y le dije que estabas conmigo.
(Hace
casi treinta años que su esposo ―mi papá― murió. Hacía tiempo ya que se había
olvidado de los muertos).
―No,
me quiero ir. Ábreme, el «deso».
―Yo
no tengo llave.
―¿Y
entonces?
―La
tiene el vecino.
―¿Y
dónde está él?
―Trabajando.
―Pues
búscalo.
―Llega
a las seis de la tarde.
―Bendito,
yo me tengo que ir. Mi esposo me espera.
―Yo
te llevo mañana.
Así
pasó toda la tarde. Entraba y salía hasta que, como siempre, se sentó en el
sofá de la marquesina. Al cabo de las cinco, la llamé para que comiera algo. Al
menos me hizo caso. Luego de que se entretuviera un rato doblando y desdoblando
la servilleta, logré que se bebiera un vaso grande de jugo porque apenas había
tomado líquido durante el día.
―Pues
me voy a acostar ahí.
―Sí,
ven.
―¿Qué
es eso?, déjame.
―Es
la toallita que tengo que pasarte para que no te salgan llagas.
―Ah.
No me fastidies más, deja, deja.
Logré
hacer mi trabajo en medio de su resistencia que aumenta según la enfermedad
galopa. Le apagué la luz y salí de su
habitación. Estaba drenado.
―Cierra
la puerta ―me gritó.
―No,
la puerta no se cierra ―le contesté.
En otra etapa
La
enfermedad ha degenerado más. Ayer vi
que tenía la mano izquierda echa un puño. Pensé que tenía algún residuo de
comida y le pedí que la abriera, pero se negó. Llegué y le abrí la mano y
encontré las pastillas que creí se había bebido. Me agobié. De ahora en adelante, tendría que
desconfiar más y asegurarme de que no escondiera nada en la ropa o en el papel
toalla.
―Dame
―le dije.
Cerró
el puño y lo alejó.
―No,
no, dame.
Ahí
comenzó el forcejeo. En su rabieta, tiró las pastillas al piso; yo las recogí.
Busqué agua y ella prensó la boca y cabeceó en la negativa. Caminó para su cuarto.
―No,
no, no, no.
Llegamos
a la cama y se sentó. Le tapé la nariz y abrió la boca. Le eché las pastillas;
las escupió. Me mordió. Volví a taparle la nariz, eché las pastillas y le cerré
la boca. Tragó. Le di agua para que terminara de bajar las pastillas.
Tal
evento me dejó con mal sabor. Tuve que ser enérgico, lo que no me gusta. Me insultó, me maldijo. Ya el resto de la tarde iría mal y así fue.
Llegado
el momento de acostarla, ya la actitud negativa estaba en su apogeo. Todavía
insistía en irse para su casa. Como
siempre: Te llevo mañana. ¿Tú me llevas? Sí, sí. Pues yo me voy a acostar en
ese cuarto; ¿y dónde tú duermes? En este otro. Ah, ¿sí? Sí.
La
escolté y revisé que no le quedara nada escondido en la bata o en el
sostén. Solo encontré el rollo de
papeles de toalla dobladas. Le quité la
bata.
―Espérate,
no te pongas la bata de dormir todavía.
Agarré
la toalla húmeda y se la pasé por el cuerpo. Lo hice lo más calmado posible,
con voz tenue y con suma delicadeza. Se resistió poco. La ayudé a ponerse la
bata de dormir y se tumbó en la cama.
―Échate
más para el centro.
―¿Por
qué?
―Para
que no te caigas.
Me
hizo caso. Le tiré la sábana, apagué la luz y salí del cuarto confiado de que
dormiría hasta, al menos, las siete de la mañana.
Pero
no. A las cuatro y media iba de camino al baño.
La bata estaba orinada. Le quité
el pañal y estaba empapado y con caca.
No había de otra. La terminé de desvestir y la metí bajo la ducha. Había amanecido espaciada, por lo que no se
resistió hasta sentir el chorro de agua tibia sobre la cabeza.
―Ay,
Dios mío ―dijo y siguió con una jeringonza.
Me
hice el sordo. Seguí con mi faena. Le lavé la cabeza y la lave bien por todos
los recovecos corporales. Noté que ya no me agobiaba asearla ni verla desnuda.
No la veía. Veía a otra persona que me rechazaba y me insultaba. Agarré la toalla y la sequé lo mejor que
pude. Ella seguía insultándome. Tragué
gordo a la vez que aguantaba las fuertes ganas de orinar, pero tenía que
terminar mi trabajo.
Terminé
de secarla y la vestí. Me olvidé de que se cepillara los dientes, era muy
temprano. La escolté a su cuarto. Seguía
con los insultos.
―¿Te
vas a sentar en tu butaca, sí o no?
―Yo
no me voy a sentar en ningún lado, me voy a acostar.
―Pues
acuéstate.
―No
me voy a acostar.
―¿Entonces?
―No
voy a hacer nada.
―Vente,
acuéstate.
La
llevé al borde de la cama y se sentó. La eché para atrás y se resistió.
―Acuéstate
porque es muy temprano.
―¡Que
no!, ¡ah!
Busqué
el barandal de la cama y se lo puse. Maldijo
y me maldijo. No contesté nada. Le subí
la parte posterior de la cama para que quedaran levantados los pies. Llegué a
mi cuarto y me acosté. Eran las cinco de
la madrugada. No dormí más. Cada cinco
minutos me levantaba a ver si seguía en la cama y no había intentado bajarse impulsándose
con los barandales como hacía otras veces. Seguía acostada.
Cerca
de las seis, volví al cuarto. Prendí la luz y estaba despierta.
―¿Te
levantas o te quedas ahí acostada? ―le dije como si acabáramos de despertarnos
y nada hubiese ocurrido.
―No,
me quedo aquí. ¿Cuándo tú llegaste?
―Yo
vivo aquí.
―¿Y
quién tú eres?
―El
hijo tuyo.
―¿El
hijo mío? ―dijo riendo.
―¿Te
vas a levantar?
―No,
me quedo aquí; todavía no ha…
―Sí,
es de noche todavía y está lloviendo.
―¿Está
lloviendo?
―Sí,
quédate un rato más ahí; yo estoy aquí cerca; me llamas cualquier cosa.
Le
apagué la luz. Me fui a la sala y, antes de sentarme, ya me llamaba. Quería
saber si su ropa estaba en el clóset. Abrí las puertas de madera y le mostré
toda la ropa.
―Mira,
una gente me puso esto.
―Sí,
para que no te fueses a caer.
―Ah,
¿sí?
Así
estuvimos hasta que le quité el barandal y se levantó. La llevé al baño porque
quería orinar. Esperé a que terminara. Esta vez se cepilló los dientes, aunque
lo rechazó al principio. La llevé a su butaca y fui a prepararle el
desayuno. La diferencia sería que esta
vez, me aseguraría de que se tomara todas las pastillas.
Llegaron los reyes
A
las diez de la mañana, le dije:
―Mami,
vamos.
―¿Para
dónde?
―Para
las tiendas.
―¿Por
qué?
―Por
qué no.
Se levantó
parsimoniosa de su butaca y caminó hasta el carro.
―Te
amarras ―le dije como siempre le digo.
Se
sentó y cerró la puerta. Volví a abrirla.
―Que
te amarres.
―¿Por
qué?
No
le contesté. Agarré el cinturón y se lo pasé por el pecho y la amarré. Busqué
la aplicación de Pandora y seleccioné música de Navidad. Saqué el carro y partimos calle abajo.
Llegamos
al centro comercial alrededor de las doce. Estacionamos en un espacio cercano a
la entrada que se hizo disponible tan pronto llegamos. El Jimmy sacó la silla
de ruedas mientras yo me bajé y abrí la puerta de ella.
―Bájate
―le dije acercándole la silla.
―¿Por
qué?
―Porque
vamos para las tiendas. Vamos, siéntate.
Se acomodó en
la silla y caminamos hacia el centro comercial. Tan pronto abrimos las puertas
y vio las tiendas, su cara se iluminó.
―Mira,
mira, qué bonito —dijo asombrada.
―Sí,
sí.
―Mira,
vamos para allá.
―No,
vamos a la tienda de zapatos.
Su cabeza
parecía un faro porque la giraba de lado a lado.
Caminamos
hasta la tienda de zapatos. Ya dentro
estudió todas las piezas de cuero.
―Mira,
mira.
―No,
esos no porque tú no puedes amarrarte los zapatos; no, esos no porque son muy
altos y te caes.
Fuimos
al estante donde estaban las sandalias con cuña. Allí estaban las mismas que ella
llevaba puestas, pero en otros colores.
―Mira,
mami, ¿te gustan esos?
―Están
bonitos.
―¿Los
tiene en tamaño 37? ―le dije a la empleada―. Y estos; y estos otros.
La
empleada fue a la parte de atrás y llegó con las tres cajas de zapatos. En una
noté que la empleada se movió a la mesa de las muestras y acomodó la muestra en
la caja que trajo. Enseguida le probé un
par. La doña estaba contenta.
―Mira,
qué bonitos me quedan.
Agarré
los que trajo puestos y se los entregué a la empleada para que los guardara en
la caja de zapatos. Mi madre salió estrenando zapatos de la tienda.
―¿Verdad
que están bonitas? ―repetía.
Caminamos
por el pasillo del centro comercial hasta llegar a otra tienda en la que le
compré unas batas la vez anterior.
Meterla en una tienda de ropa fue como meter a un niño en una
juguetería.
―Mira,
mira, qué bonitos, ven, ven ―decía batiendo las piezas de ropa.
―¿Dónde
están las batas de señora? ―le pregunté a la empleada.
La
dependiente, muy amable, me llevó hasta los estantes.
―Mira,
qué bonitas. Mami, ¿te gusta esta?
―Está
bonita.
Terminamos
con la compra y salimos de la tienda. Casi a punto de irnos, entramos en otra
tienda más. Allí le pregunté a una
clienta si me podía ayudar con los lápices labiales. La señora me indicó cuáles eran los que
tenían mejor fijador. Escogí dos tonos
de rojo que combinara con el esmalte de uñas y partimos hacia la caja. Pagamos
y nos fuimos.
Ya
en la casa, le entregué los lápices labiales. Enseguida los echó en la cartera
para llevárselos con ella cuando regresara a su casa. Toda la tarde estuvo
enseñándome los zapatos que se había comprado.
―Mira,
¿verdad que están bonitos?; y se ven bien con mis uñas.
Aquel
era el último día del año de un año difícil. Ella estrenaría una de las batas y
calcaría las sandalias doradas que tanto le gustaron.
La enfermedad y la televisión
Como
era la rutina, mientras le preparaba el desayuno, la dejé frente al televisor
para que se entretuviera con el programa en pantalla. Sabía que prestaba
atención porque, cuando había noticias, asentía si estaba de acuerdo con alguna
noticia o peleaba cuando no hacían algo que estuviese a su gusto. El día anterior, terminado el desayuno, cambié
el canal a Televisión Española para que disfrutara de su programa favorito:
Tenderete.
―Mira,
mira, ven; siéntate aquí; escucha.
―Sí,
sí; oigo ―respondo.
Vente,
vente.
―Sí,
sí.
―Pero
vente.
―Sí,
sí, ya voy.
La vi
enderezarse en la silla. Observaba con
detenimiento lo que se veía en la pantalla. De momento se puso de pie.
―¿Vas
para el baño?
Negó
con la cabeza, pero se dirigió hasta el baño y entró. Me fui detrás para
ayudarla con el pañal. Revisé que todo estuviese en orden y esperé a que
terminara sus asuntos intestinales para asearla.
―Vamos,
lávate las manos; no te agarres del toallero que se puede zafar y caerte.
―Ah
―respondió.
Terminó
de lavarse las manos y secárselas. Agarrándose del marco de la puerta, salió
del baño y yo detrás de ella. Regresó a
su butaca a seguir viendo la tele.
―Vente,
siéntate —me dijo.
―Vengo
ahora; voy a recoger la cama.
No
nota que no me siento a su lado. No estaba en condiciones óptimas para velarla
y escoltarla las veces incontables que se levantaba de la butaca a meterse en
el baño o en el cuarto.
Acordé con el Jimmy que daríamos una
vuelta. Salí vestido y con los bártulos
en la mano y ella me miró extrañada.
―Bueno,
vamos —dije.
―¿Para
dónde?
―Pa’
la calle.
Enseguida
se puso de pie y ni cojeó.
―Qué
rapidita oye.
Salir
a darle una vuelta era más fácil para mí. Ella permanecía todo el tiempo detrás
de mí mirando el paisaje por las ventanas. Yo le mostraba las vacas, los
aviones; ella me leía los letreros.
―Mira,
mira, esto, ¿lo viste?
―Sí,
sí, lo vi.
―¿Qué
te enseñó? ―preguntaba el Jimmy y mi respuesta siempre era la misma:
―No
sé, pero lo que sea lo vi.
Siempre
procuré que la bocina portátil y el celular tuviesen toda la carga. A punto de
encender el carro, abría la aplicación de Pandora y elegía entre las listas de
música la que más le gustaba o tuviese canciones que reconociera. Terminada la
gestión, partíamos calle abajo.
―Cucha,
cucha. ¿Y cómo es él, en qué lugar se enamoró de mí?
Sí,
de mí, porque cambiaba el pronombre. A
veces, le hacía coro. Cantaba y yo
respiraba mientras me relajaba con la vista verdosa de las montañas o en el
tono de azul de la playa si estábamos por la costa. En otras ocasiones, era ella la que decía:
―Vamos
a dar una vueltita por ahí y comemos por allá.
Desde
que comencé con el cuido, noté que la música fue un tranquilizante para ella.
Tan pronto ponía música en la casa o en el carro, se despertaba, cantaba, gesticulaba
como si estuviese en un concierto de teatro. Alguien me dijo que le buscara
películas para que se entretuviera y se concentrara, pero noté que se aburría y
perdía interés, lo que propiciaba la cantaleta de irse para su casa.
En
otras ocasiones, era luego de la cena que empezaba:
―Bueno,
me voy, vente.
―Yo
no voy para ningún lado; yo vivo aquí.
―No,
no, vamos, vamos.
Le respondía
con el estribillo: yo te llevo mañana. O: ¿pero tú no dijiste que te ibas a
quedar varios días conmigo aquí?
―No,
no; mi mamá no sabe dónde estoy yo.
―Hablé
con ella y le dije que te ibas a quedar conmigo ―le mentía.
―Mi
marido no sabe…
―Él
fue el que me dijo que te trajera para acá.
A
principio, me agobiaba. Ya, cuando me decía: bueno, me voy, le contestaba: buen
viaje.
Se
levantaba, salía por la puerta, pero ya me había asegurado de que el candado estuviese
cerrado. La velaba desde una distancia corta para, si tenía algún traspié, correr
al rescate. Siempre llegaba al portón, halaba el candado. Se paraba a esperar y
regresaba.
―Mira,
el «deso» no «deso» ―me dice.
―Yo
no tengo la llave; mañana yo te llevo porque tengo que viajar a San Juan.
―¿Tú
me llevas?
―Seguro.
Otras
veces, para lograr que entrara a la casa, buscaba el canal de YouTube y le
sintonizaba algún especial como el de Rocío Dúrcal, Juan Gabriel, Gilberto
Santarrosa y subía el volumen. Ella escuchaba y, como los niños con el
flautista de Hamelín, regresaba. Se sentaba al lado mío y no decía más. A la
hora de acostarse me decía:
―Bueno,
yo creo que me voy a acostar ahí en esa cama porque ya es tarde.
―Vente.
La escoltaba
a su cuarto. La ayudaba a cambiarse y la aseaba. Peleaba un poco hasta que terminaba.
Le ponía la bata de dormir y lograba que se acostara. Apagaba la luz, respiraba y me felicitaba una
vez más.
La camarita
Me
encontraba en la casa cuando el cartero llamó mi nombre.
―Aquí
estoy ―le contesté a la vez que estiraba la mano para recibir el paquete.
Lo
abrí y encontré otra cajita dentro. Era
la cámara que tanto me habían recomendado en las redes. Enseguida preparé el
equipo y lo coloqué en el cuarto de la señora sin que viera lo que estaba
haciendo y así evitar que le diera la manía con el artefacto recién instalado
en su cuarto. Bajé la aplicación en el
celular y la abrí. Enseguida salió la imagen del cuarto en la pantalla del
celular. Podía ver la cama completa,
podía mover el lente hasta la entrada de la puerta. Una maravilla.
Ese
mismo día, me llegaron dos interruptores que se activan con el movimiento. Uno
de ellos lo instalé en el cuarto y el otro en el baño. Todo listo para ver cómo me iría durante la
noche.
Toda
la tarde se la pasó insistiendo en irse «para allá».
―¿Para
dónde, mami?
―Para
allá. Tengo a mi esposo solo en la casa.
Esa
tarde, luego de lograr que se quedara conmigo, quiso acostarse a las cinco y
media de la tarde porque estaba cansada.
Sabía
que, si se lo permitía, se levantaría a la a las cinco de la madrugada. Así que
recurrí a la televisión y a YouTube.
Encontré unos especiales viejos grabados por un banco muy prestigioso en
Puerto Rico. Se embelesó. Cantó, se inspiró; yo, feliz. Así la mantuve hasta las siete y media de la
noche cuando le indiqué que se acostara, pero no quiso. Cambié la programación para que se aburriera
un poco, recordara que estaba cansada y se fuese a acostar. La agarré por el
brazo sano y la escolté al baño.
―No,
yo no voy para el baño.
―Sí,
vamos que tengo que cambiarte el pañal.
―No,
no.
Aun
así, la llevé al baño. Le cambié el pañal para asearla. Tenía la mitad de la pelea gana. Se levantó y caminó hasta el cuarto. Se
sorprendió al ver que la luz se encendiera de manera milagrosa. Le quité la bata y se sentó en la cama y
buscó la bata de dormir.
―No,
no, mami; déjame pasarte la toallita húmeda.
―Ay,
no, no me pases eso.
―Sí,
sí; tengo que hacerlo para que no te salgan llagas.
―No,
no; deja eso.
―Sí,
ya estoy acabando.
Le
tiré la sábana para que se arropara. Salí y apagué la luz. Enseguida me fui a la sala y cambié el
cargador del celular y lo puse al lado de mi cama. Esa noche, estuve pendiente a su sueño sin
tener que meterme en su cuarto. Esa
noche durmió hasta las cinco y media. Me enteré tan pronto se sentó en la cama
al revisar la pantalla del celular.
Mas
tarde en la mañana, busqué la cámara y la moví a la sala. La coloqué encima de
la nevera y la apunté hacia donde estaba ella.
Le puse su programa de Tenderete y bajé a lavar la ropa. Desde abajo, la
veía sentada en su butaca. Gesticulaba y se movía contenta. Ante cualquier intento de que se pusiera de
pie, subiría de inmediato. Pero no hubo necesidad. Terminé de lavar y subí. Ella
seguía viendo el programa. Yo feliz. La
camarita fue todo un éxito.
Sin tirar la toalla
―Deja
ver dónde te diste ―le dije.
―No
me di.
―Pero
si te diste en la cara.
―No,
no, no me di en ninguna cara.
Enseguida
vi cómo el párpado del ojo izquierdo comenzó a hincharse. Fue en cuestión de
nada.
***
―Quédate
aquí en lo que abro el portón ―le había dicho.
Avancé
a quitar el pasador y la muy desobediente, sin hacerme caso, se fue detrás de
mí. El «se cae» de la mujer que había
venido a visitarla me hizo mirar atrás. Confuso vi,
como en cámara lenta, a mi mamá irse de lado buscando balance. Me apuré, pero
no llegué a tiempo. Cayó sobre el piso y la cabeza dio contra el cemento.
El
Jimmy, como un bólido, se bajó de la guagua. Buscamos una toalla para ponérsela
por la espalda y levantarla. Ella decía
que no le había pasado nada. Ya de pie, la revisé. Solo el ojo y la palma de la
mano se veían algo inflamados.
―Quédate
quieta para ponerte árnica ― dije.
―Deja,
que me duele.
―Pero
es que te caíste.
―Embuste;
bueno, vámonos ―dijo.
No
hubo manera de que nos quedáramos. Quería irse y nos fuimos a almorzar.
Ya
veía su condición empeorar. Estaba más
combativa. Durante el baño con la toallita se resistía más. Me agredía con las piernas. No cooperaba. Su actitud era más terca y antagónica.
Notaba
cómo mi espalda se afectaba porque, como se resistía más, tenía que hacer más
fuerza con ella.
Ya
era su sombra porque no confiaba en sus reflejos. La seguía, la agarraba, la llevaba, la sentaba,
la levantaba. Estaba pendiente a salir de mi cama antes para ayudarla a
levantarse de la cama. No siempre lo lograba.
En ocasiones, revisaba la camarita por la pantalla del celular y se veía dormida. En un abrir y cerrar de ojos, ya estaba
parada en el medio de la habitación. Salía de la cama aun con la baranda
puesta.
He
estado en tensión todo el tiempo. He
evitado contestar la pregunta que me ronda la cabeza hace días. ¿Seré capaz de
seguir cuidándola y de poder con toda la tensión que conlleva? Todavía, mi
respuesta seguía siendo que no. Estaba drenado, pero todavía entendía que podía
con ella.
Me habían
hablado de una alternativa que no quería siquiera considerar, pero tenía que
evaluarla de manera concienzuda. Me puse
como fecha límite una semana para analizar todo y decidir. Mientras, meditaba, respiraba.
Trataba de mantenerme centrado, viviendo el presente. Seguía con los guantes puestos sin tirar la
toalla.
Y entonces
Luego
de ponderada la situación con mi mamá, llamé para pedir información con
relación al hogar de envejecientes. Como en lugares anteriores, me trataron con
mucha empatía. Pero no había cupo porque
la señora no estaba encamada. Me
advirtieron las consecuencias posibles, pero todo es posible en la vida. Entendí y no insistí. Lo tomé como una señal
de que no era el momento, que había que esperar un poco más. (Así lo había
solicitado al universo). Con la misma tranquilidad que recibí la sugerencia,
también recibí la respuesta de la encargada del local. No es el momento, me repetí.
Y
entonces entramos en uno de esos días en que ella amanece de buen humor y la cama
sequita. No había que lavar ropa. Se desayunó
todo lo que le puse de frente, sin chistar.
Se mantuvo tranquila.
―¿Para
dónde vas? ―me dijo cuando me vio vestido y con el bulto en mano.
―Nos
vamos, vente; vamos a cambiarte.
La llevé
hasta el cuarto. Le quité la bata que tenía puesta y le puse la de salir. Ya no
se maquillaba. Le busqué el polvo y le pasé la mota por la cara. Con el dedo, pinté
el párpado para igualarlo con el lastimado y disimularle el moretón. Soy consciente de que cualquiera podría
malinterpretar el moretón en la cara con maltrato y, en ese momento, no estaba
preparado para una investigación de las autoridades.
―Toma,
píntate los bembes ―le dije.
―Yo
no tengo bembes ―me contestó, pero sacó el pincel y se lo pasó por los
labios.
Ya
estaba lista. No buscó la cartera porque
ya no recuerda que tiene carteras. Yo no insistí porque termino cargándola yo.
―Venté,
súbete.
―¿En
cuál carro?
―En
esta guagua, que es la mía; vamos, amárrate ―le dije a la vez que le estiraba
la correa.
Terminé
con los preparativos: meter el andador y la silla en la guagua y las bolsas con
el equipo de emergencia. Pero el equipo
se quedó y no me enteré hasta llegar a la tienda. Nada, me dije, todo
saldrá bien. En última instancia, abro la caja que compre y resuelvo. No se
acaba el mundo.
Todo
salió bien. La paseé por toda la tienda. Mientras estuviese en movimiento, no
se quejaba. Hicimos otra parada y
esperé a que el Jimmy entrara a la tienda. No hubo desesperos por parte de
ella. Tal parece que lo que necesitaba era estar en la calle, aunque el carro estuviese
detenido. No se quejó. No ajoró. No protestó, no insistió en nada.
Regresamos
a la casa y bajamos todos los bártulos. La doñita se sentó paciente en su
butaca a ver la televisión. Almorzó y se lo comió todo. Fue entonces que me
dijo:
―Bueno,
vámonos.
No
discutí. Agarré el control remoto y busqué YouTube y elegí uno de sus cantantes
favoritos. Se enderezó en su butaca. Prestó atención. Cantó. Aplaudió.
―Mira,
mira, Juan «Grabiel». Mira, mira, Rocío Dúrcal. Amor eterno… amor eterno…
Cantó
con ellos. Pasaron las horas y llegó la hora de que cenara. No me atreví a
cambiar el canal porque sabía que, de hacerlo, volvería con la cantaleta de
irse. Le serví la comida y, embelesada
con la pantalla, se lo comió todo. Se tomó las pastillas sin protestar.
Ya
las seis y media, observé que estaba dormida.
―Bueno,
vamos, que te caes de sueño; vamos a acostarte.
Estiré
mi brazo y se agarró de él. La ayudé a
levantarse y tambaleándose llegamos al cuarto.
Me preocupó ver el reflejo de lo que me esperaba en un futuro cercano,
cada vez estaba más próximo el que terminara encamada. Pero seguí con mi asunto inmediato.
Le
cambié la bata por la de dormir. Estaba
casi ida como consecuencia del tranquilizante.
Sin molestarla mucho, le di su lavado de gato y la dejé que se tumbara
en la cama. Le puse árnica en el ojo
para que siguiese mejorando y la arropé. Y entonces, salí del cuarto satisfecho
con mi ejecutoria.
Luego,
me duché, me metí en la cama y abrí la aplicación de la cámara. Enfoqué el
lente y la vi dormida.
Fue
un buen día. Uno de esos pocos en que
todo marcha de maravilla, pero sin saber cómo será el próximo. Mañana me ocuparé de ello.
La manicura
Llegamos
media hora antes al lugar donde arreglan uñas porque estaba impaciente con irse
para su casa. Esperaba que, durante el trayecto desde la casa hasta el local,
se mantuviera distraída y se le olvidara todo con el asunto de las uñas.
Después
del desayuno, comenzó la cantaleta del yo me voy, yo me voy, yo me voy. No estuvo quieta en la silla. No había
programa que la mantuviera tranquila. Se
paró y se sentó. Volvió a pararse y caminó hasta la entrada, pero se encontró
con el portón cerrado. Lo sé porque cada vez que se levantaba, me le iba detrás
para asegurarme de que no volviera a caerse y se golpeara de nuevo. El golpe y la
caída que siempre negó.
Aunque
desayunó bien, no quiso almorzar porque lo que le serví no le gustó, pero ya me
había acostumbrado a que no comiera cuando estaba molesta.
Su
actitud al yo abrir la puerta frente al local fue un presagio de lo que nos
esperaba. La ayudé a bajar y el Jimmy le acercó el andador. Agarró el aparato
de metal y la escolté hasta la entrada del salón de belleza. La puerta abrió y enseguida metió el andador
y lo soltó.
―Bueno,
yo me voy ―dijo.
―No,
pero vamos para que te arreglen las uñas.
―No,
no tienen que arreglarme nada porque yo las tengo bien; yo me voy. Pero, mira…
No
hubo manera de convencerla de que entrara a que le arreglaran las uñas de las
manos ni las de los pies. Solo entró
cuando le dije:
―Pero
al Jimmy le van a arreglar las uñas y hay que esperar de todas maneras.
―Bueno,
pues entonces vamos ―dijo.
Adentro
se sentó al lado mío y esperó. Dejé que pasara un rato y volví a exhortarla a
que se dejara arreglar las uñas.
―¡Ah!,
yo no voy a hacer nada; yo las tengo bien.
―Pero
mira que tienes despintado el nacimiento de la uña.
―¡Na!
No
insistí más. Al terminar, nos montamos en la guagua, pero permanecimos un rato
buscando la dirección de un local de envejecientes. Ella seguía con su
insistencia de irse:
―Vámonos,
vamos.
Estaba
alterada. No respiraba, resoplaba. Encontramos la dirección en el GPS y
partimos en busca del local. Por el
camino, la señora comenzó a cantar una canción improvisada en un tono agudo de
voz, desconocido para mí. Los versos consistían en lo que iba percibiendo según
transitábamos por la calle:
―Porque
yo no sé qué quiero… que me lleve para allá… Mira todos los que vienen por ahí…
Fue que se me olvidó el… Como yo no tengo nada que darte… Yo te busco por aquí…
Que no estaba yo por aquí… Mira para allá.
De
momento se calló. Y volvió en un tono de asombro:
―Mira,
mira… Mira… Qué muchas casas… Morovis, Morovis…
Llegamos
al hogar. La encargada acordó darme una pequeña orientación de las facilidades.
Caminé hacia donde me indicó y, a través de una ventana, me indicó que no había
cupo. Que se quedaría con mis datos y me dejaría saber. Tenía pendiente gestionar los
medicamentos de ella. La cita médica estuvo pautada para el 19 de enero, pero
nadie llamó ni nadie se apareció por la casa. El sábado me enteré de que, por
el repunte del COVID, todas las citas fueron virtuales, menos la mi mamá, que
no tuvo ni una ni otra.
Desde
temprano en la mañana, estuve llamando a la enfermera para el despacho de los
medicamentos, en especial el tranquilizante.
No tuve éxito. Ya en la tarde, logré que alguien me atendiera, pero
había que esperar a que otro doctor recetara el medicamento y lo enviara a la
farmacia del dispensario. Tenía que esperar dos horas para confirmar el recibo
de la receta en la farmacia y su despacho.
Hice todas las gestiones, pero no logré comunicarme con la farmacia a la
hora pautada. Mientras, la doñita seguía con la insistencia de irse.
Llegamos
a la casa y le di algo de comer pensando que toda la locura musical era
producto de la falta de alimento. Eran
ya las cuatro y media. Le preparé un sándwich y se lo comió. Aproveché y le di
los medicamentos.
A
las cinco y media volvió a levantarse para irse para su casa. Esta vez, me
levanté y me adelanté. Cerré la puerta.
¡Ave María!, fue su respuesta.
―Se
acabó; dijiste que te quedabas aquí hoy ―le mentí.
Se sentó
y se mantuvo en su butaca hasta las seis y media cuando me dijo:
―Me
voy a acostar.
―Seguro.
Me
levanté y la escolté al baño. La llevé a la cama. La tercera guerra comenzó cuando frote la
toalla húmeda en la espalda.
―Deja
eso, deja eso. ¡Ay Dioj!, deja, deja.
Entre
los manotazos que me propinó, logré terminar mi faena. Entre maldiciones y
rabietas, le subí la baranda y le eché la sábana por encima. Apagué la luz y salí del cuarto. Mi día había
terminado. Creía yo.
A
la una y media de la madrugada, me despertó la luz del cuarto. Estaba frente a
la puerta de mi habitación muerta de la risa por su ocurrencia. Me levanté y la llevé al cuarto luego de que
fuese al baño. Volví a meterla en cama y
le subí la baranda. Esta vez, le subí la
parte inferior de la cama. Regresé a mi
cuarto y revisé la cámara. Intentó salir
de la cama durante el resto de la noche, pero la inclinación del colchón se lo
impidió. De ahí en adelante, todos
estuvimos en un duermevela hasta que, a las cinco y cuarenta y cinco de la
madrugada, se las ingenió para bajarse de la cama.
El pañal doble
La
alarma del despertador del celular me avisa que son las siete de la
mañana. No sé porque no la quito si
siempre despierto mucho antes. Pero hoy estoy en la cama. Arropado de pie a
cabeza porque anoche diluvió y hace frío.
Enseguida agarro el celular y abro la aplicación de la cámara. Aparece la imagen de ella acostada en la
cama. Intenta levantarse, pero la elevación de los pies se lo impide.
Salgo
de la cama. Agarro la faja me la ajusto en la cintura. Listo. Entro en su cuarto con las ventanas cerradas
de manera hermética y el sensor de movimiento hace que la bombilla se encienda.
―¿Te
quieres levantar?
Se
pone la mano sobre los ojos y me contesta que sí con la cabeza. Me voy por el
lado y le bajo la cama y le quito la baranda.
Le extiendo la mano y se agarra para impulsarse. Le muevo los zapatos
para que queden debajo de los pies cuando los baje de la cama. Se aúpa hasta ponerse de pie, pero encorvada.
Reviso la ropa de cama y veo que apenas está húmeda, pero la fragancia en el
cuarto me indica que el pañal está premiado.
Anoche,
siguiendo los consejos de otro cuidador, en vez de un pañal le coloqué
dos. Un exitazo.
La
llevo al baño. Coloco una almohadilla de las que dejo sobre la sábana para que
aguanten la humedad y se la acomodo debajo de los pies por si algo cae donde no
deba caer. La dejo allí sentada en lo que busco el cesto de basura grande. Tiro
los pañales. Vuelvo al cuarto y busco una bata y un sostén limpios. Agarro su
toalla. Ella se mantiene silente.
Me
enguanto las manos para asearla.
―Vamos
a bañarte, mami ―le digo mientras la ayudo a ponerse de pie―. Agárrate del tubo de metal, vamos. Eso. Ahora
mete un pie. El otro. Eso. Agárrate del
tubo con la otra mano.
Agarrada
ya de la barra de metal, abro la ducha y la mojo completa. No comenta ni se queja. Enjabono la esponja y
se la paso por todo el cuerpo. Ella
coopera soltándose y levantando el brazo.
Ya no la siento en la silla de baño. Es más fácil para ambos. No tenemos que hacer fuerza para levantarse. Las barras en la ducha las instalé
horizontales en vez de en posición diagonal como hacen los demás. Así evito que nadie pierda el balance y se
resbale. Opino que horizontal son más
seguras.
Termino
de enjuagarla. La seco con la toalla y
sigue agarrada de la barra de metal.
―Vamos,
sal de la ducha, Mami; agárrate de mí; dame la mano, eso; estira el brazo para
que agarres el tubo de la silla del inodoro; estira, estira; ahora suelta el
tubo y agárrate de mí; de mí, de mí; no agarres el toallero que se cae y te
caes.
Logro
sentarla y termino de secarla. La visto y le doy el cepillo. Se cepilla. Cierro
el grifo porque lo deja abierto siempre.
Sale del baño. Ya está lista.
Luego
de desayunada, se levanta.
―¿Vas
para el baño?
―No.
―¿Para
dónde?
No contesta.
Entra a su cuarto. Sé a lo que va. Se quitará la bata que detesta para ponerse
la bata de salir. La conozco.
Dejo
lo que estoy haciendo. Ya tiene la bata en mano.
―No,
esa, no; la usaste ayer; ven a buscarte una limpia.
Abro
el clóset y le saco la bata roja con puntos blancos que tanto le gusta.
―Ven,
vamos a cambiarte y luego agarramos calle.
Ríe.
* * *
Segundo
día
El
despertador me recuerda que son las siete de la mañana, pero ya llevo despierto
desde las cinco. Reviso la pantalla del
celular y veo que se ha despertado. Noto un pequeño bulto en la cabecera de la
cama y sé lo que es, el pañal. Se lo volvió a quitar.
Ayer
en la noche cometí el error de ponerle el pañal más resistente encima del pañal
más débil.
―Estoy
cansada de todo ―dijo―. Me quiero acostar.
No
me opuse a su petición. El día había
sido largo. No pudimos salir por ser un día lluvioso. El servicio meteorológico
recomendó que no saliéramos a menos que fuese necesario.
La
mantuve entretenida toda la tarde con las películas y con la grabación de la
inauguración de las olimpiadas en China.
A la hora de la comida, le serví una taza de sopa de calabaza, la que
colé para sacarle cualquier pajita del sofrito que pudiese encontrar.
―Toma
―le dije dándole la taza.
Ella
vio cómo salía humo de la taza y me dijo:
―Eso
está muy caliente; déjalo ahí.
Enseguida
supe que no se la iba a tomar. Además,
le tenía unos espaguetis que el amigo vecino nos envió. Al mediodía se comió la
porción que le di con un pedazo de pan.
Volví a insistirle con la taza y me dijo:
―No
lo quiero.
―¿Por
qué?
―Porque
no me gusta.
No
insistí más. La dejé con el plato de comida y regresé a la cocina.
Cuando
la llevé a la cama, estaba bastante alerta. Se me olvidó que la había bañado en
la mañana y volví a pasarle una toallita húmeda. Se dejó caer en la cama y le subí el colchón
para evitar que pudiese salirse por la parte inferior de la cama. Salí del cuarto y me senté a ver la
televisión.
Un
rato más tarde, escuché ruidos. Intentaba
bajarse de la cama y casi lo logra. El segundo pañal se lo había quitado.
―¿Qué
haces?
―Que
me quiero ir; yo no voy a dormir aquí.
―Pero
si dijiste que te ibas a quedar conmigo hasta mañana ―volví a mentirle.
Bajé
la baranda y la ayudé a salir de la cama.
Se sentó a ver televisión. No
veía indicios de que el tranquilizante estuviese haciendo efecto. Hasta pensé
que no se la había tomado, que la había escondido.
―Me
duele ―me dijo.
―¿Dónde?
―Me
duele.
Enseguida
busqué una pastilla para el dolor que también tuviese algún somnífero. Se la
di. Estuvo casi una hora sentada frente a la televisión.
—Me
voy ―dijo al fin.
―¿Para
dónde?
―A
dormir, pero no voy a dormir en esa cama; a mí no me gusta.
Me
contestó con el «a mí no me gusta» que tanto me vira el estómago. Respiré profundo y tragué gordo. Esperé un rato más.
―Me
voy a acostar ahí ―terminó diciendo.
Enseguida
fui al cuarto y preparé todo.
―Vente
para llevarte a la cama.
Extendió
el brazo bueno y se ayudó con el mío para ponerse de pie. Volví a ponerle el segundo pañal ahora que
estaba más ida. La metí en la cama, subí
la baranda y la cama, y la arropé. Allí
la dejé hasta la mañana siguiente.
***
Entré
en su cuarto y encendí la luz. Estaba toda virada que, de no tener la baranda,
hubiese rodado para el piso. Quité la baranda y vi la gran mancha de humedad en
la sábana. No cabía duda de que el bulto era del pañal.
―Vamos,
ven.
La
ayudé a ponerse de pie. Le quité la bata y la llevé al baño. Allí la metí en la ducha.
―Estoy
cansada ―me dijo cuando la saqué de la ducha.
―Y
yo también; y yo también.
―Estoy
cansada ― repitió, pero no le hice caso.
―Vente,
vamos a vestirte para que te desayunes.
Le
puse la bata que no le gusta y la llevé a la sala. Luego de desayunada, se levantó. Me mostró
cuan fea era la bata que tenía puesta y se fue para su cuarto a cambiarse de
ropa convencida de que daríamos una vuelta.
Momentos de tolerancia y
aceptación
La
ayudé a levantarse y vi que la cama estaba seca. Qué bueno. ¡Ay Dioj, ay Dioj!,
se quejó mientras la ayudaba a levantarse y la llevaba al baño. No le rompí el pañal externo hasta no
verificar que estuviese seco. Solo quité el más grueso porque era el que estaba
saturado. Luego se desayunó.
Me
senté en la computadora y, al rato, la veo caminar en dirección al baño. Tengo
que estar pendiente porque no informa ni hace ruidos. La sigo. Me azota el aroma.
―Espérate,
mami, déjame ponerte esta sabanita azul para evitar…
No
hubo manera, el pañal blanco no absorbía tanto como el pañal rosa y comienza a
filtrar. Trato de acomodarle la sabanita azul para que no… Oh, no. Me enguanto las manos de inmediato. La siento y rompo el desbordado pañal. Todo cae sobre la sabanita, sobre la alfombra
de baño.
―Mami,
te tengo que bañar. Déjame quitarte la ropa.
Permanece
silente. Saco todo lo que está debajo de
sus pies y la meto en la ducha. Quédate
ahí en lo que te pongo otra sabanita.
Corro al cuarto busco una limpia.
Limpio con la sucia el piso. Le quito a la alfombra toda la suciedad lo
mejor que puedo. Mientras estoy en ello,
la tripa goterea en la ducha. Veo que no
había terminado. Fue ahí en que salió todo el chorro que aumentó según más se
reía (su reacción nerviosa). Dejé que terminara. No había de otra. Aproveché a limpiar el
inodoro para que estuviese limpio cuando la sacara de la ducha.
―Vamos,
no te muevas en lo que le pego la ducha a todo esto.
Se
mantuvo quieta. Le paso la esponja. La
ducho. Limpié con el chorro, lo mejor que pude, el área donde estaba parada.
―Vamos,
vente a secarte.
La
senté en el inodoro en lo que buscaba ropa limpia. Le metí los manguillos del sostén. Se lo
cerré.
―Vamos,
acomódatelas.
Ella
hizo un gesto, pero no terminó.
―Vamos,
ponte de pie. No te agarres del toallero que se cae y te caes; agárrate de la
puerta; de la puerta, mami, de la puerta; eso.
Le
pongo la bata que detesta, pero que es la más cómoda de manejar. La saco del
baño. La llevo a su silla en la sala. Regreso a terminar de limpiar. Agarro la botella
de cloro y echo en toda el área de la ducha.
Busco un cepillo y froto. Mi espalda coopera. Saco de su enganche la
regadera de la ducha. Enjuago todo el piso.
Con el mapo, repaso todo lo que quedó.
Acomodo todo y salgo a cambiarme el pantalón ensopado.
Me
maravillo de que no haber perdido la chaveta ni desenfocarme. No pido paciencia
(según dicen le mandan pruebas a uno). Mejor pido tolerancia y aceptación para
lidiar con lo cotidiano de la condición. No puedo cambiar lo que ocurre ni
tengo control sobre la enfermedad.
Agradezco al universo cuánto he aprendido con esta enfermedad. Como ella, ya olvidé todo lo ocurrido. Me
felicito.
En el umbral
―9-1-1,
¿cuál es su emergencia? ―escucho la voz de mujer contestar al otro lado de la
línea.
―Es
mi mamá; ha amanecido sin fuerzas y se me ha ido resbalando hasta caer al piso
de camino al baño para asearla —contesté.
Todo
comenzó cuando:
―¿Te
quieres levantar?
―Sí.
―Pues
vamos.
Le
quité el barandal y la ayudé a salir de la cama. Se tomó más tiempo del
acostumbrado, pero pensé que era que no se había puesto bien los zapatos. Se
los acomodé mejor y le extendí el brazo para que se apoyara en él. Quedó más encorvada que de costumbre.
—Vamos,
enderézate un poco, Mami.
Pasito
a pasito caminó haciendo balance con el borde de la cama y yo sosteniéndola del
brazo. Llegamos hasta el umbral y allí
comenzó a dejarse caer.
―Ay,
ay.
―Mami,
aguántate.
―Ay,
ay.
―¡Jimmy,
ven rápido que se me va para el piso!
En
menos de un segundo llegó el Jimmy y ya estaba sentada sobre la loseta
fría. Busqué una sábana y la silla de su
cuarto y, entre los dos y con gran esfuerzo, le acomodamos una sábana debajo
hasta sentarla en la silla. Arrastré la silla hacia el cuarto y la pegué a la
cama. Vestimos la cama con la sabanilla de plástico y encima la sábana. La
ayudé a echarse y le quité los pañales empapados de orín.
―Mami,
vírate de este lado ―le dije ayudándola.
―Ay,
ay dios, ay dios.
―Sí,
sí, pero es que tengo que limpiarte y ponerte crema para que no te salgan
llagas.
―Ay,
ay.
Le acomodé
el pañal por las piernas (pensando en que necesitaría pañales abiertos) e intenté
subírselo. Sentí la punzada en mi espalda, pero, como siempre, ignoré el dolor
y seguí con lo que estaba haciendo. Pero
escuché al Jimmy decirme:
―Si
cae en cama ya no podrás con esta situación; vas a empeorar de la espalda.
Oí,
pero no escuché. O eso pensé.
Mi
mamá quedó como atontada luego de que terminara de ponerle el pañal y la bata
abierta en la espalda.
―Llama
al 911 para que vengan porque tú no puedes ―me dijo el Jimmy.
Agarré
el teléfono y llamé. Apenas terminé de cambiarme de ropa cuando ya escuché el
sonido de la ambulancia acercarse. Como en pasadas ocasiones, los empleados de
emergencias médicas de Morovis llegaron en tiempo récord.
La
revisaron y me sugirieron que, como era domingo y con toda posibilidad en el
dispensario del pueblo no estuviese el personal necesario, la lleváramos al
hospital del pueblo más cercano en Manatí.
Recogí lo que pude y me monté en la ambulancia. Partimos calle abajo. Ella permanecía silente
y yo con las palabras del Jimmy en la cabeza.
Fue
entonces que me llegó la sentencia. Si
cae en cama… si cae en cama. Agarré
el celular y llamé al Jimmy.
―Llama
al hogar. Sí, ya es el momento de llevarla allá ―dije.
Momentos
más tarde, entró la llamada del Jimmy.
―Dice
el dueño que no hay problema; que tiene cupo. A la hora que salga de
emergencias, la lleves al hogar; que ha dado instrucciones de recibirla; que
luego formalizan la papelería y el pago.
No
estaba claro si se me levantaba un peso de los hombros o me caía uno más
aplastante. No sabía si alegrarme o entristecerme. No sabía…
Llegamos
a la sala de emergencias. Comenzaron
todos los procedimientos rutinarios. ¿Por qué viene? ¿Qué condiciones padece?
¿Cuáles medicamentos toma? Fui consciente en ese momento de que, como no tuve
tiempo de desayunarme, no me tomé los míos.
La
llevaron a un cubículo. La sala estaba como si estuviesen vacunando para otro
refuerzo contra el COVID. Ella seguía
ida. La buscaron para hacerle pruebas. En todo momento, estuve con ella porque
yo era el informante de sus datos: Antonia Soto Rivera, seguido de su fecha de
nacimiento; demencia senil; debilidad; diabética; no ha comido nada. Así repetí
lo mismo durante el día. Mientas, la
señora mostraba sus uñas a todo el mundo y repetía:
―Él
es mi esposo.
―No,
Mami.
―Él
es mi hijo.
Al
mediodía, el Jimmy nos trajo algo de comer. La señora solo se comió la mitad de
un sándwich luego de que el emergenciólogo lo autorizara. No quiso apenas líquido a pesar de que le
recordé que estaba deshidratada, que por eso estábamos allí. Poco a poco fue despertando. Creía que había
sido un bajón de azúcar, pero no.
Entrada
la tarde, ya estaba mejor.
―Yo
me voy de aquí.
―No,
Mami, no puedes irte.
―Sí,
yo estoy cansada.
Comenzó
la lucha de quererse bajar, quitarse la ropa, de arrancarse la aguja del suero,
insistir en irse. De que su mamá no
sabía dónde ella estaba, que se iba. Puse la camilla horizontal para que
quedara acostada y le levanté las piernas.
Aun así, se empujaba con los brazos para bajarse.
Allí
permanecí hasta las 3:30 de la madrugada del lunes cuando le asignaron un
cuarto. Se quedaría en el hospital. Yo
salí convencido de que ya no podía seguir cuidándola, de que, tan pronto la
dieran de alta, saldríamos del hospital directo para el hogar. Desde entonces,
el agobio y el luto se apoderaron de mí.
El desenlace
Estuve
visitándola desde que la hospitalizaron el domingo. Algunos días más tiempo;
otros, menos. Había dicho que sabría el
momento en que la llevaría a un hogar de envejecidos cuando no me reconociera
más. En esta semana así ha sido. Me ha
llamado su marido, su nieto, su sobrino.
Lo único constante es llamarme por mi apodo: Junior.
La vecina en el cuarto del
hospital me dijo:
―Nene,
ese nombre no se le olvida. Tampoco no se queja de nada y se ríe tan bonito.
Ayer
la dieron de alta porque su sistema se normalizó. La doctora fue muy servicial
y le ordenó la prueba de COVID para que la tuviera lista cuando la ingresaran
en el hogar. También ordenó el servicio de ambulancia.
Pero
ayer fue un día largo. La ansiedad y la inseguridad se apoderaron de mí. Fue la
Oración
de la serenidad la que me devolvía la cordura
por momentos. Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no
puedo cambiar… No tengo control de la degeneración de su condición
mental. No puedo cambiar la realidad que
vivo. Tan pronto terminaba la oración,
la mente volvía a
azotarme con: ¿podría aguantar un poco más?, ¿habré seleccionado el hogar más
conveniente?, ¿la tratarán bien?
Repetía:
Dios, concédeme…valor para cambiar las que puedo… ¿Qué puedo cambiar? Mi
manera de pensar. Aquí en el hospital, solo prestarle atención e informar lo
que observaba. Si la dan de alta,
pues llamo al hogar para que la reciban. Si no la dan de alta, pues seguiremos
esperando; tal vez no sea el lugar correcto.
Mientras
esperábamos la visita de la doctora, le puse la bocinita portátil debajo de la
almohada y le escogí su música preferida.
―Cucha,
cucha… ―decía cuando cantó Libertad Lamarque.
Noté que balbuceaba más.
Dios,
concédeme…y sabiduría para reconocer la diferencia. La doctora llegó y me indicó que la daría de
alta. También que me imprimiría el resumen del alta para que lo llevara al
hogar y le diera luz al doctor de cabecera.
Llamaron
la ambulancia, pero tardó. Entre tanto, llegó la cena y aproveché para que
comiera. Se tomó la sopa y comió el
plato principal; también el contenedor de frutas. Durante la espera me dijo que le gustaba el
lugar y que ella había comprado la cama.
Fueron
cuatro días en los que ninguno estuvo con el otro todo el tiempo. Será más
tiempo cuando llegue al hogar. ¿Y si
no la tratan bien? Todavía estoy a tiempo de llevármela para casa…
Al
cabo de un rato, llegaron los empleados de emergencias médicas. Le di el nombre de la institución. Al decir
el nombre del hogar, me dijo la empleada:
―Ay,
qué bueno; has elegido el mejor; el dueño se desvive por su viejos.
Ella
no supo cuánta alegría me provocó su comentario. Enseguida noté cómo se desvanecía
el peñón que llevaba sobre los hombros.
La
cambiaron de camilla y bajamos hasta la ambulancia. Por el camino, me
reiteraron que no me preocupara porque estaría bien. Llegamos al lugar y allí la recibió al
empleada. Mientras, el Jimmy había ido a
la casa recoger un bulto que había dejado a mitad y que contenía los
medicamentos y las batas que se le dejarían. Entregué a la empleada el
cartapacio con los documentos que me dieron en el hospital y ella lo aceptó.
La
entraron y firmé los documentos de emergencias médicas. Ya de regreso a casa,
estaba tranquilo. Has elegido bien; mañana, tengo que pagar la cuota y
llevarle lo que falta; espero que no «extrañe gallera»; no, no creo. Todo está
en orden divino.
Dos semanas más tarde
Habían
pasado dos jueves desde su ingreso al hogar. Recogí los artículos que le
llevaría a mi mamá al hogar sin aún conocer cuándo era el día y la hora de
visita. Estaba nervioso, o más bien,
alicaído, por ver cómo se encontraba ella. Quería conocer cómo le había ido al
hogar luego de un fuego la tarde anterior en una estación de generación de
energía eléctrica que provocó otro apagón general en toda la isla por muchas
horas.
Me
estacioné frente a la casa convertida en hogar y busqué en la cajuela del carro
los artículos que entendía necesitaba: los pañales, las sabanillas plásticas,
dentífrico, las sandalias de cuña negras, un polvo compacto por aquello de la
vanidad. Además, y muy importante, la nueva tarjeta del plan con el nombre del
doctor de cabecera del hogar.
El
dueño del hogar me había adelantado que ella se había adaptado a su nuevo
ambiente y que estaba bien. También que
ya el médico la había examinado y encontró que había que darle terapia para que
vuelva a caminar.
Llamé
desde afuera y esperé. (No nos dejaban pasar para evitar contagio con el COVID).
Un empleado lavaba el lateral de la casa con una manguera de presión por lo que
pensé que no me escucharían dentro de la residencia. Pero la empleada que me recibió la primera
vez salió. Atendió a alguien que ya estaba en turno frente al portón. No se
ocupó de mí porque creyó que yo andaba con él. El hombre iba a entregar unos
dulces y la empleada entró otra vez a la casa y salió con una anciana que me
imaginé era su mamá.
La
señora lo miró y solo lo saludó. El ruido apenas permitía que se escucharan.
Entonces el hombre le gritó:
―No
vemos el sábado o el domingo, Mami. Ese ruido no me deja escucharte ―y se
marchó.
Llamé
a la empleada antes de que entrara a la señora y le entregué todos los bártulos
que llevaba en una bolsa. Aproveché para que me dejara saber si el día de
visita que me tocaba era el jueves. Me indicó que no sabía y regresó a
preguntar a otra empleada, pero regresó con ella, quien se acercó a hablar
conmigo.
―El
día es el jueves de dos y treinta a tres de la tarde―me dijo.
―¿Y
cómo se ha portado la señora?
―Pues
muy bien. Entre.
Me
sorprendió que me invitaran a pasar. Pensé que llegaría hasta el balcón, pero
no, entramos. En la sala, se encontraban
dos ancianas en el sofá. La madre del que atendieron primero que a mí estaba
sentada en una silla de frente a la entrada. Además, había otra señora más.
Seguí
detrás de la empleada hasta llegar a la habitación. Mi mamá estaba acostada con
la bata azul que tanto le gusta. Me miró
tan pronto la saludé, pero no me conoció. 333
Le
revisé los brazos y no vi marcas. Tenía
un pañal limpio y se veía aseada. Lo que
noté distinto fue su peinado, porque no era de la manera que ella lo
hacía. A los pies de la cama estaba el
televisor que le había llevado. Me sorprendió verlo apagado. No recordé en ese
momento que todos estábamos sin servicio de energía eléctrica.
―¿Te
gusta aquí?
―Sí.
Las
empleadas miraban desde la entrada de la habitación y la saludaron. Mi mamá las
saludó y se rio con todas. Me pareció que conocía mejor a las cuidadoras que a
mí.
Di
vuelta y salí. Las encargadas me reafirmaron que comía bien, que las llamaba
cuando veía algo en la televisión. Me usó la frase familiar que tanto la escuché
en la casa: mira, mira, cucha, cucha.
Me
ratificaron el día y la hora de visita.
Caminé hacia el carro, agradeciendo al Universo porque mi mamá se veía
alegre y tranquila. Además, porque, para mí, es mucho menos doloroso que no me
reconozca. Ya mi mamá no está. El cuido
de la señora que vi en el hogar está fuera de mis capacidades físicas.
Reconozco mi impotencia, pero estoy convencido de que fue la elección más
beneficiosa para ambos. Está bien cuidada, está bien. Regresé al carro, tranquilo y relajado.
Final
Varias semanas más tarde,
la regresaron al hospital con un bajón severo de azúcar. En la sala de
emergencia, la entubaron y me informaron que, de salir bien de la situación,
quedaría como un vegetal.
Saqué mi bocinilla y se
le coloqué debajo de la almohada y le puse su música favorita. Le agarré la
mano y se la sobé, pero no obtuve ninguna reacción de ella. Estaba ida.
Entonces comenzaron las
pruebas y la batería de procedimientos médicos. Más tarde, me llamó el
emergenciólogo para decirme que mi mamá se había contagiado con COVID. Me
indicaron que me fuera porque a ella la subirían a un área restringida para
pacientes contagiados. La vi una vez más cuando me lo permitieron por quince
minutos. Estaba inmóvil, llena de
tubos. No era ella. No había forma de
hablarle, de tocarla. Los encargados me decían que mejoraba y que empeoraba,
pero no saldría de su inconsciencia.
Solo se me ocurrió decirle en mi mente que no luchara contra la vida,
que se dejara ir. Que, si se aferraba a
la vida por mí, no lo hiciera, que yo estaba bien y tranquilo con todo. Que
siguiera con su progreso espiritual. Luego
de ello, me fui y no la vi más.
Dos días más tarde,
recibí la llamada de madrugada en la que me requerían pasar por el
hospital. Supe enseguida que había desencarnado.
Elevé una oración por su progreso espiritual y partí a llenar los documentos y
a recoger sus pertenencias. En el
hospital, se me informó que, como había fallecido con COVID, había que
cremarla. Firmé todo y salí de aquel gélido lugar a hacer todos los arreglos
funerarios.
Mi madre había muerto una
semana antes de su cumpleaños número 94. No sentí pena, sentí alegría porque
ella ya descansaba. El cielo se había ganado una costurera más que le
remendaría las batas a todos los ángeles y querubines en el cielo.
Epílogo
No es nada fácil la vida
de un cuidador de alguien con demencia senil o con Alzheimer. Las frustraciones
son continuas, Hay momentos en que la culpa golpea cuando las cosas no salen
como deben de salir. Cuando nos piden que seamos pacientes, pero no es
paciencia lo que necesitamos sino tolerancia.
Los seres queridos con
demencia, en momentos, se tornan en personas insensibles porque pierden el
filtro. Expresan las cosas tal como le llegan a la mente.
Hay muchos momentos en que no nos conocen, nos acusan de un infinidad de cosas
o se atemorizan de uno.
Pero el cuidador tiene
que escucharlo todo y reprimir las ganas de contestar o de corregir. Hay que
ceñirse a la corrección política del Departamento de la familia. El cuidador vive
con el temor de que le llamen la policía o que uno de los investigadores del Departamento
de la familia lo visite porque algún vecino informó lo que creyó ser algún tipo
de maltrato, cuando la verdad ha sido que el paciente, temerario, escogió
caminar por donde no podía o bajar por donde no debía sin hacer caso a las
advertencias del cuidador y se cae o se lastima. Hay que hacer buche muchas
veces porque se recomienda no llevarle la contraria. Sonreír cuando hay algo
que se dice fuera de lugar o el enfermo dice alguna indiscreción. Muchas veces,
disculparse. Hay que mantener la cordura con los accidentes estomacales o la
malacrianza del enfermo. Se va inmunizado para que tales cosas no lo afecten
tanto cuando ocurran. Pero la enfermedad avanza y aparecen nuevos desafíos.
No es nada raro que el
cuidador se sienta que está pintado en la pared cuando habla con el enfermo y
este o se hace el sordo o en realidad está sordo. Pero él o ella no responde.
Es frustrante sentirse que se habla con el viento porque el otro anda perdido
en su mundo.
No hay rutina ni patrones
de conducta que valgan cuando el enfermo avanza en la demencia. Todo es terreno
movedizo. El cuidador trata, pero ya el enfermo no encaja en las rutinas. Todo
son eventos sorpresivos. Pero hay que seguir. Hay un deber y, en muchos casos,
una obligación que se impone por encima de la que le impone la sociedad porque son
familiares. Porque es lo que se espera. Lo correcto.
Los que tienen que
recurrir a hogares de envejecientes son recriminados por ser malos familiares.
Pero quien no está dentro de la olla de la demencia no entiende. Soy solidario
con quienes recurren a ello. Yo no condeno a nadie. Viví de día a día, tratando
de desarrollar más tolerancia. Seguí viviendo con el freno puesto todo el
tiempo, en una tensión apabullante, a veces tratando de combatir un insomnio
que me abrazaba. Pero hubo que seguir. Hubo que seguir. Seguir siendo tolerante,
persistente, confiado de que el universo está a cargo. Seguir viviendo día a
día, hora a hora, minuto a minuto y hasta, en ocasiones, segundo a segundo… No hubo
de otra.
Agradecimiento
Agradezco
en especial a Jimmy Hernández, el Jimmy, quien sin su apoyo y sostén esta
experiencia de vida hubiese sido cuesta arriba. Gracias por tu tolerancia,
aceptación y colaboración, en especial durante los tiempos de aislamiento
social por motivo de la pandemia.
Además,
tuve la gran suerte de encontrarme con gente maravillosa durante toda mi vida.
Aprovecho para agradecer a todos los que siguieron mi diario, bitácora o
memorias durante estos meses, en especial al grupo Apoyo a familiares de
pacientes con Alzheimer y otras demencias por compartir conmigo sus
experiencias, fortalezas y esperanzas. Sus comentarios aliviaron mi carga
emocional. Fueron un bálsamo emocional y espiritual. Me hicieron sentir que no estuve solo en esta
jornada de aprendizaje continuo. Mucho
me sirvieron las orejitas que me escribían en Facebook porque me facilitaron la
faena con mi mamá. Jamás me sentí solo.
Para todos, paz, amor, armonía, serenidad, aceptación, mucha vida y mucha
salud. Abrazos agrandados.