viernes, 1 de agosto de 2025

Vestida de demencia

 

Vestida de demencia

A person smiling at camera

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memorias de un cuidador

 Marcial Torres Soto

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A los cuidadores de familiares con demencia y otras enfermedades

 

 

 

 


Acróstico

 

 

 

Desnudas de recuerdos a quien se te antoje aferrarte.

 

Entretejes cadenetas ilusorias y

 

Memorias fantasiosas desdibujando realidades.

 

Exterminas la cordura, las huellas y deconstruyes la vida.

 

Niegas. Contradices. Aniquilas.

 

Carcomes remembranzas hasta llegar a la nada.

 

Irrealizas el todo y

 

Anquilosas a los seres hasta el no ser.


 

 

 

 

Llegará un día que nuestros recuerdos serán nuestra riqueza.

Paul Géraldy (1885-1983) Poeta y dramaturgo francés.

 

 

 

 


 

Prólogo

 

 

―Ya Toñita no puede vivir sola ―me dijo la vecina—. El otro día perdió el balance bajando del colmado y se cayó.

Ese día fue me sacaron el piso de debajo de los pies. Ella no puede vivir sola ya. Había que hacer algo. Llegó el momento que temía. Hacer lo que no quería. Llevármela a vivir conmigo. Toda su vida adulta fue independiente. Hizo lo que quiso. Una mujer de carácter fuerte, muy fuerte.

―Cuando tu papá se muera, te vienes a vivir conmigo, ¿verdad? ―me dijo una vez.

―No ―le contesté―. Tú no me respetas.

Pero ahora solo había una opción: llevármela conmigo. Porque ella no podía vivir sola ya.  Se le olvidaban las cosas. Era riesgoso que viviera sola ya. Podía ocurrir un accidente. Tenía que llevármela conmigo. No le di vueltas a la noria. Eso hice.

Ya en casa, entré en el cuarto convertido en oficina. Saqué todo y lo acomodé lo mejor que pude en la sala y, en aquel cuarto, instalé una cama y un televisor pequeño. Ya. Listo su cuarto. Faltaba ella.

El día de la mudanza, lloró. Lloró del alma. Lloró como nunca la había visto. Me culpé por hacerla sufrir. Subí a su cuarto y tiré lo que pude sobre la cama. Busqué bolsos y maletas y empaqué lo que ella me dejó. Porque evitó con todas sus fuerzas que le sacara la ropa del clóset. Me maldijo. Lloró más fuerte.

―Estas cosas se hacen cuando uno se muere ―me dijo entre llanto e insultos.

Terminé como pude. Agarré las píldoras y las apretujé en otro bolso. Ella seguía con su llanto.

―Vas para casa, no vas para un asilo ―le aseguré por si pensaba que tales eran mis intenciones.

Al llegar a casa, se sentó en una butaca, como si padeciese de catatonia. No dije nada. Al rato, la llevé al cuarto y le aseguré que, de ahora en adelante, ella estaría conmigo. Iría conmigo adonde yo fuera. Que yo la cuidaría.

 

Lidiar con la demencia ha sido el reto mayor que he tenido en la vida, más que lo estudios universitarios. Sin embargo, fue tanto el conocimiento que adquirí. Aprendía que, con la demencia, debía olvidar lo que me molestaba de ella y su condición. Mi mamá olvidaba lo que había pasado a los tres segundos. Yo trataba de hacer lo mismo. Desarrollé un código de comunicación que solo lo conocíamos ambos. Debía ser constante. Si lo cambiaba, nos enredábamos los dos porque no nos entendíamos.

Si me molestaba algo que hiciera o me dijera, lo echaba al olvido como si padeciera yo la misma condición. Practicaba algo que aprendí de ella: lo que te moleste escríbelo en una barra de hielo, me dijo siempre. ¿Por qué? Porque se desharía tan pronto como se derritiera el hielo.

Trataba de levantarme antes que ella. Cuando lo lograba, me sentaba frente a la computadora a hacer un inventario del día anterior.  Escribía los acontecimientos pasados; cómo me sentía y cómo lidiaría con la enfermedad el resto del día. (Del día, no del resto de mis días). Muchas veces, compartía lo que escribía, pero hubo ocasiones en que guardé lo escrito porque eran eventos de los que no se hablaban o no quería compartir. Respiraba para relajarme, para llenarme de energía y vitalidad. Meditaba luego de leer alguna lectura positiva, ya fuese La palabra diaria, Reflexiones o el libro de 24 horas de Alcohólicos Anónimos.  Me concentraba en cualquier palabra positiva que me llamara la atención y la utilizaba como el mantra del día.

Intenté vivir de día a día porque era la única manera de manejar la situación. La oración de la serenidad fue clave en mi vida.  Recurrí a ella cuando algún suceso me desestabilizaba:

«Dios, concédeme la serenidad

para aceptar las cosas que no puedo cambiar;

valor para cambiar las que puedo y

sabiduría para reconocer la diferencia».

Reconocer la diferencia de lo que podía o no podía cambiar o no estaba bajo mi control.  «Aceptación» fue y es la palabra clave, no paciencia. Hace años que aprendí que clamar por paciencia no me ayudaba en nada. Era como sentirme víctima de la situación. Sin embargo, aceptar lo que me presentaba la vida me daba el control; el control de aceptar o no las circunstancias que me presentaba la vida o la enfermedad.

Aprendí que, cuando le hablaba bajito, ella funcionaba mejor y, en mi caso, evitaba que me enojara. A veces, no era necesario ni hablarle. Con gesticularle, respondía mejor que decirle las cosas.

Lidiar con la demencia no fue fácil, pero tampoco imposible.  Me le enfrenté con una actitud positiva todos los días; a veces de hora a hora; en otras, de minuto a minuto.

Me repetí que el ayer era un cheque cancelado que no me servía para nada al tratar con la demencia.  No podía controlar el progreso de la enfermedad, pero sí era posible controlar cómo me afectaba y la actitud mía al lidiar con su estado anímico. Hice lo mejor que pude con lo que tenía. Estuve claro de que el día que entendiera que no podía con la enfermedad o que ya no estaba bien atendida, actuaría de acuerdo con los actos que la beneficiaran más a ella que a mí.

Mientras, le bailaba para que riera, la escoltaba para que no se cayera, la alimentaba para que tuviera energía, la paseaba para que viviera. Todos los días, ella revivía y yo también.

Las memorias a continuación las publico con un propósito dual: a manera de tributo a su recuerdo y con el fin de que sirvan de referencia a otros que enfrenten la dura misión de cuidar a un ser querido con demencia.  

 


 

El comienzo

 

 

Comenzó cuando a ella, rondando los ochenta, la sometieron a la colectomía. Digo sometieron porque el médico, primero mantuvo a una paciente diabética todo el día en espera hasta operarla a las cuatro de la tarde. Por supuesto, se descompensó. Posterior a la operación, se presentó a verla una sola vez. Ni siquiera apareció la noche que las enfermeras lo llamaron porque su paciente tuvo una reacción alérgica al Demerol que le recetó. Tampoco fue él quien firmó el alta, sino el médico de guardia.

La Toñita que entró al hospital fue una y otra fue la que salió luego de tal operación. Según he leído, el efecto de la anestesia puede acelerar la demencia en personas mayores de setenta años. Estoy convencido de que tal fue su caso. Irónico, su lema siempre fue: yo no me quedo en la casa porque me vuelvo loca.

Ya ella no está para vivir sola, ¿y cómo vas a hacer?, me martillaba el temor en la cabeza. 

Luego de la colectomía, la visitaba a diario y le hacía compañía. Me aseguraba de que se hubiese desayunado, le daba sus pastillas (para que no se las tomara todas de una vez) y le dejaba almuerzo listo o esperaba a que almorzara para regresarme a casa.

El desayuno lo preparaba ella. Calentaba la leche, le echaba el café instantáneo y azúcar y se lo tomaba.

—Cuidado con que no deje la estufa prendida y haya un fuego —me decían.

No me preocupó que la dejara encendida porque siempre fue muy compulsiva apagándolo todo. Me iba al mediodía para yo descansar.

—Vamos a dar una vueltita por ahí y almorzamos en algún sitio. Yo pago —me decía al principio.

Y esa fue la rutina al poco tiempo. Todos los días llegaba a buscarla y darle «la vueltita». Algunas veces, la paseaba por la costa; otras, por el campo.

—Puerto Rico es tan lindo —me repetía.

Al principio fue difícil, pero llegué a acostumbrarme.  Lo bueno, que estaba ya jubilado y fue como regresar a trabajar, pero sin un horario fijo, sin entrada ni salida.  Había que vivirlo de día a día, no había de otra.

 

Entonces llegó la pandemia.


 

Mujer decidida

 

 

Mi madre fue una mujer independiente toda su vida. Se casó con un hombre que le llevaba dieciocho años y encima viudo, según la novela. Luego me enteré de que no era viudo, sino divorciado. Mi padre afirmó siempre que mi mamá fue la única mujer que amó.

Estos dos seres, uno con segundo grado de escolaridad y la otra con un tercero compartieron cuarenta y tres años y levantaron una familita de un solo retoño. Él era billetero y ella costurera.

Después de casados, él no quiso que mi mamá regresara a trabajar fuera del hogar, aunque eran tiempos de pobreza. Para ayudar con los gastos, mi mamá trabajó con varios sastres desde la casa, empresarismo innato. Ellos traían a la casa las piezas cortadas de los pantalones y mi mamá, en su máquina de coser, las montaba y las cosía. Ya, más tarde, entré yo en el negocio a llevarles los pantalones terminados a los sastres.

A mis catorce años, mi madre compró un bazar en la calle San Agustín de Puerta de Tierra. La milagrosa se llamaba. Al principio, esta mujer valiente viajaba en transporte público a Bayamón a comprar los trajecitos de nenas que revendía en su negocio. Compraba lo que necesitaba y luego regresaba atestada de paquetes.

El bazar era un local con dos puertas. Tan pronto alguien entraba a la tienda, se encontraba con dos vitrinas atestadas de todo: cremalleras, botones, hilos, cintas de todos colores y tamaños. De las paredes laterales y en el fondo, colgaban los trajecitos repletos de encajes que había comprado. Todavía, en el barrio, hay quienes recuerdan que su mamá le compró a la mía un trajecito para alguna ocasión especial.

Mi papá trabajó como vendedor de billetes de una agencia registrada a nombre de su hermana. Al morir mi tía, la agencia pasó a su nombre y fue mi mamá la que vendió los billetes en el bazar. De ahí surgió el apodo de Toñita la billetera. Desde ese momento, su mundo fue la venta de billetes y su Puerta de Tierra. Así fue por años hasta que un fuego malintencionado dejó el local arropado de cenizas. Posterior al incendio, mi mamá continuó con la venta de billetes sentada en una silla plegable hasta la operación de remoción del tumor canceroso en el colon.


 

 

 




Convivencia con la demencia

 

 

Desde marzo del año en que comenzó la pandemia, nos mudamos a Morovis. A una casita que ella había comprado con sus ahorros en el centro de la isla. Desde entonces, ya no hubo descansos. La faena fue de veinticuatro horas; desde que se levantaba hasta que se acostara.

La demencia es errática. No hay un patrón de conducta. Tampoco hay un manual de procedimiento. Cada caso es diferente porque hay vivencias pretéritas características. Y todo ese pasado surge de súbito en episodios continuos de enajenación.

En mi caso, decía que tenía suerte porque ella no se tornó agresiva.

—Hasta ahora —alguien me dijo—. La cosa va a empeorar.

—Espero que no —contesté, aunque, para mis adentros me repetía: ya lidiaré con todo cuando llegue el momento.

Poco a poco, establecimos una rutina.  Ella era la primera que se desayunaba en la casa.  Se tomaba las pastillas y yo la sentaba a ver televisión. Tan pronto le decía que se fuese a bañar, se iba convencida de que habría una vuelta en el carro. 

Al principio, ella misma escogía la ropa que se pondría. Luego, fui yo el que le escogía las piezas de ropa. Ella se pintaba su piquito y se pasaba algo del lápiz labial en los cachetes para verse ruborosa. Entonces, la llevaba hasta el carro y la montaba en la parte de atrás para la vuelta rutinaria.  Al regreso, hubo veces que llegó desorientada.

—No, aquí no fue que me quedé anoche. Mi ropa está en otra casa. Llévame a casa.

Entonces, con gran calma, la bajaba del carro, la llevaba al cuarto y le abría el clóset:

—Mira, ¿ves? Aquí está toda tu ropa. Y, mira, en esta gaveta están todo el maquillaje y tus prendas.

—Ay, virgen —me repetía sorprendida.

Igual que una persona con fibromialgia alega con vehemencia que nadie que no padezca la enfermedad podrá comprender por lo que pasa, asimismo ocurre con quien tiene que lidiar día a día con la demencia.

En una ocasión, la dejé sola en lo que lavaba la ropa en la planta baja de la casa. Al poco rato, bajó las escaleras vestida y lista para la calle. Hubo discusión. Hubo maldición. Me subió el tono y le contesté enérgico. Luego la dejé que hiciera lo que quisiera, pero el candado estaba pasado en el portón.

Se acercó a la guagua para montarse. Otro altercado más.  Me sentí culpable por haberla dejado y no haberla mandado a bañar antes de bajar.  En un momento me sentí impotente. ¿A quién llamo para que le den un sedante? Y si no la puedo controlar más. Por un momento le temí a su mirada.

Me retiré echando mis emociones a un lado. La observé a distancia cuando peleaba con el candado porque quería irse.

—Esta no es mi casa. Llévame a mi casa.

Aprendí a verla como una niña vieja o, mejor dicho, una vieja niña. Y como una niña volví a tratarla. La dejé que manifestara su coraje y sus rabietas. Estaba en su derecho.

Cuando se cansaba de halar el candado, entraba. Escondía la cartera otra vez en el clóset y se sentaba a ver televisión. Estaba seguro de que ya se le había olvidado todo.  Era volver a empezar.  Todo estaba normal.

Anticipando consecuencias, visité varios hogares, pero convencido de que sería la última opción. Mientras ella me reconociera, se quedaría conmigo.

 El primero tenía cuartos comunales para sus viejos y había, para mí, poca privacidad entre los viejos y las viejas. También sentí un tufo a orín que me disgustó.  Mi preferencia siempre fue que mi mamá tuviese un espacio privado, pero lo que encontré no me satisfizo.  En el último que visité, me informaron que, si ella no estaba de acuerdo, no la aceptarían. Ahí desistí porque yo no la iba a forzar a nada.

 

 


 

Yo soy Toñita

 

 

Hola. Yo soy Toñita. La mamá de Marcial. Sí. Mi nombre es Antonia, pero me dicen Toñita. Yo coso. Soy costurera. Coso ropa de hombre. Yo trabajé en el Corte Inglés. Eso era… ¿dónde es que era?, dile, Junior. En San Juan, ajá. Era en San Juan. Eso hace muchos años ya. Mi mamá me llevó allí para que me enseñaran a coser. Yo era jovencita. Y yo, chinchín, aprendí. Yo cosía pantalones de hombre. El sastre me los daba cortados y yo los cosía bien chévere. Porque allí se hacía ropa a la medida, ¿tú sabes? Y tengo mis máquinas de coser en casa. Y hago ruedos.

Yo tenía un bazar en Puerta de Tierra y allí vendía muchos trajecitos de nenas. De bordados. ¿Dónde era que yo los compraba?, dile Junior. Ajá, en Bayamón. Sí, a una señora que yo conocía. Y vendía muchos. Porque yo viví muchos años en Puerta de Tierra. ¡Ah!, y también vendía billetes de la lotería. Mucha gente que se pegó conmigo con la grande.  Yo soy bien legal. Pero el bazar se quemó. ¿Cómo tú dices? Sí, ajá, me lo quemaron. Y pues, entonces dejé de vender billetes porque ya la gente me decía que la calle estaba dura y podían darme un «tumbe». Porque era mucho dinero y, tú sabes, ya una no se siente tan segura como antes. Y lo dejé. Ya no vendo billetes.

Yo soy de Jayuya. A mí me pregonaron por el pueblo. Mi mamá. Y mi mamá, la que me crio, me recogió en su casa. Ella me crio. Ella se llamaba Felícita. Le decían Fela. Yo no sé si se murió ya porque hace tiempo. Y tengo un hermano que vive en Chicago. Y tenía uno que se llamaba Bindo que vivía en… ¿Dónde era?, dile, Junior. Ajá, en Cataño. Murió de cáncer. Era bien bueno conmigo. Bueno, todos mis hermanos son bien buenos conmigo. El de Chicago me dice La nena. Había otro que me decía la rubia porque como ellos eran trigueños y yo soy tan blanca… Yo tengo los ojos verdes. Mira. ¡Ay, tú tienes los ojos como los míos, verdes! ¿Que no? Sí, sí. ¿Verdad que sí, Junior?

Él es mi hijo. El único que tengo. Es bien bueno conmigo. Yo soy viuda y vivo allá en… dile, Junior. Ajá, en Villa Palmeras. Vivo sola. Tengo una casa grandísima que tiene dos pisos. Tiene su marquesina, ¿tú sabe? Yo tengo mi carro y guío todavía. Allí tengo mi casa. Tiene dos baños. Uno arriba y otro abajo. Y tengo mis cositas. Yo cocino. ¿En dónde es que es? Dile, Junior. Ajá, en Villa Palmeras. Arriba tengo los cuartos porque tiene tres cuartos. Yo duermo en uno así bien chévere. Tengo mi juego de cuarto para mí solita. Porque yo soy viuda. En el otro está la cama del que era marido mío que se murió. El cuarto mío tiene un balcón, ¿tú sabes? Y yo allí me siento en el balcón, solita, y me siento de lo mas bien.  Nadie se mete conmigo. Yo no tengo problema con ningún vecino. Ellos me quieren mucho. El otro día fue una a que le diera una taza de azúcar. Se la di. ¡Ave María!, iba encantada. Que qué linda era yo.

A mí me gustan muchos las matas. Arriba en el balcón de casa tengo así en un «pretil» mis orquídeas. Yo les echo agua para que no se me mueran. Y así frente a la casa, pegada a la reja tengo una bien grande. Preciosa. Colorá. Ajá, trinitaria, preciosa. Tengo un patio atrás que tengo mis matitas y un palo de naranja. ¡Agrias! El hijo mío se las lleva para cocinar. Ajá, adobar carne. Y tengo un palo de limón.

Yo tengo… Dile, Junior, cuántos años yo tango. Ajá, noventa y tres. Yo nací en el… ¿En qué año? Ajá, en el 28. Pero no los parezco, ¿verdad? Yo no fumo, ni bebo ni bailo. Soy viuda. Y este es mi hijo. Nosotros nos llevamos bien, ¿verdad, Junior? Mentira, que nos llevamos bien. Yo me siento lo más bien. No bebo, ni fumo ni bailo.

Mira, vámonos ya que se hace tarde. Y me llevas a casa que no puedo dejar la casa sola mucho tiempo. Mi mamá no sabe dónde yo estoy. Nos vemos. Que Dios y la Virgen los favorezca y los acompañe.


 

Uno de esos días

 

 

Se levanta de la butaca.

―¿Para dónde vas? ―no contesta―.  ¿Que para dónde vas? ―sigue silenciosa con paso accidentado.

Me levanto y me acerco. Le agarro el brazo e intento dirigirla. Me apunta hacia el baño. La ayudo a entrar y le subo la bata. 

―No, no.

―Sí, sí.

―No, no.

―Déjame bajarte el pañal.

―No, no.

Ignoro su petición y le bajo el objeto desechable hasta las rodillas; sujetándola por los hombros, la llevo a sentarse en el inodoro portátil. Espero, mientras mira hacia el piso.  No escucho nada. 

―¿Terminaste?

Me dice que no con la cabeza. Espero. Amaga con volverse a poner el pañal.

―Espérate, déjame ayudarte.

Permanece encorvada y le subo la parte trasera del pañal asegurándome de que la parte acolchonada quede centrada con la ranura de las nalgas.  Intenta salir del baño, pero, con mi cuerpo, le bloqueo la salida.

―Lávate las manos primero ―le dijo.

―No, no.

―Sí, sí ―mantengo la muralla hasta que termina de lavarse las manos.

Es la misma rutina desde que vive conmigo o nos mudamos juntos: los resabios y malacrianzas, los olvidos, la realidad distorsionada.  Pero sé que ya no es quien era.  Me contradice cuando le digo que soy su hijo. Lo peor es su risa irritante, como la de la vieja santera que aparece en la película «Midnight in the Garden of Good and Evil», cuando ocurren los frecuentes accidentes estomacales. Tengo que luchar para no interpretarla como una burla hacia mí, tener claro que no lo hace a propósito; sino que no tiene control ni de los músculos intestinales ni de sus reflejos.  Todos me aconsejan que la ingrese en un hogar. Pero todavía puedo, aún me reconoce. Cuando ya no sepa quién soy yo, me repito.

Su pasatiempo favorito es la calle. Le gusta estar en movimiento. Nunca le ha gustado la casa desde enviudó.  Quedarme en la casa es volverme loca, repetía como repite todo ahora.

Desde pequeño la he escuchado cantar. Le pongo música para que active su memoria y no olvidé más de lo que ha olvidado. Pero la enfermedad sigue galopante, implacable. Ya casi no canta canciones completas, solo los terminales de las últimas palabras en cada estrofa.

No quiere quedarse conmigo en la casa porque su marido, que murió hace más de treinta años, está solo y no sabe dónde está ella.  Le miento:

―Mami, hable con él y me dijo que no te preocupes por él, que no hay problemas con que te quedes conmigo.

Pero me canso del mismo sonsonete vespertino.  De que quiera irse ese «para allá» que nadie sabe dónde es porque siquiera sabe ya dónde queda su casa. No reconoce la residencia que mandó a construir a su gusto y que compartió con su esposo hasta el final de sus días.  No ha sido fácil. No es fácil.  No será fácil. Ya se me acaban las excusas para que no se vaya. Lo bueno es que no duran mucho en su mente, por lo que las reciclo.

La opción última es el hogar de ancianos, me sigue torturando la mente.  Hace poco encontré uno cerca de la casa.  Entrevisté al dueño y me pareció confiable.  Estaba todo casi arreglado para ingresarla porque había cupo.

Aquella noche sentí los nervios en el estómago. Escuché que alguien me dijo:

―No es lo mismo llamar al diablo que verlo venir. 

Como si ella sospechara mi próxima movida, se comportó de manera idílica.  No hubo contradicciones, ni resabios, ni terquedades.  Me martilló la cabeza el cargo de conciencia de sentirme mal hijo.  Y si espero un poco más

Solo me detuvieron los aspectos legales previos a que ella se fundiera.  El encargado del hogar accedió a que no la ingresara hasta terminar un papeleo legal.

Y aquí está. Saliendo del baño. Más encorvada que ayer.  Más ida que ayer… La llevo a su silla. Tiene la mirada perdida. Del televisor sale música instrumental, más bien música para meditar.  Es para mantenerme sereno y que no me absorba su locura. Ella se hipnotiza con lo que ve y escucha. Golpea los descansabrazos con las manos. Aplaude lo que escucha, creando un ritmo desarmonizado. Vuelve a reírse de no sé qué porque nadie sabe de qué.

 


 

Soy tu memoria

 

 

―Mira, bájame esto. Oye, ven acá, por favor —me dice desde la cama.

He comprado una cámara que monitoreo desde el celular, para ver lo que hace en el cuarto. Reviso en el celular y la veo dirigirse a alguien que no existe y que ve en el cuarto, aunque no hay nadie. Estoy acostado todavía decidiendo si me levanto o no. Salto de la cama y entro a su habitación. 

―¿Te vas a levantar?

―Sí.

―¿Tú eras el que estaba aquí ahora?

―No ―le contesto.

Enseguida abro las ventanas y observo la capa algodonada de la neblina a lo lejos. Le quito las barandas a la cama. 

―¿Vas a quitar eso?

―Sí.

―Ay, qué bueno.

―Vamos echa los pies para el borde de la cama; así.

Veo cómo estira el brazo para auparse. 

―No, saca los pies de la cama; eso; vamos, dame el brazo.

Se agarra de mi brazo y se aúpa. Mientras se levanta, echo una ojeada al colchón; se ve seco. 

―Vamos, para el baño.

―¿Para el baño?

―Sí.

Como es la rutina, la llevo al baño. Le levanto la bata y reviso los pañales. (Me recomendaron que usara dos pañales por la noche). El externo está seco. El segundo, ni lo reviso. Le quito el exterior mientras la voy sentando en el inodoro.  En eso escucho el camión de la basura.

―Mami, quédate aquí; no te muevas; vengo enseguida.

Corro a la cocina y arranco la bolsa de basura y salgo despavorido por la puerta.  Llegó hasta el camión y tiro el bolso lleno de pañales usados en el camión.  Regreso deprisa a la casa, pero, de paso, reviso la cisterna para asegurarme de que esté llena de agua, ya que donde estoy cortan el servicio sin aviso previo. Como pensé, no hay servicio y la cisterna está medio vacía. No puedo preocuparme por ello ahora.

Entro al baño y está todavía sentada. 

―¿Terminaste?

No contesta.  Me enguanto la mano y agarro la toallita. Le añado jabón en espuma para asearla.

―¡Eh!, todavía no has terminado.

―¿No he terminado?

―No.

Espero a que termine.

―Levántate, mami.

Se pone de pie.

―No te agarres del toallero que se cae y te caes ―le digo como todos los días―. Agárrate de la puerta. 

Me hace caso.   

―Vamos, súbete el pañal.

En lo que se baja la bata, agarro el cepillo y la pasta. 

―Vente, para que te cepilles los dientes.

Agarra el cepillo. Le abro el grifo y velo que no lo deje abierto como suele hacer. 

―No, no, mami; cierra. Enjuágate ―le digo, al verla terminar de cepillarse.

Vuelve a abrir el grifo. Se acomoda las pulseras en el brazo y entonces mete las manos debajo del chorro. 

―Enjuágate, enjuágate.

Con la mano, lleva un puñado de agua a la boca. Se enjuaga y bota. Vuelve a enjuagarse las manos.  Cierra el grifo. Reviso que no se quede gotereando. 

―Sécate ―le digo―. Las dos manos, las dos manos; eso; vamos para que te desayunes.

La vuelvo a escoltar a su butaca. Más tarde, le llevo el desayuno.

―Mira, toma; un sándwich, un guineo y café ―le recuerdo como siempre. 

(El sándwich con el jamón y el queso doblado con sumo cuidado para que no sobresalga nada del pan. Me alejo y la velo que se coma todo.  Al terminar, le llevo las pastillas. Las mira y me mira. 

―Vamos, tómatelas ― digo esperanzado de que no se resista como hace en ocasiones.  Espero a que termine y me aseguro de que se las haya tomado todas. Respiro.

Monólogo de la demencia

 

 

No; no. Y que las 4:30 de la mañana, embuste. ¡Ah! Deja eso, deja; eso está limpio; no me lo quites; ¡ave María! Mira para allá. Y ahora no tengo qué ponerme. ¿De dónde tú lo sacaste?  No, no, yo me la quito; es mi bata; deja, deja. Yo lo hago. Dame acá, sangrigordo. ¡Ah!

***

Eso no me gusta. Embuste. No me gusta. No, no me lo voy a comer. Está muy caliente; está muy frio. No lo quiero. No, no. Que no quiero. ¿Y qué es esto? ¿Todas esas pastillas? No tengo agua… ah, está bien. Ya. Toma.

***

¿Tú te vas conmigo? Vamos, avanza. Abre la puerta del carro; cierra; vamos. Sigue por ahí. No, no, que no es por ahí. Cámbiate al otro «desto» [carril]. Aquel avanza más. Mira, lo que dice allí. Sí, las vacas; qué muchas. Llévame allá. Allá. Tú sabes. ¿Para dónde vamos? ¿A almorzar? No quiero eso. Embuste eso yo no me lo como. Está muy caliente; está muy frío. No lo quiero. Cómetelos tú. Sí, pero tú coges uno también. Son buenos, ¿verdad? Están buenos. No quiero más, cómetelos.

***

Me voy. Para mí casa. Me voy por ahí. Embuste, yo no vivo aquí.  Yo vivo allá abajo. Embuste. Ábreme el candado. Bendito, no seas así conmigo. Esta no es mi casa. No, la ropa mía está allá. Allá donde yo vivo. Ese cuarto no es el mío. En ese clóset no. ¡Ah, sí!, mira qué bonitos, ¿viste? Embuste, esos los compré yo. ¡Ah!, qué sangrigordo tú eres.

***

Ya yo comí. Comida comí. Estoy llena. No, no quiero. ¿Y tú cocinaste? ¡Ah!, ¿un sándwich?; sí.  Está bien. Ya no quiero más. No me gusta. No lo quiero. Cómetelo tú. No, no quiero. ¿Y qué es esto? Ave María, que muchas pastillas. Embuste, ¿y cuándo vino la doctora? No tengo agua. Ah, sí. Toma, ya.

***

Bueno, yo me voy a acostar ahí. Y tú ¿dónde te vas a acostar? Ah, ahí. ¿Y cuál es tu cuarto? Ah, bueno. ¿Y yo dónde me voy a acostar? Ah, en ese cuarto.  ¿Y yo dormí anoche aquí?; ah, ¿sí? ¿Y tú dónde vas a dormir? Ah, en ese cuarto.  Pues yo me voy a acostar ahí. Voy al baño. Deja, deja; eso está limpio; no me lo quites; ¡ave María! Mira para allá. Y ahora no tengo qué ponerme. ¿De dónde tú lo sacaste? ¿Y tienes más? Ah, qué bueno.

Bueno, yo me voy a acostar ahí. ¿Y dónde está mi bata? ¡Ah! Mira qué bueno.  No, no, deja eso. Embuste, yo me baño todos los días. ¡Ay, deja eso! No me pases eso. No me fastidies. Qué malo tú eres conmigo. ¡Ah! Qué mucho tu fastidias. Deja. Que no me voy a parar. Me voy a acostar. Dame eso para arroparme. Mira, apágame la luz.


 

Bitácora de la demencia

 

 

2 de enero

9:00 am

Le he dejado el televisor encendido en lo que bajo a lavar ropa a la planta baja. Mientras saco la ropa del clóset, escucho cómo sube el volumen del aparato.

―¿Para dónde vas? ―me dice al verme con el bulto de ropa sucia.

―Estoy abajo lavando ropa.

Abro la puerta del cuarto para velar por la ventana si a ella le dan ganas de bajar. Al cabo de un rato escucho abrirse el portón de arriba y veo los zapatos color marrón bajar con sumo cuidado por las escaleras.

―Mira, mira. Vente a ver lo que están dando en la televisión.

―Voy ya mismo, cuando termine de lavar ―le digo―. Sube, ya voy ―le digo y espero a que suba.

Al cabo de los diez minutos, el portón vuelve a abrirse y la veo bajar.

―Mira, mira, vente para que veas eso, qué bonito es.

―Te dije que, tan pronto termine, subo.

―Pero vente.

―Voy cuando termine ―digo pendiente de que no se caiga al subir las escaleras―. Cuidado con el último escalón que es más alto.

Regreso a tender la primera tanda de ropa, mientras se lava la segunda. Por tercera vez, escucho el portón y veo los zapatos bajar por las escaleras.

―¿Qué tú haces?

―Estoy lavando la ropa. Vente a ver lo que están dando en la televisión.

―Mami, subo cuando termine ―repito―. Si quieres, bajas, te sientas y esperas a que termine de lavar.

―No, me voy.

Vuelve a subir las escaleras. Al terminar, cierro abajo y subo a sentarme a su lado.

7:00 pm

Hemos estado todo el día en la casa. La he mantenido entretenida con las películas. El único problema fue que hubo que verlas con subtítulos porque comenta todo y no deja escuchar los diálogos. Pero entonces, se lee lo que aparece en la pantalla. Todo lo pregunta y le contesto. Todo lo repregunta y se lo recontesto. Todo lo requetepregunta y se lo requetecontesto.

10:30 pm

Luego de haberse acostado a las siete de la noche y yo estar en la cama, la escucho salir del cuarto, pero no la veo. Sé que no está en su habitación, pero tampoco está en el baño. No pienso más en ello y sigo viendo la serie de televisión. Al cabo de un rato, noto que está escondida detrás en el pedacito de pared entre el baño y mi cuarto. Al darse cuenta de que la he visto, entra riéndose y se sienta a ver la televisión conmigo y con el Jimmy, mi compañero de vida. Allí termina de ver el capítulo y de súbito dice:

―Me voy a acostar.

Se levanta con dificultad y regresa a su cuarto. Escucho cómo juega con la cerradura de la puerta tratando de ponerle el seguro. Ya ni le recuerdo que la cerradura no sirve.

***

3 de enero

4:30 am

Me despierta el ruido que hace la cerradura cuando intenta ponerle el seguro. Me viro en la cama en dirección a la puerta y veo los destellos de la luz del cuarto que salen por los bordes de la puerta. Me duele el hombro.  Doy vuelta hacia el otro lado y no hago caso.

5:00 am

Me despierto dando vueltas en la cama y la falta de aire me deja saber que algo me estrangula. Me siento en el borde del colchón y noto que el abrigo con que duermo se ha torcido y me presiona la garganta. Me enderezo la pieza de ropa y vuelvo a acostarme, pero ya no tengo sueño. El hombro me ha dolido toda la noche, lo que también ha hecho que me despierte cada vez que me muevo en la cama estrecha. Leo un poco, pero los ojos se me cierran cada dos líneas. Apago el lector electrónico e intento conciliar el sueño.

6:00 am

Todavía la mañana está oscura y silenciosa. A lo lejos se oye el sonido de un carro que baja por la jalda de cemento. Me viro y trato de dormirme.

7:00 am

Vuelvo a sentir la falta de aire porque algo me ahoga. Me siento otra vez en la cama y enderezo el abrigo. Recojo la almohada que está en el piso, regreso a la cama y trato de dormir.

7:50 am

Salto de la cama al notar que la puerta de su cuarto está abierta. Voy a la sala y la veo sentada en la butaca mirando la nada. Agarro el control remoto y escojo música para que me ayude a ordenarme la mañana. La señora ni se mueve. Es como si no supiera que estoy allí parado a su lado. Solo mira el control remoto cuando lo devuelvo a sofá.

Corro a la cocina. Abro la nevera, saco un huevo y le preparo una tortilla; abro el congelador y saco la harina de café que pondré en la cafetera exprés; agarro el sartén del gabinete y enciendo la estufa; bato el huevo en un pequeño cuenco y lo dejo caer sobre la sartén caliente; saco de la nevera el queso y el jamón que acompañarán la tortilla; busco el pan y lo coloco en la tostadora; ya la leche del café está en el microondas; suena le micro; suena la tostadora; acomodo el queso y el jamón en la tortilla y la doblo en dos; vuelvo a doblarla para que no la vea tan grande y se la coma sin chistar; la acomodo en el plato, agarro el pan y lo coloco también el plato; termino con el café y, echándome aire con las manos, la llamo.

Se levanta con toda su calma y camina para el baño como siempre. La llamo y no me hace caso. Vuelvo a llamarla. Llego hasta la puerta.

―Mira, vente que se te enfría el café.

Me hace un gesto como de qué mucho la molesto mientas continúa acomodándose las greñas con la mano. Luego de un rato, sale silenciosa. Hala la silla y se sienta a desayunar. Me mira y hago una mueca en la que me pongo bizco y se ríe. Hoy será otro día bueno.


 

Rutinas

 

 

Son las 6:30. Escucho las chancletas rozar contra la loseta (chas, chas, chas, chas) y el cantazo de la puerta de metal del baño cuando la cierra.  Regresa el silencio una vez más. A la distancia, escucho el sonido del agua y el olor a pasta dental que se cuela por las rendijas de la puerta cerrada. Otra vez rompe el silencio la perilla de la puerta del baño al dar contra la loseta y el calzo de metal caer sobre la losa.

Por el paso interrumpido, sé que se ha detenido a mirar si estoy despierto o no.  Entreabro los ojos y allí está, mirándome.  Se rasca la cabeza y sigue para la sala.     

Me levanto. Por tener la colcha pillada entre la pared y el colchón, es cuestión de halarla y ya está hecha la cama. Acomodo las almohadas y salgo de la habitación.

Como siempre, está sentada en la sala como estatua catatónica.  Me fijo en el labio inferior de la boca que me pronostica cómo será el día. Hoy la boca no se ve deforme. Nadie habla. Llego hasta el sofá, agarro el control remoto y prendo el televisor para que se entretenga con las noticias en lo que preparo el desayuno.

Recurro al mismo procedimiento diario.  Es como si bailara el vals del desayuno, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.  Preparo la tortilla, tiro sobre el sartén el jamón para que bote el frío porque, si no, no se lo come; acomodo con gran cuidado la lasca de queso y doblo la tortilla dos veces para que no la vea tan grande; velo que el queso no se derrita porque, de derretirse, protesta; busco su tazón; vierto la leche y la llevo al microondas; en lo que la leche se calienta, preparo la cafetera para que cuele el café. Ya está.

Le llevo todo al mostrador. Entonces es que se rompe el silencio para decir:

―Vente, mami.

Parsimoniosa, repta hasta donde está su silla y se acomoda. Luego, preparo mi desayuno.  Me siento a acompañarla. Al intentar morder la tostada, ella se sopla la nariz.  Otra vez, mi estómago se contrae. Una vez más, mantengo silencio y espero a que termine.  Una vez más, no digo nada para que no se sienta mal.

Terminamos de desayunar. Nos tomamos las drogas legalizadas y entonces se va a su butaca a ver la televisión. Me quedo en la cocina a fregar los trastes bailando mi vals.


 

Una estatua vestida con demencia

 

 

Se levantó a las seis de la madrugada y fue a visitarme, tal vez a despertarme, pero ya estaba despierto. Traía en el hombro la bata que le puse ayer luego de bañarla.

―Acuéstate ―le dije esperanzado de que penetrara en su conciencia y me hiciese caso.

Dio una vuelta y se metió en el baño. Me apresuré y llegué a tiempo para cambiarle el pañal. Se mantuvo sentada, silente, cabizbaja. Se levantó con mi ayuda.

―Lávate las manos ―le dije al mismo tiempo que le acercaba el cepillo dental para que se cepillara los dientes. (He descubierto que, si aprovecho el momento, no hay resistencia y hace todo de buena gana). Terminó y le di la toalla para que se secara.

―Acuéstate ―volví a decirle, pero siguió para la sala.

La seguí y le sintonicé las noticias. Volví al cuarto y traté de dormir un poco más. No pude.

Regresé a la sala. Allí permanecía donde la ayudé a sentar; una estatua esculpida por la demencia, con la mirada penetrada en el televisor.  Le hice desayuno y se lo puse sobre la mesita. Un sándwich y el café. Seguía perdida en la televisión.  Agarré una porción del sándwich y se lo puse en las manos. Lo apretó, pero no hizo ningún movimiento. Regresé y le quité el pedazo de pan y se lo llevé a la boca.

―Come, mami.

Abrió y le dio un mordisco. Lo devolví al plato y la dejé que comiera a su ritmo.

―Mira, cómete el resto del sándwich ―le dije.

―Me lo como ahorita ―fue lo primero que le escuché hoy.

―¿Te lo guardo para después?

Asintió con la cabeza. Luego, siguió en su silla mirando la televisión. Como la mujer de Lot. Con las manos cruzadas sobre el abdomen.  Tal vez esperando… esperando a que me sentara a su lado… o en espera de que le dijera; «Vamos a llevarte a tu casa». O esperando a que le diera la vuelta consuetudinaria.  No sé porque no sabía lo que pasaba por su cabeza o qué quedaba en ella.  Allí vegetaba mientras escribía estas líneas que, como su escribiente, mi madre dejaría como legado.


Yo vivo sola

 

 

―Yo vivo sola. Y soy viuda.

Fue el estribillo de mi madre por décadas. Su orgullo siempre fue vivir sola porque, sin que fuera consciente, la definía como una mujer capaz e independiente. Estaba a cargo de todo siempre.

Desde la muerte de mi papá en el 1993, vivió en la casa que mandó a construir a su gusto en un terreno que consiguió en Villa Palmeras y compró con el dinero ahorrado. Cuando me llevó a verlo la primera vez, le dije que no me gustaba nada ni siquiera la ubicación. De mi papá, tampoco recibió respaldo, pero su tenacidad la llevó a seguir con sus planes.

Contrató a un arquitecto de Puerta de Tierra, quien se encargó de todo. Le preparó los planos de una casa que aprovechó al máximo la limitación de espacio; incluso, hasta dejó espacio para una marquesina. Fue él quien supervisó la construcción hasta su terminación.

―Yo tengo una casa bien buena. Tiene tres cuartos.     

La vivienda consta de dos plantas. Abajo está la sala, el comedor, la cocina y una pequeña terraza que mandó a techar con aluminio para mayor seguridad. Arriba están los famosos tres cuartos que siempre anunció con tanto orgullo. Su habitación es la más grande y la que tiene un balcón que da hacia la calle.

Pero dejó de vivir sola, aunque siguió cantaleteando que sí. Su cuerpo dejó de estar en condiciones ni para subir ni bajar escaleras. En una ocasión, llegó a Morovis engafada. No era su costumbre usar gafas y menos en interior.  Al quitárselas, vi el moretón en el ojo derecho. Al revisarla, sin querer subí la manga de la blusa y descubrí parte del brazo despellejado, embadurnado en crema.  Me escandalicé.

―¿Qué te pasó?     

―Nada. Que me caí.      

―¿Te caíste? ¿Pero dónde?      

―Por las escaleras de casa.      

―¿Estás segura de que te caíste o te asaltaron?     

―No, subía con un vaso de agua y se me cayó y se rompió.

No hubo certeza de saber qué ocurrió. Enseguida le dije que la llevaría al dispensario, pero se opuso. Todo el fin de semana estuve tratando el brazo y el ojo con sábila. Fue lo que me recomendaron en la farmacia, aparte de una crema antibiótica que aseguraron haría lo mismo que la sábila.

Esta caída fue el factor determinante para mudarla conmigo. Poco a poco, fui descubriendo cuán avanzada estaba la enfermedad de la demencia. Ya el neurólogo me lo había advertido.     

―Antonia, ¿qué edad tú tienes?     

―Dile, tú.

―No, no le digas a tu hijo que me la digas. Dímela tú. Tiene demencia senil y está en sus comienzos, pero con el tiempo el deterioro irá en aumento.      

―Mi mamá vive en Jayuya ―repetía a cada rato.      

Que hablara de su mamá en tiempo presente era de los comentarios más agobiantes.

―Tengo que ir a Jayuya a verla porque hace tiempo que no sabe de mí y se preocupa.     

Ante esta situación, una amiga muy sabia me recomendó que agarrara el teléfono y le hiciera creer que hablaba con mi abuela y que le informaba que mami estaba conmigo para que no se preocupara si no llegaba a la casa. La puse en práctica y funcionó.

Para mantenerla ejercitando su memoria, le traje de la casa algunas fotos de las que guardaba en el clóset. Con frecuencia se perdía y la encontraba en el cuarto revisando los retratos.

―Mira, mira. Este es mi hermano.

―Ese es tu hermano. (Era aquí donde aprovechaba para dejarle saber que su mamá había muerto). Está enterrado al lado de mamá en Jayuya.      

―Ah, ¿sí? Tiene que haberse muerto hace tiempo.     

―Mamá (como todos le decíamos) murió en el 1956.     

―Mi mamá. Mira, y ¿esta quién es?     

Le repetía cómo se llama.     

―¿Ah sí?     

―Sí.      

Mi madre y su hermana consanguínea fueron pregonadas por todo el pueblo por su madre. La mujer huía de un hombre maltratante y no podía tener a las dos niñas. A mi mamá, la crio otra familia que la quiso como una más de los hijos que ya tenían. Uno de sus hermanos la llamaba La nena por ser la más pequeña.

―Mira, este es mi otro hermano. ¿Cómo es que se llama?     

Le mencionaba el nombre y añadía:

―Ese fue el que encontró a tu verdadera mamá.      

―¿Y esta quién es?

―Esa es Ana, tu verdadera mamá.     

―Qué bonita, ¿verdad?     

Así seguíamos hasta que le quitaba las fotos y se las guardaba en la gaveta con la excusa de que no se fueran a perder. Hasta la próxima vez que las encontrara. Y volviéramos al mismo diálogo.     

Y otro día, nos encontraríamos en algún lugar, tal vez un restaurante, y allí ella le diría a la mesera o quien se nos acercara.

―Yo soy viuda. Yo vivo sola.

 

 

 

 


 

Yo era una flor

 

 

Allá en la pradera

Hay flores que esperan…

Sylvia Rexach

 

En su procesión diaria, sale de la habitación hasta llegar al baño que está a pocos pasos de su habitación.  Cierra la puerta con seguro porque no confía. No escucho lo que hace, pero estoy pendiente. Al cabo de un rato, metida en su mundo sordo, sale.  La mirada está perdida en el recuerdo en busca de algo que la haga consciente de dónde está.

Hoy no me mira como si no me conociera, pero parece no ser consciente de que estoy en el mismo espacio que habita. La llamo y no escucha ¿o se hará la sorda porque no quiere escucharme?  Mueve su butaca para sentarse. La llamo otra vez:

―Ven para que te desayunes.     

Suelta la butaca y camina mustia hasta el mostrador donde está servido lo que le he preparado hoy. Mientras desayuna, mira el horizonte que se ve desde donde está sentada.

Me pregunto qué pensará. ¿En quién, en qué? ¿Sabrá que aún vive? Ya no es consciente de lo que habla. «Yo soy viuda y vivo sola» es su letanía. «Mi casa tiene tres cuartos en el segundo piso. Yo la mandé a hacer».

Recuerdo cuán flor era. De ojos despiertos y mirada coqueta; no, pícara.     

―Yo tengo los ojos verdes.     

Cuando no dependía de nadie. Cuando buscaba ayuda y pagaba lo que fuese. No la amilanaba nada. Con el dinero que le dio mi papá, compró un negocio en Puerta de Tierra. Vendió trajecitos de niñas llenos de encajes que compraba en Bayamón y los traía en la guagua de la ruta de Comerío, como ya he recordado.  Puerta de Tierra le compraba sus trajecitos. Las nenas del barrio vestían los trajes en ocasiones especiales porque eran hechos a mano.

Puerta de Tierra la quiere, Puerta de Tierra la recuerda, el barrio la extraña. Billetera honesta.

―Vete adonde Toñita a que te confronte el billete porque esa sí no te hace trampa.

Le gustaron las plantas desde que tengo uso de razón, las rosas. Regalarle una flor era alegrarle vida.      

―Mira que lindas. Mira mis orquídeas qué muchas tiene la mata.       

Ya no es billetera. Tampoco la gran caminante, pero Puerta de Tierra la sigue extrañando porque sembró bien y ese recuerdo grato es su gran cosecha.  Ya no atiende las flores, pero no se da cuenta o no las piensa suyas. Encorvada sigue paseándose entre recuerdos. Ya no hay rosas en su huerto, pero ella sigue siendo flor en el ocaso de la vida.


 

Coquetería a prueba de locura

 

 

Se levanta y camina hacia el baño. Antes de llegar hasta la bacineta se mira en el espejo. Abre la gaveta del gabinete debajo del lavamanos y saca el cepillo. Con el brazo menos hábil como consecuencia de resistirse a un asaltante que intentó quitarle la catera (suceso que nos ocultó hasta la muerte), se pasa las cerdas sobre los mechones platinados en la raíz. Suelta el cepillo y se acomoda los mechones con la palma de la mano del brazo desencajado.

Luego de desayunar, llega hasta su cuarto y abre la gaveta del tocador. Busca, pero allí no está lo que quiere. Levanta la tapa de un figurín y escarba, pero tampoco encuentra lo que busca.  Camina hasta el clóset. Abre la puerta y saca la cartera. Se sienta sobre la cama y extrae un polvo compacto y un lápiz labial.  Abre el compacto para verse en el espejillo redondo que sostiene con la mano derecha. Con la izquierda ha aprendido a delinearse los labios con el lápiz labial.  Se lo pasa por el labio superior y luego por el inferior. Luego los prensa y se pasa el dedo meñique por ambos labios como para uniformar el color. Se pone un poco del crayón en la punta del dedo índice y lo pasa por los cachetes para darse rubor. Llega hasta el tocador y saca de la gaveta otro cepillo y se lo vuelve a pasar por el pelo. Se estruja los dedos del corazón por las cejas varias veces para peinarlas.

Nota que lleva la bata de dormir puesta y regresa al clóset. Busca y rebusca hasta que encuentra una bata floreteada y la tira sobre el colchón.  Vuelve a sentarse sobre la cama y con dificultad la veo tratar de quitarse la bata.

―Vamos, yo te ayudo ―le digo. 

Levanta los brazos y le saco por la cabeza la bata de dormir. Agarra la bata floreteada y busca el hueco que se tira por la cabeza. La ayudo a que entre la mano derecha primero para que le duela menos. Se pone de pie y se acomoda la pieza de vestir.  Vuelve al tocador y se pasa una vez más el cepillo por el pelo y los dedos del corazón por las cejas.

Agarra la cartera y sale por la puerta del cuarto. Me mira y la miro. Espero, espero las palabras diarias. Se ríe hasta que dice:

―Bueno, vámonos.

 

 


 

Yo no me voy a bajar

 

 

Llegamos del largo viaje a Boquerón alrededor de las siete y treinta de la noche. Ya el camino estaba oscuro. Ella estaba sentada en el asiento trasero y, según oscurecía, se entretuvo con las vacas, los letreros de neón y con Venus que se dejó ver en el cielo. Pero llegando a la casa, su presencia se hizo invisible.

Entramos la guagua y abrí la puerta para que saliera. Seguía amarrada con el cinturón y agarrándolo como quien no quiere caerse por un precipicio.

―Vamos, vente.

―No.

―¿Cómo que no?

―Yo no me voy a bajar.

―Tienes que bajarte.

―Pues yo no me voy a bajar. Yo me voy a quedar aquí, yo me voy para casa.

Fue la misma cantaleta del día anterior. Estaba cansado y no tenía ganas de discutir con ella. Así que la dejé en la guagua con la puerta abierta y en la oscuridad. Encendí la luz de la marquesina para que no estuviese tan oscuro y no fuese a caerse si le daba por bajarse.  Me preparé un sándwich como cena, pero, entre bocado y bocado, salía a ver si se había bajado. En un momento, me dio la impresión de que iba a hacerlo, pero, al verme, desistió.

Terminé de cenar y volví regresé. 

―¿Te vas a bajar?

―No, a mí me van a llevar a mi casa.

―Esta es tu casa.

―No.

―Bájate.

―No, yo no me voy a quedar en esta casa.

―Pues ¿te traigo una almohada para que duermas aquí?, porque yo me voy a acostar ya.

―Yo no voy a dormir aquí.

―Pues sí, porque te quedarás sola.

―A mí no me importa, yo me quedo aquí.

Entré a la casa y seguí con la rutina previa a acostarme. Ella seguía en la guagua, aunque ya tenía el cinturón de seguridad desabrochado. 

―Mami, bájate.

―No.

Entonces se me ocurrió abrir la otra puerta, agarrar la cartera y llevármela. 

―¡No, no, dame! ¡No me lleves la cartera, sangrigordo! Dame eso.     

No le hice caso y seguí con el bolso y lo metí dentro del clóset. Al poco rato, entró echando pestes por la boca.  No le hice caso. Ya estaba adentro.  Se sentó en su butaca.

―Mira, dame la cartera que me voy.

―Después de que te comas algo.

―No, yo no voy a comer nada.

―No comerás nada, pero tienes que tomarte las pastillas.

Busqué las pastillas y se las eché en un vasito; también le llevé un vaso con agua.  Agarró el vasito y se lo empinó. Luego se tomó un buche de agua.

―Toma más agua que no has bebido agua hoy.

Esperé y la vi tomarse otro sorbo de agua. Luego le llevé un guineo. También se lo comió sin chistar. Le ofrecí galletas, pero no quiso. No insistí.

Me senté a su lado a esperar que le dieran ganas de acostarse o le diera sueño; la primera de las dos. Pero estaba empecinada con irse.

―Yo no voy a dormir aquí. A mí me van a llevar a mi casa. ¿Dónde está el que me va a llevar?

―No sé porque yo no soy.

―El otro.

―Aquí somos tres nada más y ninguno va a salir a esta hora de la noche; esta es tu casa y ese es tu cuarto ―le repetí.

―No.

Al poco rato me dice:

―¿Y dónde es que tú vas a dormir?

―Aquí detrás de esta pared y tú duermes en el cuarto de allá ―le contesté convencido de que era un indicio de que faltaba poco para acostarla.

Miró en dirección al cuarto, pero la terquedad la hizo mantenerse en su butaca.  Cansado de esperar, apagué la televisión.

―Me voy a acostar ―le dije, pero se mantuvo en la butaca―. Vente que estás cabeceando.

―No, no. Yo no tengo sueño. Yo me voy; yo no voy a dormir ahí. ¿Y aquí no hay otra mujer?

―No, somos tres: tú, el Jimmy y yo.

―¿Y dónde está el otro?

―En la hamaca.

Logré que se levantara. La escolté al baño y, a regañadientes, le cambié el pañal. Le seguí hasta su cuarto.

―Deja, qué mucho tu fastidias. No me pases eso ―protestó cuando le pasé la toallita desechable con jabón por la espalda―. Qué malo tu eres conmigo ¿Por qué me haces esto? Déjame; yo me pongo la bata. Deja, deja. Dame acá las pulseras. Sí, ponlas ahí. Espérate, no me molestes más. Deja eso; deja eso; ay, Dios mío.

Terminé mi faena. Le eché la sábana por encima y apagué la luz. Salí de la habitación agotado. Había sido un día largo. Esperé un rato hasta asegurarme de que se había dormido. Me duché y me metí en la cama con la esperanza de que no se levantara durante la noche y de que se despertara después que yo lo hiciera.  Estás veinticuatro horas habían terminado para mí.  Mañana me preocuparía por las próximas veinticuatro.


 

El pañal

 

 

Son las cinco de la madrugada y ya ella está frente a la puerta del baño como casi todos los días.  Me salto de la cama y, al levantarle la bata, me doy cuenta de que no tiene puesto el pañal. La dejo allí sentada y corro a su cuarto. La sábana está empapada, pero no hay rastro del pañal. Busco en el cesto de basura y no veo ninguno.  Reviso todo el cuarto y el clóset y tampoco aparece nada escondido allí.  ¿Dónde lo habrá metido?, me pregunto mientras olfateo a ver si el aroma me indica dónde ha metido el pañal.

Regreso al baño y reviso el cesto de basura. Allí encuentro un pañal blanco. ¿Pero y el otro? De momento, caigo en cuenta de que le he puesto un pañal blanco la noche anterior y no rosa. Aquel es el pañal que se había quitado. Respiro. Me relajo. Saco de la bolsa otro nuevo y se lo ayudo a poner.  La levanto y, como todavía está oscuro, le digo:

―Vete y acuéstate.

Me hace caso y regresa a la cama hasta las seis y treinta de la madrugada. Ya yo me encuentro en la sala esperándola para servirle el desayuno.


 

¿Come esto o come de esto?

 

 

Son dos frases similares, pero muy diferentes. Frases que me repite cuando le pongo el plato de comida frente a ella.

«Come de esto» es la más liviana.  Es una frase dulce que implica que se va a comer la comida, pero no toda. Que encuentra que es mucho. Es una frase que ha usado conmigo toda la vida. Siempre ha compartido conmigo lo que se ha ido a comer. Yo, en cambio, tengo mucho cuidado de no mirarla cuando come porque propicia el que me ofrezca de lo que está en su plato.

Muchas veces, tengo en el mío una porción menor de lo que le he servido, de manera que, al momento que me ofrezca, le muestro que ya tengo lo mismo. Ella se tranquiliza y sigue comiendo. (Esta estrategia la uso también cuando come sorullos; me ofrece uno, lo cojo y lo dejo para mostrárselo cuando me ofrece el próximo; mientras sigue comiendo). «Come de esto» también me deja saber que, si ya ha comido, está llena, que no quiere más.  A veces, insisto y logro que termine; en otras, las más, no lo deja.

«Cómete esto» es una frase más dura, en infinidad de ocasiones dicha enojada y acompañada de «yo no me voy a comer eso» (con énfasis en «eso», como si fuese una porquería) y de «no quiero».  Es la frase que más me desbalancea.  Me pone la mente a funcionar a la velocidad de un rayo para conseguir una alternativa rápida y sustituirle lo que no quiere.  Lo cierto es que, una vez dicha la frase, se tranca y no apetece comer nada más.  A menudo, la repite cuando está con la manía de irse para su casa.  Raras veces, me funciona esperar un rato y volvérsela a poner frente a ella.

―Pues no comas nada ―termino diciendo cansado de intentarlo y retiro el plato al mismo tiempo que busco las pastillas para que se las tome.

Lo más fácil es comerme lo que deje para no botar comida, pero no lo hago. Hacerlo es como decirme «que se jorobe todo» y mortificarme comiéndome lo que no me debo de comer porque fracasé en mi gestión de alimentarla. Cuando le recojo el plato lo dejo en la cocina lejos de mí. Lidio con la situación luego de haberme sosegado. Tengo un plan de alimentación diferente al suyo. Seguirlo es indicativo de que me cuido para poder cuidarla bien.

No son muchas las opciones que tengo para que coma. Veo cómo espulga la comida cuando le encuentra puntos oscuros. Ejemplo, caldos con rastros de yerbas. Ofrece la menor resistencia a las frituras, tal vez porque las comió por años mientras vendía billetes en Puerta de Tierra, pero tienen que estar enteras.

El color de los alimentos también es importante para que coma.  Le refresco la memoria, aunque muchas veces ni recordándole lo que tiene de frente decida comerlo.

―Cómetelo tú, no quiero ―me dice―. No me gusta ―me dice en otras, aunque el día anterior se lo comiera con gran gusto.

Mientras, sigo armando el rompecabeza de su alimentación.

 

 


 

Come, come

 

 

―¿Qué es eso?

―Una cremita de calabaza.

Mira el plato con la taza de sopa y hace un gesto con la boca que interpreto como: Ponla ahí; yo me la como ya mismo.

Espero a que la estudie. Agarra la cuchara, la sumerge en la crema y se lleva a la boca el contenido. 

―¿Está buena?

―Sí.

Hace un mes, había problemas para que comiera. El proceso se convirtió en una lotería.  Hoy le gusta; mañana, no.

Entre tanto, he identificado ciertos alimentos que son una línea: el sándwich de jamón de pavo y queso, los guineos, cualquier fruta que pueda batirse y quede como mantecado, los sorullos, chayotes, las papas fritas, los pastelillos y los plátanos cocidos.

Ya no come arroces solos ni con nada; tampoco, pescado.  Muy raras veces come habichuelas como si fuera sopa. Los trozos de carne y pollo también son una lotería. No come nada que tenga rastros o adornado con hojitas aromáticas.

La avena cae entre los platos inciertos. Hay veces que se la come. En otras me contesta:

―No me gusta eso.

―Pero si te la comiste ayer.

―Mentira, yo no como eso.

En tales casos, espero varios días y vuelvo a la carga. 

―Mira, mami, esto es una avenita que te preparé.     

Se la pongo en su mesita de comer sin darle oportunidad a negarse.

―Está caliente, cuidado ―le digo. 

―Pero está muy caliente.

―Te lo acabo de decir. Empieza por los bordes.

La dejo y no la miro hasta que, con el rabo del ojo, veo que ha terminado. En ciertas ocasiones, se come la mitad y me dice:

―Mira, ¿tú tienes de esto?

―Sí, mami, tengo un plato acá ―le miento―. Cómetela toda.

Veo que empuja el plato.

―Mami, pero te falta.

―No, no quiero más.

Me le acerco y me siento su lado.

―Toma ―le acerco la cucharada de avena.

―No, no quiero.

Le acerco más la cuchara. Ella abre la boca y le doy el bocado.

―No me gusta ―dice con la boca llena.

Vuelvo y hago lo mismo y así seguimos hasta que se la come toda.

Estos días han sido buenos, ha hecho las tres comidas. Sigo experimentando con los alimentos. Acepto que no todos los días son iguales, por ello trato de que el desayuno sea lo más fuerte posible. Intento tener plátanos maduros en la casa siempre. No falla. Cada vez que se tranca y no quiere comer, le cocino un plátano. Se lo corto en porciones que pueda agarrar con los dedos y se lo sirvo. No hay resistencia y se lo come todo.

He descubierto que prefiere comer con los dedos, por lo que le sirvo en el plato las porciones de un tamaño cómodo para que las agarre y se las coma.

No todos los días son iguales. No todos los días son exitosos, pero en todos intento hacer que coma, aunque a veces me diga:

―Yo no voy a comer, mira para allá lo gorda que estoy.

 

 

 


 

Psicología invertida

 

 

Son las tres y treinta de la tarde. Ambos estamos sentados uno al lado del otro, como todos los días, viendo la televisión. El cielo afuera se nubla y comienza a llover.

―Mira, hay que meter el carro.

―Ahorita se mete, mami; está lloviendo.

El aguacero arrecia. Se oscurece más.

La observo levantarse de la silla. Me imagino que va para el baño, pero, aun así, le pregunto:

―¿Para dónde vas?

―Me voy a acostar.

―¿Que te vas a acostar?, pero si no son ni las cuatro de la tarde.

―Ay, sí; estoy cansada.

―Pues no te puedes acostar porque ni siquiera has comido.

―Yo no voy a comer ―contesta.

De súbito, se me enciende el bombillo y le digo en tono de broma:

―Pues acuéstate; quiero que te acuestes ahora, ahora mismo.

―Yo no me voy a acostar ahora ―contesta muerta de la risa

―Que te acuestes.

―Que no.

Vuelve a entretenerse con la televisión un rato más hasta que se levanta de la butaca y camina hacia el cuarto.

―Hay que cerrar la puerta del balcón porque se mete el agua. 

―Mami, la dirección de la lluvia está en dirección contraria; no hay que cerrar.

―Me voy a acostar.

―No te puedes acostar ahora porque luego estás caminando por la casa a las doce de la noche.

―Embuste ―responde dándome un manotazo en el brazo.

―Sí, te levantas y no dejas dormir a nadie más ―le contesto en tono de broma.

―No.

―Pues acuéstate; quiero que te acuestes ahora.

―No.

―No, ¿qué?

―Que no me voy a acostar ahora.

―Mira, mira cómo llueve allá afuera ―se me ocurre decirle.

―¿Dónde?

―¿Pero no ves la lluvia caer?

―Ah, sí.

―Mira, vente para que veas este «reality», es bien bueno; hoy eliminan a uno.

Veo cómo retrocede y se sienta en la butaca. Se entretiene viendo el programa en la televisión.  Tal parece que se le ha olvidado la idea de acostarse, me digo.

―Escampó, voy a meter el carro.

Salgo y lo estaciono en la marquesina. 

―¿Y tú te vas a acostar? ―dice tan pronto entro a la casa.

―Yo no.

―¿A qué hora tú te acuestas?

―A la noche.

―Pues yo me voy a acostar.

―Mira, mira lo que está haciendo aquel en la televisión.

Vuelve a sentarse y se entretiene una vez más.

―Mami, te voy a hacer un sándwich para que te lo comas.

―No, no; yo no voy a comer nada.

―Pues te hago un plátano maduro.

―No, no quiero. 

―Pero si no has comido nada.

―Sí, yo comí.

―Comerte unas galletas no es comida.

―No importa, no quiero nada.

Desisto. Me mantengo cambiándole la conversación hasta lograr que den las seis menos cuarto. Busco las pastillas y se las doy.

―Vamos, que tienes que ir al baño.

―¿A qué?

―A orinar.

La llevo sosteniéndola por los hombros, la siento y le cambio el pañal. Aprovecho para lavarle la espalda y la entrepierna con una toallita húmeda con espuma.

―Ay, Dios mío; no me hagas eso. 

―Sí, hay que hacerlo porque te salen llagas.

―A mí no me salen llagas.

―No te salen llagas porque yo te mantengo limpiecita.

―¡Ah!, embuste.

Salimos del baño y, en el cuarto, la ayudo a quitarse la bata. Estira la mano y agarra la de dormir.

―No, no; espérate que te voy a pasar otra toallita por el cuerpo.

―Ave maría ¿ya vienes con la toallita?, qué mucho tu fastidias.

Entre las quejas y resistencia diaria, la aseo.  Le echo un poco de rociador en los pies para evitar que le salgan hongos. 

―Nos vemos mañana ―le digo al mismo tiempo que apago la luz.

Entro en el baño y me lavo las manos para prepararme algo de comer; luego bañarme y acostarme.  Tan pronto termino en el baño, no tengo que apagar nada. El servicio eléctrico se va; por ende, nos quedamos a oscuras y sin servicio de agua. Luego de comerme algo ligero, entré en el cuarto de ella a buscar las toallitas húmedas para bañarme.


 

Los últimos aletazos del día

 

 

―Mami, te voy a preparar un pastelillo para que te lo comas.

―¿Pastelillo? ―responde encogiéndose de hombros.

Saco el pastelillo y lo aso en el horno de aire. Mientras, preparo lo que voy a cenar.  Tengo que aprovechar el momento en que come para hacer lo mismo tranquilo.  De lo contrario, interrumpo mi desayuno, almuerzo o cena, cada vez que se levanta de la silla.

Le llevo el plato de comida e identifico lo que he servido en el plato. Me percato de que observa que el pastelillo tiene los bordes partidos.

―Mami, le faltan unos cantitos porque se partió mientras lo hacía ― adelanto a decirle y aprovecho a cortarle un pedazo para llevárselo a la boca.  La dejo que coma sola.

Sentado con mi plato al frente, la escucho decir:

―Mira, ¿tú quieres de esto?

―No, mami, yo tengo acá ―le miento. 

Vuelve a ponerlo en el plato.

―Mira, cómete esto ―repite.

―No, mami, tengo acá ―vuelvo a mentirle.

No me da la oportunidad de mentirle por tercera vez. Coloca el pastelillo en el plato y se cruza de brazos.  Me levanto de la mesa y me le acerco.

―Come, mami.

―No.

―¿Por qué?

―Porque no me gusta eso.

(«Eso», cada vez que escucho «eso» me suben y me bajan). 

―Claro que te gusta.

―No, no me gusta.

―Si ayer te lo comiste. 

―No, no lo quiero.

―Mira, al menos cómete este pedazo ―digo luego de partirle el pastelillo. 

―No.

―Sí, sí ―insisto llevándole el trozo a la boca.

Tuve suerte de que lo sostuviera en la mano.

―Vamos, cómetelo.

Veo que se lo lleva a la boca y se lo come. Recojo lo que sobró y regreso a terminar de comer.  Tan pronto me siento, se levanta.

―¿Para dónde vas?

―Me voy a acostar.

―Pero si no son ni las cinco y media.

―No me importa; estoy cansada. 

―Pero espérate a que termine de comer al menos.

―No, me voy a acostar.

Dejo de comer como me pasa casi a diario y me le acerco.

―Vamos ―digo.

―¿Para dónde?

―Para el baño. 

―No, me voy a acostar. 

―No, vamos para el baño.

―¿Para qué?

―A cambiarte el pañal.

―Yo tengo el pañal limpio.

―No, vamos.

Logro llevarla al baño y le quito el pañal mientras ella hace lo imposible por evitarlo.  Con la mano enguantada, aprovecho y la aseo.

―Ay, deja eso; ave María.

―Lávate las manos.

La llevo a su habitación. La ayudo a que se quite la bata. Intenta agarrar la bata de dormir al mismo tiempo que saco una toalla húmeda del paquete. Comienzo mi proceso de limpieza y comienza con la protesta y el manoteo.

Respiro profundo para reprimir las ganas de contestarle. (De nada vale ponerme pico a pico con ella porque la sublevo más. Me relajaré cuando me bañe más tarde). Agarra la bata de dormir y se la quito.

―No, deja que termine ―digo. 

―Ave María, ave María; sangrigordo; qué mucho tu fastidias; deja eso.

Termino con la espalda, la ayudo a ponerse la bata. 

―Vamos, párate para bajarte la bata.

Al ponerse de pie, aprovecho para frotarle la parte trasera de los muslos.

―Deja, no hagas eso. ―dice a la vez que me suelta una palabrota.

—Mientras más protestes y te resistas más me tardo.

―¡Ah! (Vuelve a soltarme otra palabrota). 

―Vamos acuéstate.

Se deja caer en la cama y ahí aprovecho y le froto las piernas.

―Deja, deja; no me molestes.

―No trinques las piernas que me lastimo la espalda.

―¡Ah!, sangrigordo. 

―Y tú… ―reprimo lo que voy a decir.

Termino mi faena.

―Dame acá eso ―ordena.

Le echo la sábana por encima. Meto la toallita dentro del guante. Salgo extenuado del cuarto y apago la luz. Regreso a la mesa, pero no tengo hambre. Estoy drenado.

El día ha sido bueno, pero el final ha sido duro. Tan pronto me duche, me acuesto para amanecer despojado y recargado. Mañana volveremos a lo mismo de todos los días: a escribir una página en blanco, sin recuerdos, ella vestida de demencia hasta que termine el día.


 

Señor, ese es el baño de damas

 

 

Luego del duchazo y que la señora se emperifollara, salimos a darle el paseo del día. En medio de la vuelta, dieron las doce del mediodía y nos apretó el hambre.  Nos dirigimos a un restaurante cerca de donde nos encontrábamos, que queríamos conocer por las buenas críticas.

Tan pronto llegamos al local, nos pusimos las mascarillas como ha sido requisito durante la pandemia. Como nos estacionamos tan cerca de la entrada, no le bajamos a la señora el carrito de ruedas sino el andador. Esperamos que el mozo nos diera acceso al interior y nos llevara a una mesa en la esquina del local.  Había pocos comensales.

―Ponme la cartera allí ―dijo ella.

Acomodé la cartera en la silla vacía frente a mí. Revisamos el menú y ordenamos unos refrigerios. Ella se vira hacía a mí y dice:

―Quiero ir al baño. ¿Dónde está el baño?

―Mami, yo no sé, pero vamos a ver.

Me levanté, eché una ojeada y vi una puerta angosta identificada como baño para varones. Por lógica miré hacia el lado contrario y vi la puerta con el rótulo que leía: baño para damas. Regresé a la mesa y le dije:

―Vente que ya lo encontré.

La ayudé a levantarse y la agarré por los hombros para escoltarla hasta el baño.  Estiré la mano y abrí la puerta. Ella entró al angosto recinto y yo detrás. Al entrar e intentar pasarle el seguro a la puerta, el secador de mano se activó con mi hombro. Ella se sobresaltó.

Le levanté la bata y la ayudé a bajarse la ropa interior desechable y  ¡sorpresa!

―Ay, Dios ―dijo muerta de la risa. El pañal estaba sucio. 

―Ay, Dios ―repetía―. Ay, Dios.

―Nada, nada; no pasa nada. No te preocupes. Vamos, límpiate.

Agarró el papel higiénico y comenzó en su proceso interminable. Mientras, yo pensaba en qué hacer. ¿La dejo sola y salgo a buscar al Jimmy para que me traiga el bolso de emergencia? Me sentí torpe.  Me tumbé contra la pared y el maldito secador de manos se activó otra vez. Me dio pena con ella que seguía en su letanía del ay, Dios.

No lo pensé más. Salí pendiente de que nadie fuese a abrirle la puerta del baño. Le hice señas al Jimmy para que buscara el bolso.  De regreso al baño, la empleada del local notó que caminaba en dirección al baño equivocado y me gritó:

―Señor, ese es el baño de damas.

―Es que mi mamá está adentro ―le respondí.

―Ah, okey.

Abrí la puerta y entré. Al tratar de pasar el seguro de la puerta, sin querer mi hombro pasó por debajo del secado y volvió a encenderse la porquería aquella.

―Ay, Dios ―dije.

―Ay, Dios ―repitió ella cuando me vio.

―No te apures que ya resolvemos esto.

―Ay, Dios.

―No te preocupes.

Tocaron a la puerta. Abrí y era el Jimmy. Con los ojos desorbitados le pregunté:

―¿Y el bolso?

―No hay bolso.

―¿Cómo que no hay bolso?

―No está en la guagua.

―¿Pero…?

―Toma.

―¿Y qué es esto?

―Pues la almohadilla que se pone en el asiento y una toalla.

―¿Una toalla ¡de fregar!?

―No hay nada más, lo siento.

Agarré las dos cosas preguntándome qué diablos haría con aquello. 

―Mami, levántate.

―¿Qué es eso?, ay, Dios.

―Voy a ver cómo te… ay, Dios …pongo esto porque no hay pantis. 

―Ay, Dios. 

―Levántate para ver cómo lo hago.

La ayudé a levantarse. Traté de empaquetarla con la almohadilla y no hubo forma. 

―Mami, siéntate en lo que…     

No terminé de hablar cuando ya se había sentado encima de la almohadilla.

―Pero espérate que tengo que sacar esta cosa.

Se aupó y halé la cosa y… ¡Sorpresa!

―Ay, ¡Dios! ―dijo muerta de la risa otra vez.

La cosa estaba sucia también porque se había defecado.  Se la quité. La hice un bollo y la tiré en el cesto de basura junto con el pañal. Se volvió a sentar y entonces fue que la tripa hizo fiesta.  Se reía más. Yo me aturdía.

Me movía de lado a lado en aquel lugar angosto, activando el maldito secador de manos.  ¿Qué podría hacer? No podía salir así. Solo había una opción.  Ni modo, dije. Me puse de espaldas a ella. Me aflojé la correa y el maldito secador de manos se activó. Me solté el cinturón y bajé la cremallera.  Me quité los zapatos y el pantalón en medio de las sopladas del secador de mano, cuyo efecto era que se riera más.

―Pero mira, ¿qué vas a hacer?

―Ni preguntes ―contesté.

Me bajé el calzoncillo y me lo quité. Lo deje en un lado del lavabo. El secador de manos seguía activándose mientras volvía a vestirme. Ella se moría de la risa por haberme visto las nalgas y por mi lucha con el secador. Seguía enseñándome el papel sanitario que, por momentos, se veía más limpio y, en otras, se tornaba más oscuro. Me puse los pantalones y los zapatos. 

―Vamos, límpiate.

Se limpió y la repasé lo mejor que pude. 

―Siéntate.

―¿Para qué?

―Para ponerte el calzoncillo.

―Ave María.

―Mami, no hay nada más y no vas a salir por ahí sin pantis.

―Ay, Dios.

―Quítate los zapatos.

Me doblé y le metí los pies por los huecos del calzoncillo.

―Levántate.

―¿Para qué?

―Para subirte el calzoncillo, vamos.

Se levantó y le acomodé la pieza de ropa.  Revisé que no se le fuera a caer de regreso a la mesa. 

―¿Estás bien?

―Sí.

―Lávate las manos.     

Salimos del baño y por última vez se activó el secador de manos. Era como si se despidiera de mí. Ambos nos reíamos como cómplices de alguna fechoría. Ella iba con mi calzoncillo y yo, como dicen los estadounidenses, comando.  No sabía si irnos del lugar o arriesgarnos a almorzar lo que ha habíamos pedido.

Almorzamos. Nos disfrutamos la comida, pero yo rogaba al universo que no hubiese otro accidente intestinal.  Al terminar, regresamos al carro. Ella como que se acordaba de nuestra fechoría y se moría de la risa. Yo también. Ni modo.


 

Toallas húmedas, jabón en espuma y lociones

 

 

Desde que estamos bajo el mismo techo, he estado pendiente en extremo de que ella tenga todo lo necesario para su aseo. El baño es algo, por lo que he leído y escuchado, que los pacientes de demencia y Alzheimer tienden a rechazar como los gatos el agua.

Agarro la silla de baño y la acomodo en el medio de espacio para ducharse. Ve lo que hago y dice:

―No, ¿para qué es eso?

―Para bañarte.

―No, yo no me voy a bañar nada.

—Hace unos días que no te bañas.

―Embuste, yo me baño.

―No te bañas nada.

―¡Ah!

Ahí queda el asunto y sigo con los baños de gato por no alterarla ni yo perder la paz mental.  Confieso que me irrita que me contradiga y más cuando tengo la razón, pero es un asunto que trato de superar a diario. En otras ocasiones, tengo que ser más enérgico para convencerla de que hay que bañarse.

Lo mismo ocurre con los pañales desechables. La guerra matutina y vespertina cuando le rompo la costura para cambiárselos. (Mi espalda se lastima menos que si los llevo hasta abajo y se los quito).

―Oye, pero no me rompas eso.

―Mami, no te apures que te voy a poner otro limpio.

―¡Ah!

―Ay, tan linda, tan simpática que te levantaste.

―¡Ah! ―responde, pero se ríe.

Todas las tardes, la convenzo de entrar en el baño para no perder la oportunidad, cuando le cambio el panti desechable, de asearla con el jabón en espuma. A la hora de acostarla, aprovecho con la toalla húmeda y se la paso por el resto del cuerpo, mientras protesta por lo mucho que la mortifico.  Al final, le paso la crema o el talco para que no le salgan llaguitas en la espalda.

En estos días, he descubierto que me responde mejor si le hablo en un tono bajo y lo más sosegado posible para que no de pie a que se subleve.

Esta mañana, se pasó de hora. Durmió hasta pasada las siete de la mañana. Al sentirla, me asomé y me vio. Se rio. (Buen indicio).

―Oye, hoy te cogió el día.

Vuelve a reírse. La agarro por el brazo… y comienza mi día.  Las toallas y cremas están listas en el baño.

No se me hace fácil asearla siendo yo varón y ella mujer.  El pudor juega un papel importante en todas nuestras rutinas de aseo. Por mucho tiempo, me angustió enfrentarme a su desnudez, algo que también era importante para ella. 

Nunca se dejó ver desnuda de mí y ahora, en las postrimerías de su vida, me torturaba enfrentarme al momento en que ella no pudiera asearse por sí sola. 

Comenzó de manera indirecta cuando la toqué por la entrepierna. Aquel día me enguanté la mano y pasé una toalla húmeda del frente hacía atrás. Noté su resistencia y su incomodidad, pero hubo que hacerlo y, como a todo, ambos nos fuimos acostumbrando.

Entre toda esta actividad, la dejé de ver como mi madre. La vi como una anciana que tenía a mi cargo y que cuidaba. Esta visión, me facilitó la faena, aunque nunca dejó de ser difícil. 

 

 

 


 

No pregunté

 

 

Esta mañana salí de la cama primero.  Me cambié de ropa y me puse la faja por si se presentaba la oportunidad de ducharla.  Aproveché y medité en lo que se despertaba, en lo que oía el ruido característico que hace al ponerse los zapatos.

Tan pronto lo escuché, llegué hasta su habitación y prendí la bombilla.  Me miró extrañada. Me acerqué y abrí las persianas en lo que se calzaba. La ayudé a llegar al baño. Se sentó en la bacineta y le quité el pañal. La bata estaba mojada igual que la cama.  No lo pensé dos veces. No pregunté para no darle oportunidad a protestar, a negarse. Le levanté la bata y se la saqué por la cabeza.  Volví a su cuarto a buscar otra bata limpia y regresé. Le quité el sostén y acomodé la silla de baño bajo la ducha.

―Vente, mami, camina hasta acá.

No dijo nada. Agarrándose de mí, me hizo caso sin chistar. 

―Agárrate de la barra de metal; eso; ahora, siéntate en la silla.

Busqué el champú y el suavizante y los puse cerca de mí. Abrí la ducha y me aseguré de que el agua no estuviese ni muy fría ni muy caliente. Puse el chorro sobre su cabeza. Se mantuvo quieta; tampoco chistó.  Cerré el grifo y le puse el champú. Aproveché, como me enseñó mi prima «beautician», a darle un masaje en el cuero cabelludo.  Enjuagué otra vez. Agarré el palo con la esponja de baño y exprimí la loción de baño en la esponja. Se la froté por todo el cuerpo.

―Mami, agárrate de aquí (la barra de metal) para enjabonarte la espalda.

Se levantó y enjaboné la espalda y la parte posterior de las piernas.

―Siéntate, en lo que te enjuago.      

Abrí la ducha otra vez y la pasé por todos los pliegues de aquel pequeño cuerpo encorvado. Terminado el enjuagado, la sequé.

―Mami, vente; camina para acá y siéntate aquí para terminar.

La ventaja es que el baño en la casa donde estamos viviendo es pequeño. Todo está a la mano.     

―Vamos, mete el pie por aquí ―dije a la vez que saqué un pañal del estante que está detrás de ella.

―¿Hum?

―Que metas el pie por el hueco ―me hizo caso―. Ahora el otro.

Le subí el panti desechable hasta las rodillas. El resto lo hizo sola cuando se puso de pie.

Estiré el brazo y agarré el sostén limpio.

Mami, mete la mano por aquí; ahora, la otra ―dije mientras cerraba los broches―. Ya; vamos, acomódatelas tú.

Se bajó la copa del sostén y acomodó los senos. Agarré la bata y se la metí por la cabeza.

―Ven, entra la mano derecha por aquí; la derecha primero. Ahora, la izquierda; eso; vamos, párate.

En lo que se acomodaba la bata, saqué el cepillo de la gaveta y se lo pasé por la cabeza. Luego agarré el cepillo dental, le puse el dentífrico y se lo di. De manera mecánica, se cepilló los dientes.

Habíamos terminado con la empresa de hoy. No pregunté nada; solo ejecuté sin pedir permiso. Mi espalda no había sufrido porque estaba protegida con la faja.  Me sentía bien por haber logrado una tarea nada fácil: que se bañara.  La llevé a su butaca y le preparé el desayuno, esperanzado de que se lo comiera todo como había hecho en los pasados días. Esa noche no habría lavado con toallitas. Esa noche no escucharía los «deja eso, oye» ni los «qué mucho tú chavas» antes de acostarse. Ya estaba bañada. La misión estaba cumplida.


 

La intranquilidad

 

 

Escucho pasos.  Miro el reloj. Son las 5:45 de la madrugada.  Salto de la cama y la entro en el baño a cambiarle el pañal. La bata está seca, qué bueno.  No habrá que lavar ropa hoy, me dije. Aprovecho para que se cepille los dientes.

―Vete y acuéstate que es temprano, no ha amanecido todavía ―le digo tan pronto termina.

―Ave María.

Antes de salir del baño, abre la gaveta, saca el cepillo y se lo pasa por la cabeza hasta verse peinada. Lo va a enganchar en el porta toallas, pero recuerda que va en la gaveta. 

―Vente, acuéstate.

Llega hasta la cama y se acuesta. Regreso a la mía, aunque sé que no dormiré más.  No pasan dos minutos cuando veo la silueta que sale del cuarto. Camina hacia la sala. Me levanto otra vez a supervisar lo que hará, no sea que agarre el celular o el control de la máquina de masaje creyendo que es el control remoto en un intento de encender la televisión. Se acerca a su butaca y se tira. Me mantengo inmóvil.  Enseguida vuelve y se levanta.  Se acerca a la pared, pero no ve que estoy al lado del borde de la pared, observándola. 

―¿Qué haces? ―le pregunto.

Me contesta una especie de jeringonza y regresa a la butaca como lo haría una persona ciega.

Me meto en la cama. No pasan dos minutos cuando la veo regresar y entrar en mi cuarto. Se acerca a la cama. Tantea hasta encontrar mi pierna. Me da con insistencia.

―Déjame ―digo sabiendo que no me hará caso.

Sigue subiendo hasta encontrar el brazo.

―Déjame, todavía no ha amanecido.

Sé lo que quiere, que me levante, pero no quiero. Todavía no. No es hora. No son las seis.

Se aleja. La puerta del baño está cerrada porque el Jimmy está adentro. La observo halar la puerta con insistencia. Él abre. Ella le da la queja de que estoy en la cama.

―Déjalo que descanse ―contesta el Jimmy y cierra la puerta.

Regresa a su butaca. Me rindo. De todas maneras, ya han dado las seis. Me levanto y salgo a prepararle el desayuno. Se levantará para ir al baño y yo la seguiré. Protestará por mi presencia allí. Me enguantaré la mano todas las veces y esperaré.

Saldrá del baño. Volverá a sentarse en la butaca. Pasarán varios minutos y se levantará infinidad de veces. Haré lo mismo y la seguiré. Entrará a su habitación. Yo también. Se cambiará de ropa. La supervisaré. Volverá a su butaca y se sentará. Yo regresaré a la mía. La intranquilidad seguirá presente durante todo el día, como todos los días. Hasta que se canse y se acueste en la tarde porque se habrá terminado su día.

 

 

 

 

 

 

 

 


 

La cosa empeora

 

 

Llegamos de un gran paseo por Loíza cerca de la hora de cenar. El día había estado muy tranquilo. Ella entró y salió de su mundo escuchando la música. Llevaba dos comidas exitosas.

―Te voy a preparar algo para que cenes ―dije.

No contestó nada. Estaba embelesada con las noticias en la televisión.

―¿Qué es eso? ―dijo cuando le puse el plato en su mesa.

―Panapén hervido, a ti te gusta; mira, ese es de un palo que tú le trajiste al vecino hace años.

Dejé el plato con el panapén trozado y me alejé para que no tuviera excusa de dejar la comida.

―¿Tú comiste?

―Tengo acá.

La vi jugar con la comida, pero, al final, se la comió toda. Le llevé las pastillas, pero esta vez le añadí un relajante que da mucho sueño. La noche anterior se mantuvo levantándose cada dos horas y muy terca para regresar a la cama. Yo perdí muchas horas de sueño y de paz.

Pasó una hora y noto con el rabo del ojo que está dormida.

―Mami, vente para que te acuestes; estás dormida.

―No, yo estoy viendo la televisión.

No dije nada.  Esperé. Otra vez, la veo con los ojos cerrados.

―Mami, estás dormida.

―Que no, que no estoy dormida.

―Vente para que te acuestes.

―¡Yo no voy a dormir aquí!

―Pues yo me voy a acostar porque estoy cansado.

Me levanté y le apagué la televisión dejándola a oscuras. Solo quedó la claridad que entraba por las ventanas.

Ya en el cuarto, la escuché levantarse y caminar hacia su habitación. Regreso y la sostengo por los hombros para ayudarla. 

―Vente, vamos a cambiarte.

No dijo nada. Tal parecía que la pastilla le aplacaba la contradicción característica en ella.  Se sentó en la cama. Busqué la toallita húmeda y comencé el ritual de bañarla. Ahí fue que explotó de coraje.

―Déjame, no, no, no. 

―Sí, sí, sí; si no hago esto te salen llagas.

―A mí no me salen llagas.

―Déjame hacer mi trabajo ―insistí.

―Vete para allá.

―Échate para atrás ―le dije y la hice recostarse y así pasarle la toalla por la barriga.

Entonces se violentó como ha venido haciendo en las pasadas semanas. Me maldijo, me pateó, trató de morderme, de arañarme con las uñas. Pero yo seguí con mi trabajo hasta terminar. Me abofeteó. Y ahí fue que se me salió:

―¡No me des en la cara!, ¿me oyes? No me des en la cara. Si sigues así terminas en un asilo, ¿oíste?

Enmudeció de momento.

―Sí, sí, ah, sí ―respondió luego.

―Pues sí.

―Hijo de la…

Entremedio de la discordia, le puse crema en una llaguita que le salió en una nalga. Le eché la sábana por encima y salí extenuado de aquella caldera de discordia, convencido de que la enfermedad ganó la batalla. 

Me metí en la cama y traté de dormir. Acepté que estaba furioso, no con ella, sino con la enfermedad; debía tener cuidado de que su condición mental no me sacase de las casillas. Mañana, con la cabeza fría, pensaría bien las cosas, me dije. En medio del cavilar, el cansancio hizo lo suyo y me dormí.

Al otro día, me levanté y le hice una mueca. Sonrió. Le abrí las ventanas y la ayudé a calzarse.  Fuimos al baño y le cambié el pañal. No dijo nada.  Se cepilló los dientes y le preparé desayuno.

Todo había comenzado bien. Estaba más tranquilo, convencido de que aún podía con esta enfermedad que le robaba su esencia.  Al menos, yo seguía en pie de lucha.


 

Cambio de estrategia

 

 

Luego de que se desayunara todo lo que le puse en el plato, busqué su programa de Tenderete en Televisión Española. Estaba calmada. Llegué a pensar que podría ser efecto del relajante que le di la noche anterior.

―Vente a cambiarte ―dije con voz queda luego de pasadas unas horas.

―¿Para qué?

―Para dar una vuelta, vamos; te voy a buscar una bata para que te la pongas.     

Abrí el clóset y saqué una de las tres batas en tela de gingham, una verde con un cuello redondo bordado.

―Mira, te gusta.

―Sí.

La ayudé a cambiarse y esperé a que, con su mano inhábil, se peinara. La acompañé hasta el carro y partimos al colmado a hacer la compra y luego a dar la vuelta de todos los días. Llegamos hasta Orocovis a ver el nacimiento que han montado por décadas en la falda de una montaña en la época navideña.

―Mira, mami, mira qué bonito.

―Mira, ese «desto» que está allí.

Lo veo ―le contesté sin saber qué era el «desto».

Por el camino, nos detuvimos a comprar la famosa longaniza de Orocovis y dos pastelillos para ella. Estaba ensimismada con la música navideña: Pa’fuera, pa’la calle; Navidad que vuelve, tradición del año, unos van alegres y otros van llorando…

Ya en la casa, se almorzó el pastelillo. No dejó nada.  Luego, nos quedamos viendo la televisión hasta que fuese el momento de cenar. Para por la tarde, me dijo que no comería nada.  Esperé un rato y regresé con un plato con una taza de chayote y unos trozos de cerdo cocido en la freidora de aire, todo en trozos pequeños para que se lo comiera con los dedos. Todo un éxito. Busqué sus medicamentos vespertinos y el medicamento para que durmiera y se lo di.

Más tarde, la veo levantarse.

―¿Para dónde vas?

―Me voy a acostar.

―Pues vamos a llevarte al baño.

―No, yo no tengo que ir a orinar.

―Mami, ven al baño.

―No, yo oriné ya.

―Pero es que te quiero cambiar el pañal.

―Yo no me voy a cambiar nada.

No insistí porque se lo había cambiado hacía poco y lo menos que quería era alterarla. Así qué llegamos al cuarto y empezó a quitarse la bata. Yo me enguanté la mano y saqué la toallita húmeda.

―Mira, espérate. Déjame calentarte esta toallita para sacarte el sudor del día. No te pongas la bata todavía ―le dije con voz queda.

Me apresuré a la cocina y calenté el pedazo de tela. La señora me esperaba. Sin levantar mucho la voz le repetí:

―Mira, ya; esto es para sacarte el sudor.

Se quedó callada. Con mucha delicadeza, pasé el paño por la espalda, por los brazos.

―No, no; ya, ya.

―No, pero si estoy acabando ─repetí.

Seguí con mi trabajo hasta que me dijo:

―Ya.

―Muy bien, pues vamos a ayudarte con la bata. 

Esperé a que se acostara y entonces pasé el paño por las piernas combatiendo algo de resistencia de su parte. 

―Ya, ya; dame eso.

―Sí ―le dije.

Agarré la manta y se le acomodé por encima.

―Bueno, terminé. Nos vemos mañana.

Salí de la habitación complacido con mi logro y esperanzado en que durmiera la noche completa. La mañana siguiente, volvería con la estrategia a ver si obtenía el mismo resultado pacífico.

 

* * *

 

Segundo día

 

Llegamos a la casa a las cinco de la tarde, luego de haber pasado una tarde frente al mar en la Pescadería Cibuco en Vega Baja. Todo el mundo le celebró las uñas pintadas de rojo, las que enseñaba a quien se le acercara.  Le preparé comida y se la comió toda. Enseguida le di las pastillas.

Todo iba bien hasta que me miró y me dijo:

―Bueno, vámonos.

―¿Para dónde?

―Para casa, vente.

―No, yo no voy para ningún lado.

―¿Por qué?

―Porque yo vivo aquí.

―Pues yo me voy.

No la contradije. Mantuve silencio. La vi levantarse y caminar hacia el portón de entrada, con dos carteras en la mano.  Yo cambié el canal de la televisión y puse un programa de música de Navidad. Ella regresó y dijo:

―Pues yo me voy a acostar ahí en ese cuarto.

―Pues vamos, vente, para que te acuestes; pero vamos al baño para cambiarte el pañal.

Me hizo caso.

―Mami, espérate para limpiarte la espalda con una toallita para que no te salgan llagas. 

Se mantuvo tranquila hasta que terminé. La ayudé a levantarse y llegamos al cuarto. Busqué la bata de dormir, pero antes:

―Mami, déjame pasarte esta otra toallita por el cuerpo.

No me dio tiempo a entibiarla un poco, pero se la pasé por el cuerpo con suma delicadeza y sin ninguna prisa. Ella se mantuvo quieta. Se resistió un poco cuando llegué a los brazos.

―Ya estoy terminando, déjame acabar ―le dije bajito.

Se puso la bata y se tumbó en la cama. Ahí aproveché y terminé de pasarle la toallita por las piernas y los pies.

―Dame, eso ―ordenó.

―Sí.

Agarré la manta y se la eché por encima.  Se acostó tranquila; terminé tranquilo y muy satisfecho.

 

 


El ruido de la puerta

 

Estaba acostado cuando escuché el ruido que hace la puerta al abrirla. Pensé que el Jimmy se había levantado a apagar las luces navideñas, pero, al levantarme, veo que está dormido.  Eran las doce y media de la madrugada. Afuera estaba oscuro porque había habido otro apagón. Es ella, me dije.  Salté de la cama iluminándome solo con los rayos lunares que se colaban entre las celosías de las ventanas.

La puerta estaba sin seguro, junta. Salí y vi a mi madre camino del portón con la sábana debajo del brazo.  Me le acerqué y la sorprendí,

―¿Qué haces?

―Uy, qué susto.

―¿Para dónde vas?

―Me voy para allá a dormir.

―No, tu duermes aquí ―le dije.

―Pero yo me voy.

―Yo te llevo mañana.

La agarré por los hombros y la entré a la casa.

―Vente, vamos, acuéstate que es de noche todavía y la calle está como boca de lobo.

―Pero tú me llevas mañana.

―Sí, yo te llevo mañana.

Logré que se acostara. Estaba confundido porque le había dado un coctel de medicamentos bastante fuerte para que durmiera toda la noche, como había pasado en noches anteriores. Era la segunda vez que se levantaba.  Volví a la cocina y busqué un refuerzo y se lo di.

―¿Pero tú me llevas mañana? 

―Toma, bébete esto.

―Sí, sí; yo me lo bebo, pero ¿tú me llevas mañana?

―Sí, yo te llevo; vamos, acuéstate.

Logré que se acostara. Mientras, permanecí en un duermevela por varias horas, pendiente de que no se levantara más. A la vez, agradecí no haber arreglado el descuadre de la puerta de entrada que avisa cuando la abren. Entre cavilaciones, preocupaciones y soluciones, me quedé dormido. La señora durmió el resto de la noche.


 

Esta noche es nochebuena

 

 

Estaba a punto de despertarme cuando el Jimmy me llamó, Despierta, tú mamá está en el piso. Eran las cuatro y media de la madrigada cuando salí despavorido de la cama y encendí la luz de su cuarto. Estaba tendida sobre la losa blanca y despertó cuando encendí la luz:

―Adiós, mira, que me caí.

De debajo de la cabeza, salía el charco de sangre. Se había rajado la cabeza. Traté de levantarla, pero fue inútil. Metió la mano por debajo de la cabeza y la sacó llena de sangre.

―No te toques ―le dije, pero no hizo caso―. Deja, quédate quieta.

El Jimmy buscó una sábana que acomodamos debajo de ella y, entre los dos, la levantamos hasta sentarla en la cama. Ella se ayudó con el borde y allí dejó las huellas ensangrentadas sobre la sábana.

―¿Llamo al 911? ―preguntó el Jimmy.

―Seguro, llama.

—Mami, quédate quieta, no te toques.

―Mira, mira ―me mostró.

―Sí, veo, veo.

Regresé al cuarto y me cambié de ropa para cuando llegaran los paramédicos porque sabía que terminaría o en un dispensario o en una sala de emergencia. Entré a su cuarto y dije:

―Mami, vente para cambiarte el panti.

―¿Qué?

―Para cambiarte el panti.

―¿Por qué?

―Porque está todo orinado y viene gente.

―¿Por qué?

―Porque te caíste y hay que llevarte al hospital.

―Yo no voy para ningún hospital.

―Vente, vamos para el baño.

Con dificultad, logré que llegara al baño.

―Te voy a quitar la bata que está mojada y tiene sangre.

―¿Por qué?

―Porque hay que cambiarte.      

Traje la bata grande que no le gusta.

―Vente, vamos a ponerte esta que te queda cómoda y es de las mejores que tienes.

Logré vestirla y la regresé al cuarto. 

―Llegaron, los paramédicos. Mascarillas ―escuché al Jimmy.

Busqué la de ella.

―Vente a ponerte la mascarilla.

―¿Para qué?

―Porque debes tenerla puesta ―le dije según salía a mi habitación a ponerme la mía.

―Vamos a sentarla en la sala, para revisar la herida ―dijo el paramédico.

Enseguida entraron al cuarto. Con mi ayuda porque sé cómo levantarla y siguiendo las instrucciones del paramédico, la sentamos en una silla del comedor.

―Antonia, ¿qué te pasó?

―Que me caí, mire, mire.

Entre vente que te voy a poner una gasa alrededor de la cabeza para detenerte el sangrado expresado por el paramédico y las preguntas de rutina, terminó la entrevista con ella enseñándole las uñas a la paramédica y diciéndole cómo se las mantenía tan bonitas.

Acordamos llevarla al dispensario del pueblo al considerar las posibilidades de que el hospital en Manatí estuviese abarrotado de gente y ella estuviese más expuesta al ómicron, aunque ya tiene todas las vacunas.

―Como camina, llévala hasta la entrada para montarla en la camilla ―me indicó el paramédico.

―Vente, mami, vamos a dar un paseo.

―¿Para dónde?

—Para San Juan.

―¡Para San Juan!

―Seguro, vente, siéntate aquí en la camilla.

―¿Por qué?

—Porque te vamos a llevar al dispensario.

―¿Por qué?

—Porque te caíste.

―Yo no me caí nada.

Llegamos al dispensario alrededor de las cinco de la madrugada. Enseguida nos atendió una enfermera y el médico de turno. El doctor rebuscó en la cabeza y determinó coserle la herida.  Luego, le sacaron una placa y el resultado fue negativo.

No había nada más que hacer. Así que nos llevaron a la entrada a esperar a que el Jimmy viniera a recogernos. Estaba tranquila, parlanchina, como si no hubiese pasado nada porque ya lo había olvidado.  Regresé a la casa con un mono sobre los hombros. Solo eran las siete de la madrugada de una noche buena. Lo próximo, llegarme hasta la farmacia a comprar los medicamentos y, ya en la casa, lidiar con la cisterna vacía otro día más que Acueductos y Alcantarillados mantenía el grifo cerrado.

 

***

 

Al día siguiente, desperté antes de las seis. De camino al baño, revisé que ella estuviese todavía en la cama. Vi movimiento por lo que no me acosté más; me quedé en la sala, atento a cualquier ruido que me indicara que se había levantado.  Salió de la cama a las siete.  Ya yo tenía su desayuno preparado.

Cuando entré a su cuarto, vi la sábana empapada. Toqué su bata y estaba peor.  La llevé al baño y le cambié la ropa.  Tiré el pañal en el cesto de basura y la bata sobre la cama.  Entonces le pasé una toalla húmeda por la parte baja de la espalda para asegurarme de que nada le pudiese crear llagas.

Terminé y la senté en su silla. Desayunó. Yo desvestí la cama y bajé a lavar la ropa. Había llegado el tiempo para mí.  Enseguida puse música para meditar y comencé con las faenas rutinarias. Inhalando y exhalando de manera consciente.

Cuando la máquina comenzó a lavar, me senté y leí una lectura inspiradora, algo que me hiciera pensar en cosas y eventos positivos. Soy un sobreviviente, me dije. He sobrevivido muchas guerras desde la adolescencia, rechazos, condenaciones.  Y ahora me enfrento al monstruo de la demencia.  Tengo fe de que saldré airoso porque cuento con las herramientas. Me preparé, sin saberlo, desde mis tiempos universitarios.

La máquina terminó de lavar. Tendí la ropa y apagué el equipo de música. Subí y ya caminaba hacia el baño.  Me le fui detrás y regresé a la rutina con ella.  Me sentía fortalecido, poderoso.  La ayudé a sentarse y le revisé la herida en la cabeza. Estaba seca y se veía muy bien. 

―No te peines, mami, porque te lastimas.

―¿Por qué?

―Porque te caíste.

―Yo no me caí.

Ahí estaba la terquedad, la misma que atiendo desde hace unos años.  La que todo lo pregunta, la protestante, como le llamo a veces. La que se va olvidando de mí poco a poco. La que me llama hijo delante de los demás y a solas me niega al preguntar por su hijo.

Salió del baño y la volví a sentar frente a la televisión. El programa de Tenderete comenzó. Tenía otra hora para mí.  Me senté en la computadora y escribí estas líneas. Mientras escribía inhalaba paz y exhalaba tensiones y preocupaciones.

El día estaba soleado. Daríamos una vuelta para celebrar la salud y la vida. Estábamos en Navidad y yo me lo merecía también.

 


 

La factura

 

 

A medida que avanzaba la enfermedad, el cansancio aumentó porque era yo quien estaba a cargo de ella. Aparte del Jimmy, era yo en quien ella podía depender de que la cuidara. Todos sus hermanos y hermanas habían fallecido y los familiares más cercanos estaban enfermos o con problemas particulares. 

Pero no me dejé caer y, si me tambaleaba, me levantaba por ella. Medité. Leí. Escribí. Escuché música para tranquilizar mi espíritu.

Cada día que pasaba, el temperamento de la señora que se posesionó de mi mamá se degeneraba más; se tornó más adversativa. Dolía que no me reconociera, pero había que hacerse de la vista larga. Había que seguir como fuera.

Para este entonces, ya no veía esta vivencia como una obligación o como un evento de mala suerte. Había aceptado que era algo que tenía que vivir. Lo tomé como un trabajo más; cuidaba a una anciana con demencia senil. La cuidé mientras pude, mientras mi cuerpo lo aguantó, hasta que terminó encamada y no pude más. Fue entonces que tuve que enfrentar la opción de buscar ayudas alternas.


 

Mi esposo me espera

 

 

Se entretuvo casi toda la tarde con los vídeos. Cantó, aplaudió hasta que se fue la imagen del televisor.

―Adiós, ¿lo apagaste?

―No, Mami, se fue la luz.

―Préndelo.

―No hay electricidad.

―Mira, ya vino.

―Ah, sí.

―¿Pero por qué lo apagas?

―Mami, se volvió a ir la luz. 

―Préndelo.

―No hay luz, Mami.

―Pero usa el «deso».

―No hay luz.

Me metí en el cuarto y saqué la bocina inalámbrica.  La conecté al teléfono y le puse música.  Resolví en algo su intranquilidad. 

―Te voy a preparar comida.

―No, yo no voy a comer. 

―Tienes que comer.

―Yo me voy a acostar.

―Pero si no son ni las cinco de la tarde.

Caminó hasta el cuarto. No podía dejar que se acostara porque entonces no podría cambiarle el pañal.  Argumentamos y, a regañadientes, entró en el baño. Le cambié el pañal y la regresé al cuarto.

―Me voy a acostar aquí.

Terminé toda la faena y me metí a bañar antes de que no hubiera presión de agua por falta de electricidad y de que cayera la noche.  Mientras me bañaba, sentí un sonido raro en la puerta del baño, pero pensé que era consecuencia del viento.  Al salir del baño, la encontré de frente.

―Yo no voy a dormir en ese cuarto.

―¿Y dónde vas a dormir?

―En ese.

―No, ese es el mío; vete a tu cuarto.

―No.

Se fue a la sala y regresé a mi habitación. Ya apenas se veía nada. La electricidad no había llegado aún. 

―Me voy.

―Pues vete.      

Abrió la puerta de la sala y salió para la marquesina.  No había manera de que se fuera porque los dos portones estaban cerrados con candados. Regresé a mi habitación. Como siempre ocurre cuando se cansa, regresó más tarde y negociamos que se acostara en su cuarto.

A las cinco y media de la madrugada ya iba camino del baño.  Me levanté y le cambié el pañal y la dejé en el baño. Regresó a su cama por un rato y yo a la mía. Al levantarme, ya estaba sentada en su butaca con la bata de dormir aún.  Había perdido la oportunidad de que se cepillara los dientes. Al menos desayunó bien.

Al cabo de las once, comenzó el:

―Bueno, yo me voy para mi casa.

―Pero almuerza antes.

―No, yo me voy.

―Pero si no tienes nada en tu casa.

―Sí, tengo.

―No tienes nada.

―Embuste. 

―Nadie te espera.

―Mi esposo está en la casa y no sabe dónde estoy.

―Yo lo llamé y le dije que estabas conmigo.

(Hace casi treinta años que su esposo ―mi papá― murió. Hacía tiempo ya que se había olvidado de los muertos).

―No, me quiero ir. Ábreme, el «deso».

―Yo no tengo llave.

―¿Y entonces?

―La tiene el vecino.

―¿Y dónde está él?

―Trabajando.

―Pues búscalo.

―Llega a las seis de la tarde.

―Bendito, yo me tengo que ir. Mi esposo me espera.

―Yo te llevo mañana.

Así pasó toda la tarde. Entraba y salía hasta que, como siempre, se sentó en el sofá de la marquesina. Al cabo de las cinco, la llamé para que comiera algo. Al menos me hizo caso. Luego de que se entretuviera un rato doblando y desdoblando la servilleta, logré que se bebiera un vaso grande de jugo porque apenas había tomado líquido durante el día.

―Pues me voy a acostar ahí.

―Sí, ven.       

―¿Qué es eso?, déjame.

―Es la toallita que tengo que pasarte para que no te salgan llagas.

―Ah. No me fastidies más, deja, deja.

Logré hacer mi trabajo en medio de su resistencia que aumenta según la enfermedad galopa.  Le apagué la luz y salí de su habitación. Estaba drenado.

―Cierra la puerta ―me gritó.

―No, la puerta no se cierra ―le contesté.

 

 

 

 

 


 

En otra etapa

 

 

La enfermedad ha degenerado más.  Ayer vi que tenía la mano izquierda echa un puño. Pensé que tenía algún residuo de comida y le pedí que la abriera, pero se negó. Llegué y le abrí la mano y encontré las pastillas que creí se había bebido.  Me agobié. De ahora en adelante, tendría que desconfiar más y asegurarme de que no escondiera nada en la ropa o en el papel toalla.

―Dame ―le dije.

Cerró el puño y lo alejó.

―No, no, dame.

Ahí comenzó el forcejeo. En su rabieta, tiró las pastillas al piso; yo las recogí. Busqué agua y ella prensó la boca y cabeceó en la negativa.  Caminó para su cuarto.

―No, no, no, no.

Llegamos a la cama y se sentó. Le tapé la nariz y abrió la boca. Le eché las pastillas; las escupió. Me mordió. Volví a taparle la nariz, eché las pastillas y le cerré la boca. Tragó. Le di agua para que terminara de bajar las pastillas.

Tal evento me dejó con mal sabor. Tuve que ser enérgico, lo que no me gusta.  Me insultó, me maldijo.  Ya el resto de la tarde iría mal y así fue.

Llegado el momento de acostarla, ya la actitud negativa estaba en su apogeo. Todavía insistía en irse para su casa.  Como siempre: Te llevo mañana. ¿Tú me llevas? Sí, sí. Pues yo me voy a acostar en ese cuarto; ¿y dónde tú duermes? En este otro. Ah, ¿sí? Sí.

La escolté y revisé que no le quedara nada escondido en la bata o en el sostén.  Solo encontré el rollo de papeles de toalla dobladas.  Le quité la bata.

―Espérate, no te pongas la bata de dormir todavía. 

Agarré la toalla húmeda y se la pasé por el cuerpo. Lo hice lo más calmado posible, con voz tenue y con suma delicadeza. Se resistió poco. La ayudé a ponerse la bata de dormir y se tumbó en la cama. 

―Échate más para el centro.

―¿Por qué?

―Para que no te caigas. 

Me hizo caso. Le tiré la sábana, apagué la luz y salí del cuarto confiado de que dormiría hasta, al menos, las siete de la mañana.

Pero no. A las cuatro y media iba de camino al baño.  La bata estaba orinada.  Le quité el pañal y estaba empapado y con caca.  No había de otra. La terminé de desvestir y la metí bajo la ducha.  Había amanecido espaciada, por lo que no se resistió hasta sentir el chorro de agua tibia sobre la cabeza. 

―Ay, Dios mío ―dijo y siguió con una jeringonza.

Me hice el sordo.  Seguí con mi faena.  Le lavé la cabeza y la lave bien por todos los recovecos corporales. Noté que ya no me agobiaba asearla ni verla desnuda. No la veía. Veía a otra persona que me rechazaba y me insultaba.  Agarré la toalla y la sequé lo mejor que pude. Ella seguía insultándome.  Tragué gordo a la vez que aguantaba las fuertes ganas de orinar, pero tenía que terminar mi trabajo.

Terminé de secarla y la vestí. Me olvidé de que se cepillara los dientes, era muy temprano.  La escolté a su cuarto. Seguía con los insultos.

―¿Te vas a sentar en tu butaca, sí o no?

―Yo no me voy a sentar en ningún lado, me voy a acostar.

―Pues acuéstate.

―No me voy a acostar.

―¿Entonces?

―No voy a hacer nada.

―Vente, acuéstate.

La llevé al borde de la cama y se sentó. La eché para atrás y se resistió.

―Acuéstate porque es muy temprano.

―¡Que no!, ¡ah!

Busqué el barandal de la cama y se lo puse.  Maldijo y me maldijo. No contesté nada.  Le subí la parte posterior de la cama para que quedaran levantados los pies. Llegué a mi cuarto y me acosté.  Eran las cinco de la madrugada.  No dormí más. Cada cinco minutos me levantaba a ver si seguía en la cama y no había intentado bajarse impulsándose con los barandales como hacía otras veces. Seguía acostada.

Cerca de las seis, volví al cuarto. Prendí la luz y estaba despierta. 

―¿Te levantas o te quedas ahí acostada? ―le dije como si acabáramos de despertarnos y nada hubiese ocurrido. 

―No, me quedo aquí. ¿Cuándo tú llegaste?

―Yo vivo aquí.

―¿Y quién tú eres?

―El hijo tuyo.

―¿El hijo mío? ―dijo riendo. 

―¿Te vas a levantar?

―No, me quedo aquí; todavía no ha…

―Sí, es de noche todavía y está lloviendo. 

―¿Está lloviendo?

―Sí, quédate un rato más ahí; yo estoy aquí cerca; me llamas cualquier cosa.

Le apagué la luz. Me fui a la sala y, antes de sentarme, ya me llamaba. Quería saber si su ropa estaba en el clóset. Abrí las puertas de madera y le mostré toda la ropa. 

―Mira, una gente me puso esto.

―Sí, para que no te fueses a caer.

―Ah, ¿sí?

Así estuvimos hasta que le quité el barandal y se levantó. La llevé al baño porque quería orinar. Esperé a que terminara. Esta vez se cepilló los dientes, aunque lo rechazó al principio. La llevé a su butaca y fui a prepararle el desayuno.  La diferencia sería que esta vez, me aseguraría de que se tomara todas las pastillas.

 

 

 

 

 


 

Llegaron los reyes

 

 

A las diez de la mañana, le dije:

―Mami, vamos.

―¿Para dónde?

―Para las tiendas.

―¿Por qué?

―Por qué no.

Se levantó parsimoniosa de su butaca y caminó hasta el carro.

―Te amarras ―le dije como siempre le digo. 

Se sentó y cerró la puerta. Volví a abrirla.

―Que te amarres.

―¿Por qué?

No le contesté. Agarré el cinturón y se lo pasé por el pecho y la amarré. Busqué la aplicación de Pandora y seleccioné música de Navidad.  Saqué el carro y partimos calle abajo.

Llegamos al centro comercial alrededor de las doce. Estacionamos en un espacio cercano a la entrada que se hizo disponible tan pronto llegamos. El Jimmy sacó la silla de ruedas mientras yo me bajé y abrí la puerta de ella.

―Bájate ―le dije acercándole la silla.

―¿Por qué?

―Porque vamos para las tiendas. Vamos, siéntate.

Se acomodó en la silla y caminamos hacia el centro comercial. Tan pronto abrimos las puertas y vio las tiendas, su cara se iluminó. 

―Mira, mira, qué bonito —dijo asombrada. 

―Sí, sí.

―Mira, vamos para allá.

―No, vamos a la tienda de zapatos. 

Su cabeza parecía un faro porque la giraba de lado a lado.

Caminamos hasta la tienda de zapatos.  Ya dentro estudió todas las piezas de cuero.

―Mira, mira.

―No, esos no porque tú no puedes amarrarte los zapatos; no, esos no porque son muy altos y te caes.

Fuimos al estante donde estaban las sandalias con cuña. Allí estaban las mismas que ella llevaba puestas, pero en otros colores.

―Mira, mami, ¿te gustan esos?

―Están bonitos. 

―¿Los tiene en tamaño 37? ―le dije a la empleada―. Y estos; y estos otros.

La empleada fue a la parte de atrás y llegó con las tres cajas de zapatos. En una noté que la empleada se movió a la mesa de las muestras y acomodó la muestra en la caja que trajo.  Enseguida le probé un par. La doña estaba contenta.

―Mira, qué bonitos me quedan.

Agarré los que trajo puestos y se los entregué a la empleada para que los guardara en la caja de zapatos. Mi madre salió estrenando zapatos de la tienda.

―¿Verdad que están bonitas? ―repetía.     

Caminamos por el pasillo del centro comercial hasta llegar a otra tienda en la que le compré unas batas la vez anterior.  Meterla en una tienda de ropa fue como meter a un niño en una juguetería.

―Mira, mira, qué bonitos, ven, ven ―decía batiendo las piezas de ropa.

―¿Dónde están las batas de señora? ―le pregunté a la empleada.

La dependiente, muy amable, me llevó hasta los estantes. 

―Mira, qué bonitas. Mami, ¿te gusta esta?

―Está bonita. 

Terminamos con la compra y salimos de la tienda. Casi a punto de irnos, entramos en otra tienda más.  Allí le pregunté a una clienta si me podía ayudar con los lápices labiales.  La señora me indicó cuáles eran los que tenían mejor fijador.  Escogí dos tonos de rojo que combinara con el esmalte de uñas y partimos hacia la caja. Pagamos y nos fuimos.

Ya en la casa, le entregué los lápices labiales. Enseguida los echó en la cartera para llevárselos con ella cuando regresara a su casa. Toda la tarde estuvo enseñándome los zapatos que se había comprado. 

―Mira, ¿verdad que están bonitos?; y se ven bien con mis uñas.

Aquel era el último día del año de un año difícil. Ella estrenaría una de las batas y calcaría las sandalias doradas que tanto le gustaron.


 

La enfermedad y la televisión

 

 

Como era la rutina, mientras le preparaba el desayuno, la dejé frente al televisor para que se entretuviera con el programa en pantalla. Sabía que prestaba atención porque, cuando había noticias, asentía si estaba de acuerdo con alguna noticia o peleaba cuando no hacían algo que estuviese a su gusto.  El día anterior, terminado el desayuno, cambié el canal a Televisión Española para que disfrutara de su programa favorito: Tenderete. 

―Mira, mira, ven; siéntate aquí; escucha.

―Sí, sí; oigo ―respondo.

Vente, vente.

―Sí, sí.

―Pero vente.

―Sí, sí, ya voy.

La vi enderezarse en la silla.  Observaba con detenimiento lo que se veía en la pantalla. De momento se puso de pie.

―¿Vas para el baño?

Negó con la cabeza, pero se dirigió hasta el baño y entró. Me fui detrás para ayudarla con el pañal. Revisé que todo estuviese en orden y esperé a que terminara sus asuntos intestinales para asearla. 

―Vamos, lávate las manos; no te agarres del toallero que se puede zafar y caerte.

―Ah ―respondió.

Terminó de lavarse las manos y secárselas. Agarrándose del marco de la puerta, salió del baño y yo detrás de ella.  Regresó a su butaca a seguir viendo la tele. 

―Vente, siéntate —me dijo.

―Vengo ahora; voy a recoger la cama.

No nota que no me siento a su lado. No estaba en condiciones óptimas para velarla y escoltarla las veces incontables que se levantaba de la butaca a meterse en el baño o en el cuarto.

 Acordé con el Jimmy que daríamos una vuelta.  Salí vestido y con los bártulos en la mano y ella me miró extrañada. 

―Bueno, vamos —dije.

―¿Para dónde?

―Pa’ la calle.

Enseguida se puso de pie y ni cojeó.

―Qué rapidita oye.

Salir a darle una vuelta era más fácil para mí. Ella permanecía todo el tiempo detrás de mí mirando el paisaje por las ventanas. Yo le mostraba las vacas, los aviones; ella me leía los letreros.

―Mira, mira, esto, ¿lo viste?

―Sí, sí, lo vi. 

―¿Qué te enseñó? ―preguntaba el Jimmy y mi respuesta siempre era la misma:

―No sé, pero lo que sea lo vi.

Siempre procuré que la bocina portátil y el celular tuviesen toda la carga. A punto de encender el carro, abría la aplicación de Pandora y elegía entre las listas de música la que más le gustaba o tuviese canciones que reconociera. Terminada la gestión, partíamos calle abajo.

―Cucha, cucha. ¿Y cómo es él, en qué lugar se enamoró de mí?

Sí, de mí, porque cambiaba el pronombre.  A veces, le hacía coro.  Cantaba y yo respiraba mientras me relajaba con la vista verdosa de las montañas o en el tono de azul de la playa si estábamos por la costa.  En otras ocasiones, era ella la que decía:

―Vamos a dar una vueltita por ahí y comemos por allá.

Desde que comencé con el cuido, noté que la música fue un tranquilizante para ella. Tan pronto ponía música en la casa o en el carro, se despertaba, cantaba, gesticulaba como si estuviese en un concierto de teatro. Alguien me dijo que le buscara películas para que se entretuviera y se concentrara, pero noté que se aburría y perdía interés, lo que propiciaba la cantaleta de irse para su casa.

En otras ocasiones, era luego de la cena que empezaba:

―Bueno, me voy, vente.

―Yo no voy para ningún lado; yo vivo aquí.

―No, no, vamos, vamos.

Le respondía con el estribillo: yo te llevo mañana. O: ¿pero tú no dijiste que te ibas a quedar varios días conmigo aquí?

―No, no; mi mamá no sabe dónde estoy yo.

―Hablé con ella y le dije que te ibas a quedar conmigo ―le mentía.

―Mi marido no sabe…

―Él fue el que me dijo que te trajera para acá.

A principio, me agobiaba. Ya, cuando me decía: bueno, me voy, le contestaba: buen viaje.

Se levantaba, salía por la puerta, pero ya me había asegurado de que el candado estuviese cerrado. La velaba desde una distancia corta para, si tenía algún traspié, correr al rescate. Siempre llegaba al portón, halaba el candado. Se paraba a esperar y regresaba.

―Mira, el «deso» no «deso» ―me dice.

―Yo no tengo la llave; mañana yo te llevo porque tengo que viajar a San Juan.

―¿Tú me llevas?

―Seguro.

Otras veces, para lograr que entrara a la casa, buscaba el canal de YouTube y le sintonizaba algún especial como el de Rocío Dúrcal, Juan Gabriel, Gilberto Santarrosa y subía el volumen. Ella escuchaba y, como los niños con el flautista de Hamelín, regresaba. Se sentaba al lado mío y no decía más. A la hora de acostarse me decía:

―Bueno, yo creo que me voy a acostar ahí en esa cama porque ya es tarde.

―Vente.

La escoltaba a su cuarto. La ayudaba a cambiarse y la aseaba. Peleaba un poco hasta que terminaba. Le ponía la bata de dormir y lograba que se acostara.  Apagaba la luz, respiraba y me felicitaba una vez más.

 

 

 

 

 


 

La camarita

 

 

Me encontraba en la casa cuando el cartero llamó mi nombre. 

―Aquí estoy ―le contesté a la vez que estiraba la mano para recibir el paquete. 

Lo abrí y encontré otra cajita dentro.  Era la cámara que tanto me habían recomendado en las redes. Enseguida preparé el equipo y lo coloqué en el cuarto de la señora sin que viera lo que estaba haciendo y así evitar que le diera la manía con el artefacto recién instalado en su cuarto.  Bajé la aplicación en el celular y la abrí. Enseguida salió la imagen del cuarto en la pantalla del celular.  Podía ver la cama completa, podía mover el lente hasta la entrada de la puerta.  Una maravilla.

Ese mismo día, me llegaron dos interruptores que se activan con el movimiento. Uno de ellos lo instalé en el cuarto y el otro en el baño.  Todo listo para ver cómo me iría durante la noche.

Toda la tarde se la pasó insistiendo en irse «para allá».

―¿Para dónde, mami?

―Para allá. Tengo a mi esposo solo en la casa.

Esa tarde, luego de lograr que se quedara conmigo, quiso acostarse a las cinco y media de la tarde porque estaba cansada.

Sabía que, si se lo permitía, se levantaría a la a las cinco de la madrugada. Así que recurrí a la televisión y a YouTube.  Encontré unos especiales viejos grabados por un banco muy prestigioso en Puerto Rico.  Se embelesó.  Cantó, se inspiró; yo, feliz.  Así la mantuve hasta las siete y media de la noche cuando le indiqué que se acostara, pero no quiso.  Cambié la programación para que se aburriera un poco, recordara que estaba cansada y se fuese a acostar. La agarré por el brazo sano y la escolté al baño.

―No, yo no voy para el baño.

―Sí, vamos que tengo que cambiarte el pañal.

―No, no.      

Aun así, la llevé al baño. Le cambié el pañal para asearla.  Tenía la mitad de la pelea gana.  Se levantó y caminó hasta el cuarto. Se sorprendió al ver que la luz se encendiera de manera milagrosa.  Le quité la bata y se sentó en la cama y buscó la bata de dormir. 

―No, no, mami; déjame pasarte la toallita húmeda.

―Ay, no, no me pases eso.

―Sí, sí; tengo que hacerlo para que no te salgan llagas. 

―No, no; deja eso. 

―Sí, ya estoy acabando.

Le tiré la sábana para que se arropara. Salí y apagué la luz.  Enseguida me fui a la sala y cambié el cargador del celular y lo puse al lado de mi cama.  Esa noche, estuve pendiente a su sueño sin tener que meterme en su cuarto.  Esa noche durmió hasta las cinco y media. Me enteré tan pronto se sentó en la cama al revisar la pantalla del celular.

Mas tarde en la mañana, busqué la cámara y la moví a la sala. La coloqué encima de la nevera y la apunté hacia donde estaba ella.  Le puse su programa de Tenderete y bajé a lavar la ropa. Desde abajo, la veía sentada en su butaca. Gesticulaba y se movía contenta.  Ante cualquier intento de que se pusiera de pie, subiría de inmediato. Pero no hubo necesidad. Terminé de lavar y subí. Ella seguía viendo el programa. Yo feliz.  La camarita fue todo un éxito.


 

Sin tirar la toalla

 

 

―Deja ver dónde te diste ―le dije. 

―No me di.

―Pero si te diste en la cara. 

―No, no, no me di en ninguna cara.

Enseguida vi cómo el párpado del ojo izquierdo comenzó a hincharse. Fue en cuestión de nada.

 

***

 

―Quédate aquí en lo que abro el portón ―le había dicho.

Avancé a quitar el pasador y la muy desobediente, sin hacerme caso, se fue detrás de mí.  El «se cae» de la mujer que había venido a visitarla me hizo mirar atrás. Confuso vi, como en cámara lenta, a mi mamá irse de lado buscando balance. Me apuré, pero no llegué a tiempo. Cayó sobre el piso y la cabeza dio contra el cemento.

El Jimmy, como un bólido, se bajó de la guagua. Buscamos una toalla para ponérsela por la espalda y levantarla.  Ella decía que no le había pasado nada. Ya de pie, la revisé. Solo el ojo y la palma de la mano se veían algo inflamados.

―Quédate quieta para ponerte árnica ― dije.

―Deja, que me duele.

―Pero es que te caíste.

―Embuste; bueno, vámonos ―dijo.      

No hubo manera de que nos quedáramos. Quería irse y nos fuimos a almorzar.

Ya veía su condición empeorar.  Estaba más combativa. Durante el baño con la toallita se resistía más.  Me agredía con las piernas. No cooperaba.  Su actitud era más terca y antagónica.

Notaba cómo mi espalda se afectaba porque, como se resistía más, tenía que hacer más fuerza con ella.

Ya era su sombra porque no confiaba en sus reflejos.  La seguía, la agarraba, la llevaba, la sentaba, la levantaba. Estaba pendiente a salir de mi cama antes para ayudarla a levantarse de la cama.  No siempre lo lograba. En ocasiones, revisaba la camarita por la pantalla del celular y se veía dormida.  En un abrir y cerrar de ojos, ya estaba parada en el medio de la habitación. Salía de la cama aun con la baranda puesta.

He estado en tensión todo el tiempo.  He evitado contestar la pregunta que me ronda la cabeza hace días. ¿Seré capaz de seguir cuidándola y de poder con toda la tensión que conlleva? Todavía, mi respuesta seguía siendo que no. Estaba drenado, pero todavía entendía que podía con ella.

Me habían hablado de una alternativa que no quería siquiera considerar, pero tenía que evaluarla de manera concienzuda.  Me puse como fecha límite una semana para analizar todo y decidir. Mientras, meditaba, respiraba. Trataba de mantenerme centrado, viviendo el presente.  Seguía con los guantes puestos sin tirar la toalla.

 

 

 


 

Y entonces

 

 

Luego de ponderada la situación con mi mamá, llamé para pedir información con relación al hogar de envejecientes. Como en lugares anteriores, me trataron con mucha empatía.  Pero no había cupo porque la señora no estaba encamada.  Me advirtieron las consecuencias posibles, pero todo es posible en la vida.  Entendí y no insistí. Lo tomé como una señal de que no era el momento, que había que esperar un poco más. (Así lo había solicitado al universo). Con la misma tranquilidad que recibí la sugerencia, también recibí la respuesta de la encargada del local.  No es el momento, me repetí.

Y entonces entramos en uno de esos días en que ella amanece de buen humor y la cama sequita. No había que lavar ropa.  Se desayunó todo lo que le puse de frente, sin chistar.  Se mantuvo tranquila.

―¿Para dónde vas? ―me dijo cuando me vio vestido y con el bulto en mano. 

―Nos vamos, vente; vamos a cambiarte.

La llevé hasta el cuarto. Le quité la bata que tenía puesta y le puse la de salir. Ya no se maquillaba. Le busqué el polvo y le pasé la mota por la cara. Con el dedo, pinté el párpado para igualarlo con el lastimado y disimularle el moretón.  Soy consciente de que cualquiera podría malinterpretar el moretón en la cara con maltrato y, en ese momento, no estaba preparado para una investigación de las autoridades.

―Toma, píntate los bembes ―le dije.

―Yo no tengo bembes ―me contestó, pero sacó el pincel y se lo pasó por los labios. 

Ya estaba lista.  No buscó la cartera porque ya no recuerda que tiene carteras. Yo no insistí porque termino cargándola yo.

―Venté, súbete.

―¿En cuál carro?

―En esta guagua, que es la mía; vamos, amárrate ―le dije a la vez que le estiraba la correa. 

Terminé con los preparativos: meter el andador y la silla en la guagua y las bolsas con el equipo de emergencia.  Pero el equipo se quedó y no me enteré hasta llegar a la tienda. Nada, me dije, todo saldrá bien. En última instancia, abro la caja que compre y resuelvo. No se acaba el mundo.

Todo salió bien. La paseé por toda la tienda. Mientras estuviese en movimiento, no se quejaba.    Hicimos otra parada y esperé a que el Jimmy entrara a la tienda. No hubo desesperos por parte de ella. Tal parece que lo que necesitaba era estar en la calle, aunque el carro estuviese detenido.  No se quejó. No ajoró.  No protestó, no insistió en nada.

Regresamos a la casa y bajamos todos los bártulos. La doñita se sentó paciente en su butaca a ver la televisión. Almorzó y se lo comió todo. Fue entonces que me dijo:

―Bueno, vámonos.

No discutí. Agarré el control remoto y busqué YouTube y elegí uno de sus cantantes favoritos. Se enderezó en su butaca. Prestó atención. Cantó. Aplaudió.

―Mira, mira, Juan «Grabiel». Mira, mira, Rocío Dúrcal. Amor eterno… amor eterno…

Cantó con ellos. Pasaron las horas y llegó la hora de que cenara. No me atreví a cambiar el canal porque sabía que, de hacerlo, volvería con la cantaleta de irse.  Le serví la comida y, embelesada con la pantalla, se lo comió todo. Se tomó las pastillas sin protestar.

Ya las seis y media, observé que estaba dormida.

―Bueno, vamos, que te caes de sueño; vamos a acostarte.

Estiré mi brazo y se agarró de él.  La ayudé a levantarse y tambaleándose llegamos al cuarto.  Me preocupó ver el reflejo de lo que me esperaba en un futuro cercano, cada vez estaba más próximo el que terminara encamada.  Pero seguí con mi asunto inmediato.

Le cambié la bata por la de dormir.  Estaba casi ida como consecuencia del tranquilizante.  Sin molestarla mucho, le di su lavado de gato y la dejé que se tumbara en la cama.  Le puse árnica en el ojo para que siguiese mejorando y la arropé. Y entonces, salí del cuarto satisfecho con mi ejecutoria.

Luego, me duché, me metí en la cama y abrí la aplicación de la cámara. Enfoqué el lente y la vi dormida.

Fue un buen día.  Uno de esos pocos en que todo marcha de maravilla, pero sin saber cómo será el próximo.  Mañana me ocuparé de ello.

 

 

 


 

La manicura

 

 

Llegamos media hora antes al lugar donde arreglan uñas porque estaba impaciente con irse para su casa. Esperaba que, durante el trayecto desde la casa hasta el local, se mantuviera distraída y se le olvidara todo con el asunto de las uñas.

Después del desayuno, comenzó la cantaleta del yo me voy, yo me voy, yo me voy.  No estuvo quieta en la silla. No había programa que la mantuviera tranquila.  Se paró y se sentó. Volvió a pararse y caminó hasta la entrada, pero se encontró con el portón cerrado. Lo sé porque cada vez que se levantaba, me le iba detrás para asegurarme de que no volviera a caerse y se golpeara de nuevo. El golpe y la caída que siempre negó.

Aunque desayunó bien, no quiso almorzar porque lo que le serví no le gustó, pero ya me había acostumbrado a que no comiera cuando estaba molesta.

Su actitud al yo abrir la puerta frente al local fue un presagio de lo que nos esperaba. La ayudé a bajar y el Jimmy le acercó el andador. Agarró el aparato de metal y la escolté hasta la entrada del salón de belleza.  La puerta abrió y enseguida metió el andador y lo soltó.

―Bueno, yo me voy ―dijo. 

―No, pero vamos para que te arreglen las uñas.

―No, no tienen que arreglarme nada porque yo las tengo bien; yo me voy.  Pero, mira…

No hubo manera de convencerla de que entrara a que le arreglaran las uñas de las manos ni las de los pies.  Solo entró cuando le dije:

―Pero al Jimmy le van a arreglar las uñas y hay que esperar de todas maneras.

―Bueno, pues entonces vamos ―dijo.

Adentro se sentó al lado mío y esperó. Dejé que pasara un rato y volví a exhortarla a que se dejara arreglar las uñas.

―¡Ah!, yo no voy a hacer nada; yo las tengo bien. 

―Pero mira que tienes despintado el nacimiento de la uña.

―¡Na!     

No insistí más. Al terminar, nos montamos en la guagua, pero permanecimos un rato buscando la dirección de un local de envejecientes. Ella seguía con su insistencia de irse:

―Vámonos, vamos.

Estaba alterada. No respiraba, resoplaba. Encontramos la dirección en el GPS y partimos en busca del local.  Por el camino, la señora comenzó a cantar una canción improvisada en un tono agudo de voz, desconocido para mí. Los versos consistían en lo que iba percibiendo según transitábamos por la calle:

―Porque yo no sé qué quiero… que me lleve para allá… Mira todos los que vienen por ahí… Fue que se me olvidó el… Como yo no tengo nada que darte… Yo te busco por aquí… Que no estaba yo por aquí… Mira para allá.

De momento se calló. Y volvió en un tono de asombro:

―Mira, mira… Mira… Qué muchas casas… Morovis, Morovis…

Llegamos al hogar. La encargada acordó darme una pequeña orientación de las facilidades. Caminé hacia donde me indicó y, a través de una ventana, me indicó que no había cupo. Que se quedaría con mis datos y me dejaría saber.       Tenía pendiente gestionar los medicamentos de ella. La cita médica estuvo pautada para el 19 de enero, pero nadie llamó ni nadie se apareció por la casa. El sábado me enteré de que, por el repunte del COVID, todas las citas fueron virtuales, menos la mi mamá, que no tuvo ni una ni otra.

Desde temprano en la mañana, estuve llamando a la enfermera para el despacho de los medicamentos, en especial el tranquilizante.  No tuve éxito. Ya en la tarde, logré que alguien me atendiera, pero había que esperar a que otro doctor recetara el medicamento y lo enviara a la farmacia del dispensario. Tenía que esperar dos horas para confirmar el recibo de la receta en la farmacia y su despacho.  Hice todas las gestiones, pero no logré comunicarme con la farmacia a la hora pautada. Mientras, la doñita seguía con la insistencia de irse.

Llegamos a la casa y le di algo de comer pensando que toda la locura musical era producto de la falta de alimento.  Eran ya las cuatro y media. Le preparé un sándwich y se lo comió. Aproveché y le di los medicamentos.

A las cinco y media volvió a levantarse para irse para su casa. Esta vez, me levanté y me adelanté.  Cerré la puerta. ¡Ave María!, fue su respuesta. 

―Se acabó; dijiste que te quedabas aquí hoy ―le mentí.     

Se sentó y se mantuvo en su butaca hasta las seis y media cuando me dijo:

―Me voy a acostar.

―Seguro.

Me levanté y la escolté al baño. La llevé a la cama.  La tercera guerra comenzó cuando frote la toalla húmeda en la espalda.

―Deja eso, deja eso. ¡Ay Dioj!, deja, deja.

Entre los manotazos que me propinó, logré terminar mi faena. Entre maldiciones y rabietas, le subí la baranda y le eché la sábana por encima.  Apagué la luz y salí del cuarto. Mi día había terminado. Creía yo.

A la una y media de la madrugada, me despertó la luz del cuarto. Estaba frente a la puerta de mi habitación muerta de la risa por su ocurrencia.  Me levanté y la llevé al cuarto luego de que fuese al baño.  Volví a meterla en cama y le subí la baranda.  Esta vez, le subí la parte inferior de la cama.  Regresé a mi cuarto y revisé la cámara.  Intentó salir de la cama durante el resto de la noche, pero la inclinación del colchón se lo impidió.  De ahí en adelante, todos estuvimos en un duermevela hasta que, a las cinco y cuarenta y cinco de la madrugada, se las ingenió para bajarse de la cama.

 


 

El pañal doble

 

 

La alarma del despertador del celular me avisa que son las siete de la mañana.  No sé porque no la quito si siempre despierto mucho antes. Pero hoy estoy en la cama. Arropado de pie a cabeza porque anoche diluvió y hace frío.  Enseguida agarro el celular y abro la aplicación de la cámara.  Aparece la imagen de ella acostada en la cama. Intenta levantarse, pero la elevación de los pies se lo impide.

Salgo de la cama. Agarro la faja me la ajusto en la cintura. Listo.  Entro en su cuarto con las ventanas cerradas de manera hermética y el sensor de movimiento hace que la bombilla se encienda.

―¿Te quieres levantar?

Se pone la mano sobre los ojos y me contesta que sí con la cabeza. Me voy por el lado y le bajo la cama y le quito la baranda.  Le extiendo la mano y se agarra para impulsarse. Le muevo los zapatos para que queden debajo de los pies cuando los baje de la cama.  Se aúpa hasta ponerse de pie, pero encorvada. Reviso la ropa de cama y veo que apenas está húmeda, pero la fragancia en el cuarto me indica que el pañal está premiado.

Anoche, siguiendo los consejos de otro cuidador, en vez de un pañal le coloqué dos.  Un exitazo.

La llevo al baño. Coloco una almohadilla de las que dejo sobre la sábana para que aguanten la humedad y se la acomodo debajo de los pies por si algo cae donde no deba caer. La dejo allí sentada en lo que busco el cesto de basura grande. Tiro los pañales. Vuelvo al cuarto y busco una bata y un sostén limpios. Agarro su toalla. Ella se mantiene silente.

Me enguanto las manos para asearla. 

―Vamos a bañarte, mami ―le digo mientras la ayudo a ponerse de pie―.  Agárrate del tubo de metal, vamos. Eso. Ahora mete un pie. El otro. Eso.  Agárrate del tubo con la otra mano.

Agarrada ya de la barra de metal, abro la ducha y la mojo completa.  No comenta ni se queja. Enjabono la esponja y se la paso por todo el cuerpo.  Ella coopera soltándose y levantando el brazo.  Ya no la siento en la silla de baño. Es más fácil para ambos.  No tenemos que hacer fuerza para levantarse.  Las barras en la ducha las instalé horizontales en vez de en posición diagonal como hacen los demás.  Así evito que nadie pierda el balance y se resbale.  Opino que horizontal son más seguras.

Termino de enjuagarla.  La seco con la toalla y sigue agarrada de la barra de metal.

―Vamos, sal de la ducha, Mami; agárrate de mí; dame la mano, eso; estira el brazo para que agarres el tubo de la silla del inodoro; estira, estira; ahora suelta el tubo y agárrate de mí; de mí, de mí; no agarres el toallero que se cae y te caes.

Logro sentarla y termino de secarla. La visto y le doy el cepillo. Se cepilla. Cierro el grifo porque lo deja abierto siempre.  Sale del baño. Ya está lista.

Luego de desayunada, se levanta. 

―¿Vas para el baño?

―No.

―¿Para dónde?

No contesta. Entra a su cuarto. Sé a lo que va. Se quitará la bata que detesta para ponerse la bata de salir. La conozco.

Dejo lo que estoy haciendo. Ya tiene la bata en mano.

―No, esa, no; la usaste ayer; ven a buscarte una limpia. 

Abro el clóset y le saco la bata roja con puntos blancos que tanto le gusta.

―Ven, vamos a cambiarte y luego agarramos calle.

Ríe.

 

* * *

 

Segundo día

 

El despertador me recuerda que son las siete de la mañana, pero ya llevo despierto desde las cinco.  Reviso la pantalla del celular y veo que se ha despertado. Noto un pequeño bulto en la cabecera de la cama y sé lo que es, el pañal. Se lo volvió a quitar.

Ayer en la noche cometí el error de ponerle el pañal más resistente encima del pañal más débil.

―Estoy cansada de todo ―dijo―. Me quiero acostar. 

No me opuse a su petición.  El día había sido largo. No pudimos salir por ser un día lluvioso. El servicio meteorológico recomendó que no saliéramos a menos que fuese necesario.

La mantuve entretenida toda la tarde con las películas y con la grabación de la inauguración de las olimpiadas en China.  A la hora de la comida, le serví una taza de sopa de calabaza, la que colé para sacarle cualquier pajita del sofrito que pudiese encontrar.

―Toma ―le dije dándole la taza.

Ella vio cómo salía humo de la taza y me dijo:

―Eso está muy caliente; déjalo ahí.

Enseguida supe que no se la iba a tomar.  Además, le tenía unos espaguetis que el amigo vecino nos envió. Al mediodía se comió la porción que le di con un pedazo de pan.  Volví a insistirle con la taza y me dijo:

―No lo quiero.

―¿Por qué?

―Porque no me gusta. 

No insistí más. La dejé con el plato de comida y regresé a la cocina.

Cuando la llevé a la cama, estaba bastante alerta. Se me olvidó que la había bañado en la mañana y volví a pasarle una toallita húmeda.  Se dejó caer en la cama y le subí el colchón para evitar que pudiese salirse por la parte inferior de la cama.  Salí del cuarto y me senté a ver la televisión.

Un rato más tarde, escuché ruidos.  Intentaba bajarse de la cama y casi lo logra. El segundo pañal se lo había quitado. 

―¿Qué haces?

―Que me quiero ir; yo no voy a dormir aquí. 

―Pero si dijiste que te ibas a quedar conmigo hasta mañana ―volví a mentirle.

Bajé la baranda y la ayudé a salir de la cama.  Se sentó a ver televisión.  No veía indicios de que el tranquilizante estuviese haciendo efecto. Hasta pensé que no se la había tomado, que la había escondido. 

―Me duele ―me dijo.

―¿Dónde?

―Me duele.

Enseguida busqué una pastilla para el dolor que también tuviese algún somnífero. Se la di. Estuvo casi una hora sentada frente a la televisión.

—Me voy ―dijo al fin.

―¿Para dónde?

―A dormir, pero no voy a dormir en esa cama; a mí no me gusta.

Me contestó con el «a mí no me gusta» que tanto me vira el estómago.  Respiré profundo y tragué gordo.  Esperé un rato más. 

―Me voy a acostar ahí ―terminó diciendo.

Enseguida fui al cuarto y preparé todo. 

―Vente para llevarte a la cama.

Extendió el brazo bueno y se ayudó con el mío para ponerse de pie.  Volví a ponerle el segundo pañal ahora que estaba más ida.  La metí en la cama, subí la baranda y la cama, y la arropé.  Allí la dejé hasta la mañana siguiente.

 

***

 

Entré en su cuarto y encendí la luz. Estaba toda virada que, de no tener la baranda, hubiese rodado para el piso. Quité la baranda y vi la gran mancha de humedad en la sábana. No cabía duda de que el bulto era del pañal. 

―Vamos, ven. 

La ayudé a ponerse de pie. Le quité la bata y la llevé al baño.  Allí la metí en la ducha.

―Estoy cansada ―me dijo cuando la saqué de la ducha.

―Y yo también; y yo también. 

―Estoy cansada ― repitió, pero no le hice caso.

―Vente, vamos a vestirte para que te desayunes.      

Le puse la bata que no le gusta y la llevé a la sala.  Luego de desayunada, se levantó. Me mostró cuan fea era la bata que tenía puesta y se fue para su cuarto a cambiarse de ropa convencida de que daríamos una vuelta. 

 

 

 

 

 

 


 

Momentos de tolerancia y aceptación

 

 

La ayudé a levantarse y vi que la cama estaba seca. Qué bueno. ¡Ay Dioj, ay Dioj!, se quejó mientras la ayudaba a levantarse y la llevaba al baño.  No le rompí el pañal externo hasta no verificar que estuviese seco. Solo quité el más grueso porque era el que estaba saturado. Luego se desayunó.

Me senté en la computadora y, al rato, la veo caminar en dirección al baño. Tengo que estar pendiente porque no informa ni hace ruidos.  La sigo. Me azota el aroma. 

―Espérate, mami, déjame ponerte esta sabanita azul para evitar…

No hubo manera, el pañal blanco no absorbía tanto como el pañal rosa y comienza a filtrar. Trato de acomodarle la sabanita azul para que no… Oh, no.  Me enguanto las manos de inmediato.  La siento y rompo el desbordado pañal.  Todo cae sobre la sabanita, sobre la alfombra de baño. 

―Mami, te tengo que bañar. Déjame quitarte la ropa.

Permanece silente.  Saco todo lo que está debajo de sus pies y la meto en la ducha.  Quédate ahí en lo que te pongo otra sabanita.  Corro al cuarto busco una limpia.  Limpio con la sucia el piso. Le quito a la alfombra toda la suciedad lo mejor que puedo.  Mientras estoy en ello, la tripa goterea en la ducha.  Veo que no había terminado. Fue ahí en que salió todo el chorro que aumentó según más se reía (su reacción nerviosa). Dejé que terminara.  No había de otra. Aproveché a limpiar el inodoro para que estuviese limpio cuando la sacara de la ducha.

―Vamos, no te muevas en lo que le pego la ducha a todo esto. 

Se mantuvo quieta.  Le paso la esponja. La ducho. Limpié con el chorro, lo mejor que pude, el área donde estaba parada.

―Vamos, vente a secarte.

La senté en el inodoro en lo que buscaba ropa limpia.  Le metí los manguillos del sostén. Se lo cerré.

―Vamos, acomódatelas.

Ella hizo un gesto, pero no terminó.

―Vamos, ponte de pie. No te agarres del toallero que se cae y te caes; agárrate de la puerta; de la puerta, mami, de la puerta; eso.

Le pongo la bata que detesta, pero que es la más cómoda de manejar. La saco del baño. La llevo a su silla en la sala. Regreso a terminar de limpiar. Agarro la botella de cloro y echo en toda el área de la ducha.  Busco un cepillo y froto. Mi espalda coopera. Saco de su enganche la regadera de la ducha. Enjuago todo el piso.  Con el mapo, repaso todo lo que quedó.  Acomodo todo y salgo a cambiarme el pantalón ensopado.

Me maravillo de que no haber perdido la chaveta ni desenfocarme. No pido paciencia (según dicen le mandan pruebas a uno). Mejor pido tolerancia y aceptación para lidiar con lo cotidiano de la condición. No puedo cambiar lo que ocurre ni tengo control sobre la enfermedad.  Agradezco al universo cuánto he aprendido con esta enfermedad.  Como ella, ya olvidé todo lo ocurrido. Me felicito.


 

En el umbral

 

 

―9-1-1, ¿cuál es su emergencia? ―escucho la voz de mujer contestar al otro lado de la línea. 

―Es mi mamá; ha amanecido sin fuerzas y se me ha ido resbalando hasta caer al piso de camino al baño para asearla —contesté.

 

Todo comenzó cuando:

―¿Te quieres levantar?

―Sí.

―Pues vamos.

Le quité el barandal y la ayudé a salir de la cama. Se tomó más tiempo del acostumbrado, pero pensé que era que no se había puesto bien los zapatos. Se los acomodé mejor y le extendí el brazo para que se apoyara en él.  Quedó más encorvada que de costumbre.

—Vamos, enderézate un poco, Mami.

Pasito a pasito caminó haciendo balance con el borde de la cama y yo sosteniéndola del brazo.  Llegamos hasta el umbral y allí comenzó a dejarse caer.

―Ay, ay.

―Mami, aguántate.

―Ay, ay. 

―¡Jimmy, ven rápido que se me va para el piso!

En menos de un segundo llegó el Jimmy y ya estaba sentada sobre la loseta fría.  Busqué una sábana y la silla de su cuarto y, entre los dos y con gran esfuerzo, le acomodamos una sábana debajo hasta sentarla en la silla. Arrastré la silla hacia el cuarto y la pegué a la cama. Vestimos la cama con la sabanilla de plástico y encima la sábana. La ayudé a echarse y le quité los pañales empapados de orín. 

―Mami, vírate de este lado ―le dije ayudándola.

―Ay, ay dios, ay dios. 

―Sí, sí, pero es que tengo que limpiarte y ponerte crema para que no te salgan llagas.

―Ay, ay. 

Le acomodé el pañal por las piernas (pensando en que necesitaría pañales abiertos) e intenté subírselo. Sentí la punzada en mi espalda, pero, como siempre, ignoré el dolor y seguí con lo que estaba haciendo.  Pero escuché al Jimmy decirme:

―Si cae en cama ya no podrás con esta situación; vas a empeorar de la espalda. 

Oí, pero no escuché. O eso pensé.

Mi mamá quedó como atontada luego de que terminara de ponerle el pañal y la bata abierta en la espalda. 

―Llama al 911 para que vengan porque tú no puedes ―me dijo el Jimmy.

Agarré el teléfono y llamé. Apenas terminé de cambiarme de ropa cuando ya escuché el sonido de la ambulancia acercarse. Como en pasadas ocasiones, los empleados de emergencias médicas de Morovis llegaron en tiempo récord.

La revisaron y me sugirieron que, como era domingo y con toda posibilidad en el dispensario del pueblo no estuviese el personal necesario, la lleváramos al hospital del pueblo más cercano en Manatí.  Recogí lo que pude y me monté en la ambulancia.  Partimos calle abajo. Ella permanecía silente y yo con las palabras del Jimmy en la cabeza.

Fue entonces que me llegó la sentencia.  Si cae en cama… si cae en cama.  Agarré el celular y llamé al Jimmy.

―Llama al hogar. Sí, ya es el momento de llevarla allá ―dije.

Momentos más tarde, entró la llamada del Jimmy.

―Dice el dueño que no hay problema; que tiene cupo. A la hora que salga de emergencias, la lleves al hogar; que ha dado instrucciones de recibirla; que luego formalizan la papelería y el pago.

No estaba claro si se me levantaba un peso de los hombros o me caía uno más aplastante. No sabía si alegrarme o entristecerme. No sabía…

Llegamos a la sala de emergencias.  Comenzaron todos los procedimientos rutinarios. ¿Por qué viene? ¿Qué condiciones padece? ¿Cuáles medicamentos toma? Fui consciente en ese momento de que, como no tuve tiempo de desayunarme, no me tomé los míos. 

La llevaron a un cubículo. La sala estaba como si estuviesen vacunando para otro refuerzo contra el COVID.  Ella seguía ida. La buscaron para hacerle pruebas. En todo momento, estuve con ella porque yo era el informante de sus datos: Antonia Soto Rivera, seguido de su fecha de nacimiento; demencia senil; debilidad; diabética; no ha comido nada. Así repetí lo mismo durante el día.  Mientas, la señora mostraba sus uñas a todo el mundo y repetía:

―Él es mi esposo.

―No, Mami.

―Él es mi hijo.

Al mediodía, el Jimmy nos trajo algo de comer. La señora solo se comió la mitad de un sándwich luego de que el emergenciólogo lo autorizara.  No quiso apenas líquido a pesar de que le recordé que estaba deshidratada, que por eso estábamos allí.  Poco a poco fue despertando. Creía que había sido un bajón de azúcar, pero no.

Entrada la tarde, ya estaba mejor.

―Yo me voy de aquí.

―No, Mami, no puedes irte.

―Sí, yo estoy cansada.

Comenzó la lucha de quererse bajar, quitarse la ropa, de arrancarse la aguja del suero, insistir en irse.  De que su mamá no sabía dónde ella estaba, que se iba. Puse la camilla horizontal para que quedara acostada y le levanté las piernas.  Aun así, se empujaba con los brazos para bajarse.

Allí permanecí hasta las 3:30 de la madrugada del lunes cuando le asignaron un cuarto. Se quedaría en el hospital.  Yo salí convencido de que ya no podía seguir cuidándola, de que, tan pronto la dieran de alta, saldríamos del hospital directo para el hogar. Desde entonces, el agobio y el luto se apoderaron de mí.

 

 

 

 

 

 

 

 


 

El desenlace

 

 

Estuve visitándola desde que la hospitalizaron el domingo. Algunos días más tiempo; otros, menos.  Había dicho que sabría el momento en que la llevaría a un hogar de envejecidos cuando no me reconociera más.  En esta semana así ha sido. Me ha llamado su marido, su nieto, su sobrino.  Lo único constante es llamarme por mi apodo: Junior.

La vecina en el cuarto del hospital me dijo:

―Nene, ese nombre no se le olvida. Tampoco no se queja de nada y se ríe tan bonito.

Ayer la dieron de alta porque su sistema se normalizó. La doctora fue muy servicial y le ordenó la prueba de COVID para que la tuviera lista cuando la ingresaran en el hogar. También ordenó el servicio de ambulancia.

Pero ayer fue un día largo. La ansiedad y la inseguridad se apoderaron de mí. Fue la Oración de la serenidad la que me devolvía la cordura por momentos. Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar… No tengo control de la degeneración de su condición mental.  No puedo cambiar la realidad que vivo.  Tan pronto terminaba la oración, la mente volvía a azotarme con: ¿podría aguantar un poco más?, ¿habré seleccionado el hogar más conveniente?, ¿la tratarán bien?

Repetía: Dios, concédeme…valor para cambiar las que puedo… ¿Qué puedo cambiar? Mi manera de pensar. Aquí en el hospital, solo prestarle atención e informar lo que observaba.  Si la dan de alta, pues llamo al hogar para que la reciban. Si no la dan de alta, pues seguiremos esperando; tal vez no sea el lugar correcto.

Mientras esperábamos la visita de la doctora, le puse la bocinita portátil debajo de la almohada y le escogí su música preferida.

―Cucha, cucha… ―decía cuando cantó Libertad Lamarque.  Noté que balbuceaba más.

Dios, concédeme…y sabiduría para reconocer la diferencia.  La doctora llegó y me indicó que la daría de alta. También que me imprimiría el resumen del alta para que lo llevara al hogar y le diera luz al doctor de cabecera.

Llamaron la ambulancia, pero tardó. Entre tanto, llegó la cena y aproveché para que comiera.  Se tomó la sopa y comió el plato principal; también el contenedor de frutas.  Durante la espera me dijo que le gustaba el lugar y que ella había comprado la cama.

Fueron cuatro días en los que ninguno estuvo con el otro todo el tiempo. Será más tiempo cuando llegue al hogar.  ¿Y si no la tratan bien? Todavía estoy a tiempo de llevármela para casa…

Al cabo de un rato, llegaron los empleados de emergencias médicas.  Le di el nombre de la institución. Al decir el nombre del hogar, me dijo la empleada:

―Ay, qué bueno; has elegido el mejor; el dueño se desvive por su viejos.

Ella no supo cuánta alegría me provocó su comentario. Enseguida noté cómo se desvanecía el peñón que llevaba sobre los hombros.

La cambiaron de camilla y bajamos hasta la ambulancia. Por el camino, me reiteraron que no me preocupara porque estaría bien.  Llegamos al lugar y allí la recibió al empleada.  Mientras, el Jimmy había ido a la casa recoger un bulto que había dejado a mitad y que contenía los medicamentos y las batas que se le dejarían. Entregué a la empleada el cartapacio con los documentos que me dieron en el hospital y ella lo aceptó.

La entraron y firmé los documentos de emergencias médicas. Ya de regreso a casa, estaba tranquilo. Has elegido bien; mañana, tengo que pagar la cuota y llevarle lo que falta; espero que no «extrañe gallera»; no, no creo. Todo está en orden divino.


 

Dos semanas más tarde

 

 

Habían pasado dos jueves desde su ingreso al hogar. Recogí los artículos que le llevaría a mi mamá al hogar sin aún conocer cuándo era el día y la hora de visita.  Estaba nervioso, o más bien, alicaído, por ver cómo se encontraba ella. Quería conocer cómo le había ido al hogar luego de un fuego la tarde anterior en una estación de generación de energía eléctrica que provocó otro apagón general en toda la isla por muchas horas.

Me estacioné frente a la casa convertida en hogar y busqué en la cajuela del carro los artículos que entendía necesitaba: los pañales, las sabanillas plásticas, dentífrico, las sandalias de cuña negras, un polvo compacto por aquello de la vanidad. Además, y muy importante, la nueva tarjeta del plan con el nombre del doctor de cabecera del hogar.

El dueño del hogar me había adelantado que ella se había adaptado a su nuevo ambiente y que estaba bien.  También que ya el médico la había examinado y encontró que había que darle terapia para que vuelva a caminar. 

Llamé desde afuera y esperé. (No nos dejaban pasar para evitar contagio con el COVID). Un empleado lavaba el lateral de la casa con una manguera de presión por lo que pensé que no me escucharían dentro de la residencia.  Pero la empleada que me recibió la primera vez salió. Atendió a alguien que ya estaba en turno frente al portón. No se ocupó de mí porque creyó que yo andaba con él. El hombre iba a entregar unos dulces y la empleada entró otra vez a la casa y salió con una anciana que me imaginé era su mamá.

La señora lo miró y solo lo saludó. El ruido apenas permitía que se escucharan. Entonces el hombre le gritó:

―No vemos el sábado o el domingo, Mami. Ese ruido no me deja escucharte ―y se marchó.

Llamé a la empleada antes de que entrara a la señora y le entregué todos los bártulos que llevaba en una bolsa. Aproveché para que me dejara saber si el día de visita que me tocaba era el jueves. Me indicó que no sabía y regresó a preguntar a otra empleada, pero regresó con ella, quien se acercó a hablar conmigo.

―El día es el jueves de dos y treinta a tres de la tarde―me dijo.

―¿Y cómo se ha portado la señora?

―Pues muy bien. Entre.

Me sorprendió que me invitaran a pasar. Pensé que llegaría hasta el balcón, pero no, entramos.  En la sala, se encontraban dos ancianas en el sofá. La madre del que atendieron primero que a mí estaba sentada en una silla de frente a la entrada. Además, había otra señora más.

Seguí detrás de la empleada hasta llegar a la habitación. Mi mamá estaba acostada con la bata azul que tanto le gusta.  Me miró tan pronto la saludé, pero no me conoció. 333

Le revisé los brazos y no vi marcas.  Tenía un pañal limpio y se veía aseada.  Lo que noté distinto fue su peinado, porque no era de la manera que ella lo hacía.  A los pies de la cama estaba el televisor que le había llevado. Me sorprendió verlo apagado. No recordé en ese momento que todos estábamos sin servicio de energía eléctrica.

―¿Te gusta aquí?

―Sí.

Las empleadas miraban desde la entrada de la habitación y la saludaron. Mi mamá las saludó y se rio con todas. Me pareció que conocía mejor a las cuidadoras que a mí. 

Di vuelta y salí. Las encargadas me reafirmaron que comía bien, que las llamaba cuando veía algo en la televisión. Me usó la frase familiar que tanto la escuché en la casa: mira, mira, cucha, cucha.

Me ratificaron el día y la hora de visita.  Caminé hacia el carro, agradeciendo al Universo porque mi mamá se veía alegre y tranquila. Además, porque, para mí, es mucho menos doloroso que no me reconozca. Ya mi mamá no está.  El cuido de la señora que vi en el hogar está fuera de mis capacidades físicas. Reconozco mi impotencia, pero estoy convencido de que fue la elección más beneficiosa para ambos. Está bien cuidada, está bien.  Regresé al carro, tranquilo y relajado. 


 

Final

 

 

Varias semanas más tarde, la regresaron al hospital con un bajón severo de azúcar. En la sala de emergencia, la entubaron y me informaron que, de salir bien de la situación, quedaría como un vegetal. 

Saqué mi bocinilla y se le coloqué debajo de la almohada y le puse su música favorita. Le agarré la mano y se la sobé, pero no obtuve ninguna reacción de ella.  Estaba ida.

Entonces comenzaron las pruebas y la batería de procedimientos médicos. Más tarde, me llamó el emergenciólogo para decirme que mi mamá se había contagiado con COVID. Me indicaron que me fuera porque a ella la subirían a un área restringida para pacientes contagiados. La vi una vez más cuando me lo permitieron por quince minutos.  Estaba inmóvil, llena de tubos.  No era ella. No había forma de hablarle, de tocarla. Los encargados me decían que mejoraba y que empeoraba, pero no saldría de su inconsciencia.  Solo se me ocurrió decirle en mi mente que no luchara contra la vida, que se dejara ir.  Que, si se aferraba a la vida por mí, no lo hiciera, que yo estaba bien y tranquilo con todo. Que siguiera con su progreso espiritual.  Luego de ello, me fui y no la vi más.  

Dos días más tarde, recibí la llamada de madrugada en la que me requerían pasar por el hospital.  Supe enseguida que había desencarnado. Elevé una oración por su progreso espiritual y partí a llenar los documentos y a recoger sus pertenencias.  En el hospital, se me informó que, como había fallecido con COVID, había que cremarla. Firmé todo y salí de aquel gélido lugar a hacer todos los arreglos funerarios.

Mi madre había muerto una semana antes de su cumpleaños número 94. No sentí pena, sentí alegría porque ella ya descansaba. El cielo se había ganado una costurera más que le remendaría las batas a todos los ángeles y querubines en el cielo. 


 

Epílogo

 

 

No es nada fácil la vida de un cuidador de alguien con demencia senil o con Alzheimer. Las frustraciones son continuas, Hay momentos en que la culpa golpea cuando las cosas no salen como deben de salir. Cuando nos piden que seamos pacientes, pero no es paciencia lo que necesitamos sino tolerancia.

Los seres queridos con demencia, en momentos, se tornan en personas insensibles porque pierden el filtro. Expresan las cosas tal como le llegan a la mente. Hay muchos momentos en que no nos conocen, nos acusan de un infinidad de cosas o se atemorizan de uno.

Pero el cuidador tiene que escucharlo todo y reprimir las ganas de contestar o de corregir. Hay que ceñirse a la corrección política del Departamento de la familia. El cuidador vive con el temor de que le llamen la policía o que uno de los investigadores del Departamento de la familia lo visite porque algún vecino informó lo que creyó ser algún tipo de maltrato, cuando la verdad ha sido que el paciente, temerario, escogió caminar por donde no podía o bajar por donde no debía sin hacer caso a las advertencias del cuidador y se cae o se lastima. Hay que hacer buche muchas veces porque se recomienda no llevarle la contraria. Sonreír cuando hay algo que se dice fuera de lugar o el enfermo dice alguna indiscreción. Muchas veces, disculparse. Hay que mantener la cordura con los accidentes estomacales o la malacrianza del enfermo. Se va inmunizado para que tales cosas no lo afecten tanto cuando ocurran. Pero la enfermedad avanza y aparecen nuevos desafíos.

No es nada raro que el cuidador se sienta que está pintado en la pared cuando habla con el enfermo y este o se hace el sordo o en realidad está sordo. Pero él o ella no responde. Es frustrante sentirse que se habla con el viento porque el otro anda perdido en su mundo.

No hay rutina ni patrones de conducta que valgan cuando el enfermo avanza en la demencia. Todo es terreno movedizo. El cuidador trata, pero ya el enfermo no encaja en las rutinas. Todo son eventos sorpresivos. Pero hay que seguir. Hay un deber y, en muchos casos, una obligación que se impone por encima de la que le impone la sociedad porque son familiares. Porque es lo que se espera. Lo correcto.

Los que tienen que recurrir a hogares de envejecientes son recriminados por ser malos familiares. Pero quien no está dentro de la olla de la demencia no entiende. Soy solidario con quienes recurren a ello. Yo no condeno a nadie. Viví de día a día, tratando de desarrollar más tolerancia. Seguí viviendo con el freno puesto todo el tiempo, en una tensión apabullante, a veces tratando de combatir un insomnio que me abrazaba. Pero hubo que seguir. Hubo que seguir. Seguir siendo tolerante, persistente, confiado de que el universo está a cargo. Seguir viviendo día a día, hora a hora, minuto a minuto y hasta, en ocasiones, segundo a segundo… No hubo de otra.


 

Agradecimiento

 

 

Agradezco en especial a Jimmy Hernández, el Jimmy, quien sin su apoyo y sostén esta experiencia de vida hubiese sido cuesta arriba. Gracias por tu tolerancia, aceptación y colaboración, en especial durante los tiempos de aislamiento social por motivo de la pandemia.

Además, tuve la gran suerte de encontrarme con gente maravillosa durante toda mi vida. Aprovecho para agradecer a todos los que siguieron mi diario, bitácora o memorias durante estos meses, en especial al grupo Apoyo a familiares de pacientes con Alzheimer y otras demencias por compartir conmigo sus experiencias, fortalezas y esperanzas. Sus comentarios aliviaron mi carga emocional. Fueron un bálsamo emocional y espiritual.  Me hicieron sentir que no estuve solo en esta jornada de aprendizaje continuo.  Mucho me sirvieron las orejitas que me escribían en Facebook porque me facilitaron la faena con mi mamá.  Jamás me sentí solo. Para todos, paz, amor, armonía, serenidad, aceptación, mucha vida y mucha salud. Abrazos agrandados.

 

 

 

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