Luego del duchazo del día y que ella se emperifollara, salimos a darle la vuelta rutinaria. En medio de la vuelta, dieron las doce del mediodía e hizo hambre. Había un restaurante que queríamos conocer por las buenas críticas y hacía allí nos dirigimos.
Tan pronto llegamos al local, nos pusimos
las mascarillas. Como estábamos tan cerca de la entrada, no le bajamos el
carrito de ruedas sino el andador. Esperamos hasta que el mozo nos diera acceso
al interior. El mozo nos llevó a una
mesa en la esquina del local. Había
pocos comensales. Ponme la cartera allí, me dijo ella. Acomodé la cartera. Revisamos
el menú y ordenamos unos refrigerios. Ella se vira hacía a mí y me dice, Quiero
ir al baño; ¿dónde está el baño? Mami, yo no sé, pero vamos a ver.
Me levanté, eché una ojeada y vi una puerta
angosta identificada como baño para varones. Por lógica miré para el lado
contrario y vi la del baño de damas. Regresé adonde estaba ella y le dije,
Vente que ya lo encontré.
La ayudé a levantarse y la agarré por los
hombros para escoltarla al baño. Estiré
la mano para abrir la puerta. Ella entró al angosto recinto y yo detrás de
ella. Al entrar e intentar pasarle el seguro a la puerta, el secador de mano se
activó con mi hombro.
Le levanté la bata y la ayudé a bajarse la
ropa interior desechable y... ¡Sorpresa!
Ay, Dios, dijo ella muerta de la risa. El pañal estaba sucio. Ay, Dios, repetía, ay, Dios. Nada, nada; no
pasa nada; no te preocupes; límpiate.
Ella agarró el papel higiénico y comenzó en
su proceso interminable. Mientras, yo pensaba en qué hacer. ¿La dejo sola y
salgo a buscar al Jimmy para que me traiga el bolso de emergencia? Me sentí
torpe. Me dejé caer contra la pared y el maldito secador de manos se activó
otra vez. Me dio pena con ella que seguía en su letanía de ay, Dios.
No lo pensé más y salí pendiente de que
nadie fuese a abrirle la puerta del baño. Le hice señas al Jimmy para que
buscara el bolso. De regreso al baño, la
empleada del local notó que caminaba en dirección al baño equivocado y me
gritó, Señor, ese es el baño de damas. Es que mi mamá está adentro, le
contesté. Ah, okey.
Abrí la puerta del baño y entré. Al tratar
de pasar el seguro de la puerta, sin querer mi hombro pasó por debajo del
secado y volvió a encenderse la porquería aquella. Ay, Dios, dije. Ay, Dios,
repitió ella cuando me vio. No te apures que ya resolvemos esto. Ay, Dios. No
te preocupes.
Tocaron a la puerta. Abrí y era el Jimmy.
Con los ojos desorbitados le pregunté, ¿Y el bolso? No hay bolso. ¿Cómo que no
hay bolso? No está en la guagua. ¿Pero…? Toma. ¿Y qué es esto? Pues la
almohadilla que se pone el asiento y una toalla. ¿¡Una toalla de fregar!? No
hay nada más, lo siento.
Agarré las dos cosas preguntándome que
diablos haría con aquello. Mami,
levántate. ¿Qué es eso?, ay, Dios. Voy a ver cómo te… ay, Dios …pongo esto
porque no hay pantis. Ay, Dios. Levántate para ver cómo lo hago.
La ayudé a levantarse. Traté de
empaquetarla con la almohadilla y no hubo forma. Mami, siéntate en lo que…
No terminé de hablar cuando ya ella se
había sentado encima de la almohadilla. Pero espérate que tengo que sacar esta
cosa.
Ella se aupó y halé la cosa y… ¡Sorpresa¡
Ay, Dios!, dijo ella muerta de la risa otra vez. La cosa estaba sucia también
porque ella se había defecado. Se la
quité. La hice un bollo y la tiré en el cesto de basura junto con el pañal.
Ella se sentó y entonces fue que la tripa hizo fiesta. Ella se reía. Yo me aturdía.
Me movía de lado a lado en aquel lugar
angosto, activando continuamente el maldito secador de manos. ¿Qué podría hacer? No podía salir con ella
así. Solo había una opción. Ni modo,
dije. Me puse de espaldas a ella. Me aflojé la correa y el maldito secador de
manos se activó. Me solté el pantalón y bajé la cremallera. Me quité los zapatos y el pantalón en medio
de las sopladas del secador de mano. Ella se reía. Pero mira, ¿qué vas a hacer?
Ni preguntes, le contesté.
Me bajé el calzoncillo y me los quité. Los
deje en un lado del lavabo. El secador de manos seguía activándose mientras
volvía a vestirme. Ella se moría de la risa por haber me visto las nalgas y por
mi lucha con el secador. Seguía enseñándome el papel sanitario que, por momentos,
se veía más limpio y, en otras, se tornaba más oscuro. Me puse los pantalones y
los zapatos. Vamos, límpiate.
Ella se limpió y yo la repasé lo mejor que
pude. Siéntate. ¿Para qué? Para ponerte el
calzoncillo. Ave María. Mami, no hay nada más y no vas a salir por ahí sin
pantis. Ay, Dios. Quítate los zapatos.
Me doblé y le metí los pies por los huecos del
calzoncillo. Levántate. ¿Para qué? Para subirte el calzoncillo, vamos.
Se levantó y le acomodé la pieza de ropa. Le revisé que no se le fuera a caer de
regreso a la mesa. ¿Estás bien? Sí.
Lávate las manos.
Salimos del baño y por última vez se activó
el secador de manos. Era como si se despidiera de mí. Ambos nos reíamos como si
fuésemos cómplices de alguna fechoría. Ella iba con mi calzoncillo y yo, como
dicen los estadounidenses, comando. No
sabía si irnos del lugar o arriesgarnos a almorzar lo que ha habíamos pedido.
Almorzamos. Nos disfrutamos la comida, pero
yo entre ruegos al universo para que no hubiese otro accidente intestinal. Al terminar, regresamos al carro. Ella como
que se acordaba de nuestra fechoría y se moría de la reía. Yo también. Ni modo.